“Había una vez un señor que se llamaba Luis Miguel Dominguín, que después de la guerra civil en España llegó muy pequeño a Medellín con su familia. Ahí empieza mi historia con Colombia”.
El que narra es Miguel Bosé, uno de los tres hijos que el inolvidable torero madrileño tuvo con la actriz milanesa Lucía Borloni –conocida en el medio artístico como Lucía Bosè–, quien ganó el concurso de Miss Italia a finales de los años cuarenta y trabajó para directores de la talla de Antonioni y Fellini.
Sesenta años después de nacer por accidente en Panamá –“porque mi padre quería que yo naciese en Medellín”–, la estrella del pop estuvo otra vez en Colombia.
La gran pashmina verde y beige que adorna su vestimenta negra no alcanza a disimular su palidez de vampiro, acentuada por el lápiz de ojos que usa en los párpados inferiores. Luce cansado. Son las cinco de la tarde del 31 de octubre y ha tenido un día de horror: el vuelo que lo traía a la madrugada desde México tuvo que ser desviado a Armenia, debido al cierre del aeropuerto Eldorado, por lo que llegó a Bogotá varias horas después de lo previsto.
Mientras firmaba autógrafos y se dejaba tomar fotos con los otros varados en la terminal quindiana, la Comunidad de Madrid le concedía su Medalla Internacional de las Artes. Un metal más para una carrera cargada de reconocimientos: desde el World Music Award al artista español con más ventas en todo el mundo (2007) hasta un puñado de premios Ondas, pasando por varios Grammy latinos, incluido uno como Personalidad del Año (2013).
La amabilidad con que nos atiende hoy contrasta con la beligerancia de la que suele hacer gala en las ruedas de prensa y con las historias de periodistas a los que deja colgados por una pregunta que considera incómoda o fuera de lugar.
Con su voz grave repasa una niñez privilegiada, rodeado con frecuencia de personajes que alimentaron titulares y marquesinas durante buena parte del siglo pasado, como Pablo Picasso, Luchino Visconti, Jean Cocteau, Ava Gardner y Deborah Kerr, estas dos últimas relacionadas sentimentalmente con su padre.

Miguel Bosé. Foto Archivo.
Nacido como Luis Miguel González Borloni, confiesa que entró a la industria musical por dinero, alentado por Camilo Sesto, que en 1975 le produjo la canción “Soy”, con la que no pasó nada. Dos años después, acaso más consciente de que la música era su gran vocación, llegó su primer éxito: “Linda”.
El sencillo “Súper Supermán” (1979) lo convirtió en una estrella en Europa. En 1983 lanzó el álbum Made in Spain, cuya carátula fue diseñada por Andy Warhol, quien además puso a Bosé en la portada de julio de su revista Interview.
Al año siguiente, casi una década después de su debut, encontró su propia voz con Bandido, el primer álbum compuesto enteramente por él y su primera incursión como productor. Fue una especie de despedida de su etapa como baladista.
Esta nueva fase más experimental se vio coronada por Bajo el signo de Caín, un disco que refleja su madurez musical y comercial, del que salió el superéxito “Si tú no vuelves”. Desde entonces, no es raro que sus álbumes superen el millón de copias vendidas.
A la hora de describirse, una de las palabras que Bosé más repite es curiosidad. Según su versión de sí mismo, este rasgo de su personalidad explica en buena parte que se haya convertido en un artista tan polifacético: compone, canta, produce, escribe, dirige obras de teatro y hasta tuvo su propio programa de televisión, El séptimo de caballería, en el que invitaba a colegas de la talla de Mick Jagger, Madonna y Celia Cruz, para contestar sus preguntas y –casi todos– cantar en vivo.
Después de músico, su faceta más reconocida es la de actor. Ha aparecido en más de veinticinco películas e incluso puede alardear de haber sido “chica Almodóvar”, gracias a su papel de juez travesti en Tacones lejanos (1991).
Como su personaje, Bosé ha exhibido una imagen dual a lo largo de su carrera. “Hay tres cosas que los hombres hemos perdido y de las que os habéis apropiado las mujeres: las joyas, que se han llevado en todas las civilizaciones y que yo uso mucho, el maquillaje y la falda, ambos usados históricamente por el hombre”, le dijo el año pasado a Vanity Fair.
A la par de su ambigüedad sexual, le gusta alimentar un contrapunteo entre Miguel y Bosé. Bosé es el artista, una suerte de marca registrada que va por el mundo desatando deseos. Y Miguel es el ciudadano de a pie, tan celoso de su privacidad que se mudó a Ciudad de Panamá para –entre otras razones– criar a sus cuatro hijos lejos de la ubicua prensa rosa de España.
Primero vinieron Tadeo y Diego, ahijados de Ricky Martin y Juanes, respectivamente, en marzo del 2011. Y siete meses después, Ivo y Telmo, otra pareja de mellizos concebida en un vientre de alquiler.
Como no sabe hacer bien dos cosas a la vez, ha explicado, esperó hasta que su carrera estuviera consolidada para tener una familia.
Abraham Lincoln decía que a los cuarenta años un hombre es responsable de su cara. ¿De qué es responsable un hombre a los sesenta?
De su cara, de sus hechos, de la herencia y de lo que va creando, de todos sus actos. Es protagonista indiscutible de su rastro, de lo que va dejando, que en mi caso es mucho. He tenido y tengo una vida que es muy intensa, muy apretada, por lo cual soy responsable de muchísimas cosas, y también de muchos deseos que he desatado, de muchas complicidades, de muchos sueños. También hago un servicio público a la imaginación que es notable, no solamente canoro o físico. He servido para que la gente se imagine muchas cosas.
Hablando precisamente de su rastro, usted ha sido músico, actor, presentador, un poco periodista también. ¿Cómo le gustaría ser recordado?
Periodista, con todos mis respetos, no. Yo no nací para eso y además creo que es una profesión de lo más difícil. Uno de los rasgos más determinantes de mi carrera o de mi carácter es la curiosidad, que me lleva a explorar, a intentar cosas y a investigar. Por eso me he salido durante periodos más o menos breves de mi base, que es la música: he hecho teatro, he dirigido, he escrito, he pintado, he hecho televisión, he hecho de padre. Creo que cada uno de ustedes debe recordarme como le dé la gana. Usted me recordará de una manera muy diferente a como me recuerdan mis amigos o a como me vayan a recordar mis hijos o mis exparejas, que algunas no me querrán ni recordar, pero bueno…
En sus inicios, cuando decidió dedicarse a la música, ¿cuáles fueron los pros y los contras de ser hijo de quien era?
Bueno, automáticamente salta la comparación, que es una cosa muy antipática, que muestra una especie de complejo de inferioridad de quien te mira, porque necesita referencias y no es capaz de darte un nicho nuevo, no sabe imaginarlo. Simplemente te compara con los datos que ya tiene, le es más fácil. Además, le resulta más gozoso que surja la crítica que una escena constructiva. Despegarme de todo eso me costó mucho. Eso que tanto me ayudó, entre comillas, a arrancar, al minuto siguiente ya era un lastre.
Siempre que uno se aproxima a su vida, se detiene en esos grandes personajes con los cuales usted creció. ¿Hay uno en particular que lo haya marcado en el plano artístico?
Artísticamente, no. Dese cuenta de que a todos estos grandes nombres del siglo XX que hicieron parte del entorno familiar, yo los trataba como amigos. Le cuento una anécdota que es muy curiosa. Cuando iba al colegio después de los veranos que pasaba en [los talleres de] La Californie o en Nôtre Dame con Picasso, no compartía ese nombre con mis compañeros, porque los chicos de ocho o diez años no sabían quién era, no les importaba. Para mí era Pablo. Años más tarde, el profesor de arte nos pidió en la clase que cada uno cogiésemos un papelito de un bocal [jarro de boca ancha] y que hiciésemos un trabajo sobre el nombre que nos saliera. Y a mí me tocó Picasso. ¿Y qué se puede usted creer? No sabía nada de él. Sabía todo de Pablo, pero nada de Picasso. Entonces tuve que ir a la Biblioteca Nacional e investigar en las enciclopedias donde había información sobre Picasso. Y veía esos cuadros, muchos de los cuales habían convivido conmigo en la infancia, apoyados uno contra otro, en fila, contra la pared, tapizando las casas de Vauvenargues, La Californie, Nôtre Dame de Vie. Esa fue mi infancia. Y lo mismo con Luchino Visconti…
Su padrino…
Mi padrino. Lo mismo con Ava Gardner, lo mismo con Cocteau, lo mismo con… name it, no sé… Deborah Kerr, Lauren Bacall, o sea, eran amigos de la familia… ¡Ah! A Lauren Bacall le llamábamos “tía Donald”, por la boca que tenía, que era como la del pato. Entonces, hay un momento en que todo eso toma una normalidad absoluta.
¿Qué papel tuvo Camilo Sesto en sus inicios?
Fue anecdótico, porque llegó en un momento en el que yo era adolescente, de quince o dieciséis años, y me dice: “¿Te gustaría grabar un disco?”. ¿Y qué adolescente, todavía hoy, te dice que no? Cuando me decían: “¿Quieres hacer una obra de teatro?”, yo respondía: “Anda”. “¿Quieres rodar una película?”. “¡Sí, claro!”. “¿Quieres tirarte al vacío?”. “Vamos”.

Miguel Bosé. Foto Archivo.
¿Usted ya cantaba?
No. La verdad, yo cantaba en la coral del colegio, con una voz muy aguda. No sé por qué me lo planteó, yo creo que fue un experimento. A lo mejor me vio cantar, porque en casa nos sentábamos con guitarra y tal, había muchos artistas. Le dije que sí y grabamos dos singles, que no sonaban nada.
¿En qué momento sintió que había encontrado su propia voz en la música?
Bandido. En Bandido es cuando yo empiezo a componer y cuando mi productor, Roberto Colombo, descubre que soy barítono, que tengo una voz naturalmente más grave, cuando me oye cantar una canción que estábamos intentando grabar en estudio. Me la oyó cantar en el baño, cuando fui a hacer pipí. La canción se llamaba “Fiesta siberiana”. Me dijo: “Esta es la voz tuya, ¡canta así, cretino!”. Nunca me llamó Miguel, siempre era “cretino”: “Cretino, canta”, “cretino, me falta una parte de esta canción; a ver, siéntate y componla”. Era el líder de [la banda italiana de rock progresivo] Premiata Forneria Marconi, un genio, y apostó por esas melodías que yo iba grabando en minicasetes analógicos, de esos de bolsillo. Un amigo me traicionó y se los hizo llegar. Él los escuchó y me hizo llamar para decirme: “Yo quiero producir esto”. Yo le contesté: “¿Producir qué? Si no hay nada, solo setecientas ideas”. Y él me dijo: “Aquí hay mucho, aquí hay mucha novedad”. Entonces me puse con él y empecé a grabar Bandido clandestinamente, mientras hacía otro LP para la CBS, que era parecido a la carrera anterior y que nunca acabé, claro, porque descubrí de repente cuál era mi territorio y mi lenguaje, el que me trae hasta hoy.
¿Cuál fue la primera canción que compuso?
A ver, no una canción. Yo concibo pedazos y luego “corta y pega”. En determinado momento me hago ayudar por gente, porque me gusta y siempre me ha funcionado una revisión externa, aunque sea para decirme “déjala así, no la toques”, o “falta una parte” o “esto es una mierda”. La primera parte es muy solitaria, llena de dudas y de tribulaciones, pero al final, ya cuando entran los otros, es cuando entro en razón. A partir de ese momento, empieza el método, sale Miguel el suizo, el milanés, y empieza a trabajar, trabajar, trabajar, a hacer, salga o no salga, haya o no haya. Como decía Picasso, yo no sé lo que es la inspiración, pero que me pille trabajando.
¿Pero no recuerda cuál fue la primera?
No, es que no hubo una canción sola. Hubo setecientos pedazos, ideas… A lo mejor la primera que juntamos, con la ayuda de Roberto Colombo, pues fue “Fiesta siberiana”. Probablemente fue esa. Bandido es un disco que yo no puedo escuchar porque entro en crisis, me deprimo porque es un álbum brillante, muy debido a Roberto Colombo, claro.
¿Qué lugar ocupa Colombia en su vida y en su carrera?
Vamos a ir muy atrás. Había una vez un señor que se llamaba Luis Miguel Dominguín, que después de la guerra civil en España llegó muy pequeño a Medellín con su familia. Ahí empieza mi historia con Colombia. Aquí tomó la alternativa, en la plaza Santamaría, porque en España no se podía hasta los diecisiete años. Empezó a torear aquí. Él se sentía colombiano y paisa, además. Yo nací en Panamá, pero venía destinado a nacer aquí, porque mi padre quería que yo naciese en Medellín. Luego de nacer me trajeron a Bogotá y estuve en el Hotel Tequendama quince días, con todos los íntimos amigos de mi padre, que he heredado. Entonces, mi historia con Colombia arrastra muchas cosas. Por esa razón y por la labor con Juanes, Paz sin Fronteras, en su momento el presidente Uribe decidió, con la contaminación de Julio Sánchez Cristo, entregarme la nacionalidad colombiana, que yo creo que es la nacionalidad que a mi padre le hubiese gustado tener. Apenas terminaba las temporadas taurinas, él se venía para acá y se quedaba con sus amigos. En mi casa, cuando vivía [falleció en 1996], no había nada más que vallenato, cumbia, merecumbé, y con eso he crecido yo. Eso y ópera.
Usted suele ser muy crítico frente a la política. ¿Cree que está en crisis?
El sistema no funciona, está demostrado, y además hay una resistencia a formatearse, a reiniciarse. Lo hemos hecho nosotros en la música, lo ha hecho el cine, lo han hecho todas las áreas. En la política, en cambio, el poder impide tomar distancia y reconocer que hay que reinventarse, porque eso significaría que desaparezcan los candidatos que conocemos, o que en las próximas elecciones hubiese solo nombres desconocidos, ideas frescas. Y cuando hablo de sistema hablo de política y economía, porque están ligados: la política es rehén de la economía. Dígame usted, en España, por ejemplo, ¿qué diferencia hay entre el Partido Popular y Telefónica o entre el Psoe y Carrefour? Ninguna, son empresas. O sea, eso de sentir los colores y saber que votabas por una ideología se fue para el carajo. Ahora, las únicas ideologías que encontramos están en el fútbol. Antes uno decía: “Yo soy socialista, soy demócrata, soy conservador, soy comunista, soy liberal, soy verde”. Eso hay que reconstruirlo.
BERNARDO BEJARANO Y MARIA ISABEL ORTIZ
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 58 - NOVIEMBRE 2016