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Bocas

Samanta Schweblin, anatomía de un cuento rioplatense

Samanta Schweblin es una de las escritoras argentinas más importantes en la actualidad. Tanto sus novelas como sus cuentos le han valido este reconocimiento.

Samanta Schweblin es una de las escritoras argentinas más importantes en la actualidad. Tanto sus novelas como sus cuentos le han valido este reconocimiento.

Foto:Cortesía Random House

BOCAS entrevistó a la escritora argentina, una de las principales invitadas a la FilBo de 2019.

La boca ensangrentada de una adolescente que sonríe luego de devorar un pájaro vivo. La mirada de un joven que no se aparta de la pantalla de su tableta mientras con un peluche, a control remoto, trata de rescatar a una niña secuestrada a millones de kilómetros de distancia. La voz de un niño que busca una explicación a los gusanos que salen de los cuerpos y pregunta: “¿De dónde vienen?”. Estas escenas no dejan a ningún lector indiferente, lo llenan de dudas: ¿qué clase de gente estoy viendo?, ¿es posible que exista un mundo así?, ¿quién imaginó esto? La respuesta, tentativa, es que han llegado al mundo creado por Samanta Schweblin.
Nacida en Buenos Aires, en 1978, Schweblin es una de las escritoras argentinas más importantes en la actualidad. Sus seis libros (El núcleo del disturbio, 2002; Siete casas vacías, 2015; Distancia de rescate, 2015; Pájaros en la boca, 2017; La respiración cavernaria, 2017; y Kentukis, 2018) han sido traducidos a más de veinte idiomas y ha sido galardonada con reconocimientos como el premio Casa de las Américas, en el 2008; el premio Juan Rulfo, en el 2012; el premio Shirley Jackson, en la categoría de novela corta, en el 2017; fue finalista del premio de cuento Gabriel García Márquez, en el 2016, y este año volvió a estar en la lista de nominados al International Man Booker Prize.
Sin embargo, hubo un tiempo durante su niñez en que huyó de las palabras, se rehusó a pronunciarlas y optó por el silencio. Fue tan traumático este episodio que la directora del colegio al que iba pidió a la mamá de Samanta que le trajera un certificado de normalidad. Pero fue a partir de este silencio que las palabras escritas empiezan a tomar más fuerza en su vida: “Sentía que la lengua hablada era una cosa peligrosa. En cambio, si la ponía sobre el papel, podía controlarla, incluso lograba influir en los demás”, contó en una entrevista para Lecturas, de EL TIEMPO. Luego de recuperar el habla, estudió cine, y fue allí donde empezó a entender todo lo que implicaba contar historias: “Fueron cinco años de ver desaforadamente todo tipo de cine, de pensar en grupo acerca de cómo se cuenta una historia, de hacerse preguntas constantemente sobre los modos de narrar, la mirada, el tono, el color, el ritmo. Creo que fue algo muy valioso para mi escritura ese paso por el cine”, dijo Schweblin. Su mundo, al final, estaba en los libros y en los cuentos –género en el que se siente más cómoda–. Esta es la anatomía de cómo se construyó el cuento argentino de Samanta Schweblin.
Ha sido finalista en dos ocasiones del Man Booker Prize y ha ganado el premio Casa de las Américas, entre otros.

Ha sido finalista en dos ocasiones del Man Booker Prize y ha ganado el premio Casa de las Américas, entre otros.

Foto:Cortesía Random House

¿Cuál es su primer recuerdo con la lectura?
En la infancia. Mis papás me leían todas las noches. Me acuerdo de algunos libros de Elsa Bornermann, María Elena Walsh, las Fábulas de Esopo. A mis cinco o seis empecé a pedir que no me leyeran los finales, y me los inventaba yo. Mi mamá los anotaba en un cuaderno y dejábamos espacios en blanco para hacer los dibujos al día siguiente. Después, a mis diez, once, me acuerdo de Una leona de dos mundos, de Joy Adamson. Encontré el libro en la biblioteca de mis padres, quizá fue mi primer libro “adulto”, si es que esto existe.
Su abuelo fue una figura muy importante para usted. Dijo en alguna entrevista que él la animó a escribir un diario y que tenían uno que llevaban los dos juntos. Cuénteme cómo era esto, ¿qué escribía allí? Y artísticamente de qué otras formas la influyó él.
Mi abuelo era artista plástico y estaba alejado de la familia. Cuando yo cumplí mis seis llamó a mi mamá y le dijo que quería pasar algo de tiempo conmigo, pidió sacarme a pasear el fin de semana. Tuvimos una relación preciosa, yo lo adoraba. Desde el primer día me dijo que lo que íbamos a hacer juntos era un entrenamiento para mi futuro, él lo llamaba “el entrenamiento del artista”. Seis años tenía yo. Me enseñó a viajar en tren sin pagar boleto, porque decía que un buen artista debía aprender a vivir sin dinero. Me llevaba a las villas más pobres de Buenos Aires para que entendiera con todo detalle mis privilegios. Me enseñó a robar relojes de la feria de antigüedades, mientras él distraía al vendedor con preguntas. Pero además, me llevaba al teatro, al cine, a los museos, al corso, ¡y hasta a bares! Cada salida era una aventura. Al regresar, escribíamos juntos un diario donde anotábamos lo que más nos había impresionado de ese día. Ese diario a cuatro manos fue lo primero que escribí en mi vida.
Hay un episodio en su vida y es cuando usted deja de hablar por unos meses. Ahí se da cuenta del poder de la palabra dicha, pero también del poder de la palabra escrita. ¿Qué la llevó a no hablar? ¿Qué cree que marcó en su vida este episodio?
Dejé de hablar por una pelea con una amiga, fue una tontería en realidad, pero en ese momento lo sentí como una injusticia inconmensurable, y no pude reponerme, mi ego y mi furia me dejarón literalmente sin palabras. Me preguntás qué marcas habrá dejado ese prolongado silencio: pues quizá una fuerte conexión con mi mundo interior. Me refugié en la lectura. Es que dejar de hablar no es tan fácil como parece, todo el mundo quiere saber por qué, qué te pasa, si estás bien, te mandan al psicoanalista y esas cosas. Cuando abría un libro y me ponía a leer, todas estas preguntas e incomodidades se suspendían. Cuando leía parecía una chica normal, alguien que no hablaba porque estaba leyendo. No incomodaba ni me incomodaban. Leer era como cubrirme con una manta que me volvía invisible, me perdonaba por completo mi desinterés hacia todo lo que me rodeaba. Y a cambio de esa actuación de lectora, la literatura me entregó su universo, y de alguna forma, supongo, me devolvió las palabras.
Las palabras que se volverían su forma de vida. Luego de estudiar cine, hubo un momento en su formación muy importante, los talleres literarios. ¿Usted cree que sí se puede enseñar a escribir literatura? ¿Cuál fue la mayor enseñanza que le dejaron?
Se puede enseñar a escribir, por supuesto, hay que desacralizar esta idea del escritor que ya nace genio. A escribir se aprende como se aprende la danza o la música. Lo que no se puede enseñar, ni en literatura ni en ninguna de estas disciplinas, es a encontrar una mirada personal sobre el mundo. De hecho, creo que cualquier escuela o maestro que se meta con esto podría romper algo que no debe tocarse nunca, y que difícilmente luego pueda repararse. Un buen maestro puede entender hacia dónde vas, y ayudarte a quitar toda la hojarasca del camino. Eso es todo lo que puede hacer, pero es muchísimo. Pasé por muchos talleres, y solo encontré una maestra una vez, mi querida Liliana Heker, una gran narradora argentina además.

La única diferencia que un cuento –por sumatoria de ejemplos– tiene sobre la novela es su efectividad en las travesías cortas. La virtud de, en solo unas páginas, dar vuelta el mundo del lector.

En los talleres, usted ha dicho que descubrió muchas lecturas, que si no fuera por estos tal vez habría tardado mucho tiempo en llegar a autores como Carver o Cheever. ¿Cuáles son las autoras y autores que más la han influido en su vocación como escritora?
Pienso en tres grandes momentos. Primero, a mis doce, cuando mi madre me regaló los cuentos de Kafka y de Bradbury, y mi abuelo los de Cortázar. Estos tres autores fueron fundacionales, detuvieron literalmente mi respiración, fue la certeza de que lo que pasaba entre las tapas de esos libros era todo lo que me interesaba en el mundo, y me empujaron hacia la escritura con una furia divina. Luego, a mis dieciocho, llegaron los varones norteamericanos: Carver, Cheever, Salinger... Y en búsquedas más refinadas: Vonnegut, Flannery O’Connor, Carson Mc Cullers. ¿Te das cuenta de que a las mujeres todavía las cito con sus nombres? Y luego hubo una tercera bisagra, a mis treinta y poco. Y de alguna forma siento que estas influencias siguen vibrando fuerte: Agota Kristof, Alice Munro, Kelly Link, Amy Hempel, Elizabeth Strout…
¿A qué autor siempre vuelve?
Vuelvo a libros, no a autores, y cada año recupero cosas distintas. Estos últimos años: Muy lejos de casa, de Paul Bowls –como cinco veces, no sé qué me pasa con este libro-; La colina penitenciaria, de Kafka; los cuentos de Carver, Cheever y Amy Hempel, y Di Benedetto.
Usted ha hablado de algunas bibliotecas que la han marcado en su vida. Una de ellas fue la que tenía en casa, en la que predominaban los autores del boom latinoamericano. ¿Cree que la sombra de estos autores pesa mucho en los nuevos escritores? ¿Cree que todavía se espera, fuera de Latinoamérica, que los escritores sean como ellos?
Mi generación ya se sacó de encima el peso del boom, pero es una etiqueta que afuera, sobre todo en Europa, siguen poniéndonos. Hace unos días me invitaron a un congreso en Köln a hablar de algún autor latinoamericano que yo eligiera. Enseguida pensé: “Voy a poner mi granito de arena en este gran revisionismo histórico que está creciendo en muchos campos artísticos e intelectuales y llevar el texto de alguna de las extraordinarias escritoras que tenemos en Latinoamérica: Elena Garro, Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Amparo Dávila, Norah Lange, Silvina Ocampo... “. Pero había una pequeña condición: el texto debía estar traducido al alemán. Ninguna de esas autoras está traducida al alemán. En los últimos años están traduciendo a autores más jóvenes: Lina Meruane, Alejandro Zambra, Mariana Enríquez, Pedro Mairal. Pero casi no hay traducciones de las generaciones que vinieron detrás del boom. Los europeos creen que seguimos escribiendo realismo mágico porque prácticamente no han leído nada desde entonces.
¿Cómo maneja usted la herencia de Borges? Aquí en Colombia, García Márquez es el gran patriarca de la literatura y su influencia sigue muy presente, ¿pasa lo mismo con Borges en Argentina?
Borges sigue siendo nuestra gran figura, por supuesto, y creo que lo seguirá siendo un buen rato. Pero ya no nos pesa en la escritura. Borges, al menos para mí, tiene una literatura que me es tan perfecta e inasible que vuelve a obnubilarme cada vez que lo leo, pero que no me pesa en la escritura.
Vamos a hablar del cuento, el género en el cual se siente más cómoda. ¿Cuando lee un cuento qué busca en él? ¿Qué tiene un buen cuento según su criterio?
Esta pregunta siempre me parece una trampa. Porque casi todo lo bueno que encuentro en un cuento lo encuentro también en mis novelas preferidas. Cuando tengo una idea trabajo, primero veo la posibilidad de un cuento, pero cualquier idea viene ya para mí con su tono, su ritmo, su emoción y, como consecuencia de su ejecución, una extensión determinada. En todo caso, la única diferencia que un cuento –por sumatoria de ejemplos– tiene sobre la novela es su efectividad en las travesías cortas. La virtud de, en solo unas páginas, dar vuelta el mundo del lector, hacerlo pensar en algo en lo que nunca antes había pensado. Ponerlo en jaque o simplemente sacudirlo con una mirada insólita sobre algo conocido. Es una travesía corta, pero nunca se sale de un buen cuento con la misma mirada con la que se entró.
¿Cree que existe algo como la anatomía de un cuento?
Sí. Es algo en lo que vengo pensando desde que doy talleres literarios. Es una forma porosa y orgánica, tan natural y flexible como debe ser para un pintor pensar en la espiral áurea. Pero estas ideas no están listas todavía, quiero seguir pensándolas un poco más.
Aunque su género favorito es el cuento, ha incursionado en dos ocasiones en la novela, entre ellas, su último libro Kentukis.

Aunque su género favorito es el cuento, ha incursionado en dos ocasiones en la novela, entre ellas, su último libro Kentukis.

Foto:Cortesía Random House

¿Cómo es el proceso de escritura de sus cuentos? ¿Cómo construye los personajes, la trama? ¿Tiene una hoja de ruta para sus cuentos o van más a la deriva?
No tengo rutas ni escaletas, ni nada que fije un recorrido. Tengo sobre la pared de mi escritorio un texto de David Clowes que dice “Hay que aprender a tirar las historias a la basura, y usar lo que queda de ellas solo como influencia”. Confío en el olvido natural de las ideas, y en que ninguna palabra del texto debe cristalizarse nunca por completo. Solo me ato a una cosa, y es algo que sigue costándome explicar porque es una sensación bastante intuitiva: cuando empiezo a construir una historia, antes de tomar cualquier tipo de nota o trabajar en un borrador, juego mucho tiempo con el recuerdo de ese primer impulso que me dijo “hay que escribir esto”, trato de entender su emoción, ahí están todas mis pistas. No es cualquier emoción, es una única y particular, y es lo que quiero entregarle al lector al final del recorrido. Eso es lo único que no puedo cambiar; todo lo demás queda sujeto a revisión hasta último momento.
¿Qué consejo le daría a alguien que quiere escribir cuentos?
Que lea cuentos. Muchos. Que busque y busque hasta encontrar un autor que realmente lo toque. Va a saber que lo encontró porque, literalmente, va a dejarlo sin respirar por unos segundos. Entonces, hay que leer lo mejor de ese autor una y otra vez, desarmando, tratando de entender cómo funciona su maquinaria narrativa. En cuanto se empieza a intuir su secreto, hay que pasar al siguiente autor.
En una conversación con Juan Gabriel Vásquez en Cartagena, para WMagazine, ustedes hablaron del nuevo boom de las cuentistas latinoamericanas y de los temas que las escritoras están explorando, como la maternidad, por ejemplo. ¿Cuál cree que es el papel de las escritoras en la literatura del continente? ¿Sigue creyendo que existe este boom? ¿Es un fenómeno editorial o cree que es un fenómeno literario?
Puede que haya un fenómeno editorial, pero es solo una consecuencia de algo mucho más grande. Hace unos meses me preguntaron si creía que la escritura escrita por mujeres “estaba para quedarse” o “era una moda pasajera”. La literatura escrita por mujeres no es una moda, es lo que escribe la otra mitad de la humanidad. Lo que la hace tan fuerte, fresca y poderosa es que hasta ahora era una literatura de minorías. Llega irremediablemente con algo nuevo, y con muchas cosas para decir. No leo libros porque los escriben hombres o los escriben mujeres, solo leo los libros que me parecen buenos, no, muy buenos, y si no me lo parecen, de inmediato los dejo sin culpa. Tardé en darme cuenta de la desmesurada cantidad de mujeres que suman mis pilas de libros leídos y por leer de este año. Diría que lo mejor que leí últimamente lleva una gran mayoría femenina. Pero ganan por calidad; ni por fenómeno ni por mercado.
Cambiando de tema, hablemos ahora de Berlín, la ciudad donde ahora vive. En una entrevista dijo que vivir allí había cambiado su propia lengua. Antes escribía en porteño, ahora ha pasado a un español más neutro. ¿Qué cree que significa esto para su literatura? ¿Vivir en Alemania le ha dado otra mirada sobre la forma como escribe?
Mi español sigue siendo porteño, se deduce enseguida en las primeras páginas de cualquiera de mis libros. Lo que pasa es que hay pequeñas esquinas que, leídas por un porteño, empiezan a sonar extrañas, extranjeras. Vivo en Berlín pero en una burbuja latinoamericana y española, y poco a poco voy tomando cosas de otros castellanos, o voy abandonando palabras propias que sé que podrían traer confusión, o no entenderse, y algo de esto va trasladándose a mi escritura. La pregunta que me hago últimamente es ¿qué sería más natural? ¿Personajes argentinos que hablan en mi castellano actual? ¿O la artificialidad de simular un porteño que ya no es el que hablo? Supongo que esto es lo que tiene vivir fuera tanto tiempo: que llega un punto en que ya no sos de acá ni de allá, con todas las incertidumbres y las libertades que esto acarrea.

Eso es lo que tiene la literatura, una tecnología única e intransferible, que es la cabeza de cada lector.

Sus dos novelas Distancia de rescate y Kentukis tienen en común que experimentan con la estructura. No son novelas del todo tradicionales. ¿Qué diferencias hay en el momento de trabajar en la escritura de estas novelas con los cuentos? ¿Cambia su proceso de creación?
A las dos novelas llegué de la misma manera, y es tras haber intentado con ellas cuentos que, después de muchos borradores, seguían fracasando. Paso a la novela cuando no hay modo de contar lo que quiero contar en diez o veinte páginas. Entiendo lo que decís respecto a la estructura, pero es algo que también siento en los cuentos. Y es que, dispuesta a contar una historia, son dos preguntas las que resuenan en mi cabeza: qué voy a contar, y cómo lo voy a contar, y las dos tienen el mismo peso. Para mí, la forma dibuja el contenido, y el contenido pide una forma, son dos partes de un mismo límite. Me gusta imponerme esos límites, pueden ser estructurales, de tono, de ritmo, cualquier elemento de una historia puede funcionar como un límite. Los límites dejan claro todo lo que no se puede hacer en una historia, y por tanto me obligan a hacer nuevos movimientos; quiero decir que, para llegar a un mismo lugar, me veo obligada a salir de mi propio lugar común.
Ha contado en algunas entrevistas cómo nació la idea de Kentukis, con esa idea de los drones que lo observan todo. ¿Cómo construyó esta novela? ¿Cómo darle unidad a esa cantidad de voces que la componen?
Bueno, justo hablábamos de límites. Para esta novela imaginé al narrador como una suerte de servidor digital. No es algo que deba entenderse en la lectura, es una idea para mí, para ordenarme. Kentukis es el relato de un servidor que ve una cantidad de conexiones entre usuarios en un tiempo determinado, nada más. Y ahí aparecen los límites. Un servidor no puede elegir qué ver, ni sabe qué es importante y qué no. No tiene juicio de valor, ni emocionalidad, y eso me servía muchísimo porque quería que todo eso recayera pura y exclusivamente sobre los hombros del lector. Pensar en un servidor impuso límites muy claros sobre qué podía o no hacer mi narrador.
¿Cree que la ciencia ficción es una especie de nuevo realismo literario?
¡Ah, me encanta esta pregunta! Porque se habla de esta novela y siempre se nombra la ciencia ficción, y yo no creo que pertenezca a ese género. Leo ciencia ficción, la disfruto muchísimo, así que la etiqueta nunca me incomoda. Es solo que no hay nada en esta novela que no exista ya en nuestro mundo. Todo es absolutamente posible y contemporáneo. Sería como llamar ciencia ficción a una novela donde los personajes usan demasiados drones o abusan de la telefonía móvil. Pero hay algo en ese desfasaje de la lectura hacia la ciencia ficción que me parece interesante. Y es que vivimos en un mundo hipertecnologizado, y lo hacemos con absoluta naturalidad, nada nos parece extraño ni extraordinario. Pero cuando ese mismo mundo lo llevamos a la ficción, hablamos de libros “tech” o de ciencia ficción. Creo que naturalizamos la tecnología en sus usos más cotidianos, pero todavía no nos dimos tiempo para pensarla, para marcar sus límites morales, éticos, legales, los límites de qué es privado y qué no, y hasta las propias intuiciones de hasta dónde podemos hacer daño en estos medios si no los conocemos del todo.
Kentukis es la última novela publicada de Samanta Schweblin.

Kentukis es la última novela publicada de Samanta Schweblin.

Foto:Cortesía Random House

¿Cuál cree que es el papel de la tecnología en nuestras vidas? Al parecer, nunca hemos abandonado la idea del Gran Hermano de George Orwell.
Creo que la tecnología es maravillosa y siempre estuvo ahí. Como especie siempre nos fascinó cualquier extensión material que optimizara nuestras capacidades, desde que levantamos una roca filosa y se nos ocurrió que podría servir de cuchillo, desde la rueda y la invención de la escritura. Hoy asociamos la tecnología con lo digital, pero la tecnología siempre estuvo con nosotros. Y es neutra, no es ni buena ni mala, es los que somos nosotros mismos en cada momento, es quizá nuestro espejo más grande. La idea orwelliana sigue presente, es verdad. Y creo que hay razones para esos miedos. Ya no es una locura pensar en el inminente peligro de una megacorporación controlando todas nuestras libertades. De hecho, Berlín es la ciudad europea más controlada; solo en mi estación de subte, que es de las más chiquitas de la ciudad, soy capaz de contar 27 cámaras. Pero creo que antes de este peligro real, estamos nosotros mismos. Quiero decir que, los que hacemos el mal hoy en las redes, los que nos violentamos en Twitter, cruzamos líneas morales en Facebook, miramos lo que no deberíamos y mostramos más de lo que deberíamos de nosotros mismos, los usuarios. Hoy, en cualquier conexión en la que alguien sale lastimado, la culpa no es de la tecnología, sino de las personas que hay a cada lado de esa conexión.
En un mundo en apariencia tan entregado a la tecnología y a todo lo digital, ¿para qué puede servir la literatura hoy día? ¿Qué tienen los libros que no tengan otros formatos culturales como el cine o el arte?
Bueno, justamente hablábamos de tecnologías. Y eso es lo que tiene la literatura, una tecnología única e intransferible, que es la cabeza de cada lector. Por ejemplo, si yo leo concentrada un libro, y avanzo con entrega porque ya confío en ese autor, y la historia me tiene atrapada y casi voy caminando detrás del personaje cuando en el pasillo suena el teléfono y veo cómo corre para atender y levanta el tubo temblando y ahí el narrador dice “apoyó el tubo en su oreja y escuchó. Era la voz de su padre”. Lo que ocurre es algo extraordinario. Porque el lector acaba de tomar, con más o menos precisión, una cantidad enorme de decisiones. Un color del teléfono, un peso, quizá una marca o una época. Una sensación emocional de cómo es la voz de ese padre. Quizá incluso un lector pueda concentrarse en el frío del tubo sobre la oreja. Todas estas decisiones son emocionales, se basan en recuerdos del lector, en teléfonos que vio o que tuvo, teléfonos que sabe incluso cómo huelen. Quizá la voz del padre sea la voz de su propio padre, o la voz de otro hombre que anhelaba escuchar. Todo el material con que el lector construye le es propio, y la literatura se apropia de todo ese peso emocional y lleva lo conocido hacia un lugar nuevo. En el cine hay que elegir un teléfono, uno único para los millones de espectadores, será el mismo para todos. En la literatura, todo es personal.
Usted ha hablado sobre la empatía que genera leer literatura. ¿Por qué es importante esto?
Espero que no parezca una respuesta simplista, pero creo que el mundo está en una crisis de desamor. Odiamos y tememos porque no entendemos, porque no somos capaces ya de ponernos en los zapatos del otro. Necesitamos más “visiones” del mundo, para revisarlo, para entenderlo, para explicarnos a los demás. Me acuerdo ahora de esa frase de Žižek que dice que un enemigo es alguien cuya historia uno no ha escuchado.
POR DIEGO FELIPE GONZÁLEZ 
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 84 - ABRIL 2019
Anatomía de un cuento rioplatense.

Anatomía de un cuento rioplatense.

Foto:Revista BOCAS

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