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El taller de Mateo López
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El artista Mateo López habla sobre su vida y obra para Revista BOCAS

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Paula Thomas

El taller de Mateo López

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Paula Thomas

Una entrevista con uno de los artistas contemporáneos más destacados de Colombia.

Mateo López hace formas con las manos mientras habla. Dibuja en el aire alguna estructura que tiene en la cabeza y eso le da confianza para seguir con lo que está diciendo.

Es introspectivo, solitario, le gusta figurar poco en los medios y tiene unos cuantos amigos muy bien escogidos para los que algunas veces hace de DJ en las fiestas. Le gusta poner rock, funk y algunas canciones de origen africano que suelen ser desconocidas para los demás. También tiene una colección impresionante de discos de acetato que heredaron él y su esposa, Yanina, del papá de ella, la mayoría de salsa de la vieja guardia.

Al verlo, al hablar con él con el conocimiento de que es uno de los artistas jóvenes con más proyección de América Latina, extraña que no cumpla con el imaginario absurdo que existe de los artistas plásticos: no es provocador ni excéntrico, se ríe con facilidad y parece que se escondiera detrás de sus lentes de marco grueso y dentro de su chaqueta larga, neutra como el saco que usa debajo. No hay nada muy destacable de López si uno no habla con él, si uno no sabe quién es.

A sus 36 años, este bogotano de clase media tiene en su hoja de vida más de quince exposiciones individuales y más de cincuenta colectivas, en las que se incluyen varias bienales como la de Sao Paulo, ferias de arte internacionales como ARCO, las Art Basel de Suiza y Miami, ArtBo y ArteBA y uno que otro Salón Nacional. Su trabajo ha sido expuesto en el MoMA de Nueva York y forma parte de la colección del museo. Y en enero de este año fue la portada de la revista Art Review en el número que la publicación dedicó al arte colombiano.

López empezó dibujando objetos cotidianos con una línea tan limpia y precisa que cuestionaba la realidad: sillas, zapatos que se salían del papel, lápices, camiones y objetos personales. Luego recortó, pegó, armó y convirtió estos dibujos en objetos tridimensionales, en maquetas –un tajalápiz, unas reglas, un zapato y una calavera hechos de papel– que ocupaban los espacios de lo real. Su obra está compuesta por un montón de piezas que son ficciones, que hacen sonreír por su sola presencia.

“El dibujo es una idea que empieza en la cabeza, pasa por la mano, se dibuja, se recorta, se pliega, se arma y se vuelve un objeto tridimensional”, repite como un mantra.

En su primera exposición en la galería Casas Riegner, que desde 2006 se ha encargado de ser la casa de su carrera, López cuestionó la figura del artista y empezó a trabajar el espacio y el oficio mismo como obra de arte. Y así lo hizo también para la Bienal de Sao Paulo en 2010 con El palacio de papel: un poliedro de dos por tres metros de alto que contiene el mundo del artista, su estudio, sus objetos.

Y lo había hecho también al llevar su taller a cuestas por Colombia en el proyecto Diarios de Motocicleta (2007), un recorrido de dos meses, de 2.153 kilómetros, que significó un dibujo por el territorio, por el mapa del país. En el camino registró, habló con personas que pusieron en tela de juicio la labor del artista, hizo mapas del territorio y hasta un catálogo de las partes de la moto por si se averiaba. Este recorrido luego evolucionó en Viaje sin movimiento (2013), una instalación monumental que presentó en el MoMA de Nueva York en la exposición “A Trip From Here to There”, curada por Luis Pérez-Oramas. Otra vez, un espacio habitado, con huellas de un personaje que lo había hecho suyo, que abandonó latas de cerveza que hacían la veces de materas, más unos manuales de botánica, hojas rayadas y un televisor encendido que en loop mostraba un documental sobre ferrocarriles.

A mediados de 2012, López viajó a Johannesburgo como parte del programa de mentorías artísticas de Rolex. William Kentridge, el artista surafricano que el año pasado vino a Colombia con una inmensa exposición en el Museo del Banco de la República, lo escogió como protegido y lo recibió en su casa como a un amigo. “De Mateo me interesó su exactitud para el dibujo, su energía y eficiencia. Su trabajo es preciso y organizado y yo debía aprender de él. También vi lo receptivo que es para otras formas de trabajo: el dibujo, las instalaciones, el video y los viajes demuestran que tiene un interés por el mundo. Está dispuesto a abrirse al mundo y devorarlo, eso es primordial”, dice de él Kentridge.

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Casa desorientada, Mateo López, 2013.

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El año pasado estuvo en Bogotá presentando en el Jardín Botánico su Casa desorientada, un cubo de madera que flota en un pequeño lago del lugar. En su interior no hay muebles ni objetos abandonados, pero sí un espacio que puede ser habitado. Esta obra –realizada de la mano del arquitecto Lucas Oberlaender y que les valió un Lápiz de Acero y un premio en la XXIV Bienal Colombiana de Arquitectura en la categoría de Arquitectura Efímera en ambas ocasiones– nace de sus viajes entre Canadá y San Andrés, de una búsqueda del origen del papel y de las formas de la madera. La mostró por primera vez en el Art Basel (Suiza, 2013), pero allá, por cuestiones de logística, no flotó. Luego en el 43 Salón Nacional de Artistas de Medellín, también en el Jardín Botánico de la ciudad, flotó por primera vez, a la deriva, “como la vida del artista”, dice López.

Ese mismo año se mudó a Brooklyn porque su esposa empezó una maestría de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. Cuenta que estuvo ansioso al principio, que le costó dejar su casa-taller de Bogotá en la que había hecho una obra de siete meses. Dice que está encaprichado con los dólares y que le ha sorprendido lo obsesionados que están todos en esa ciudad con lo perfecto, con el plástico, con lo que carece de una huella humana, que, al fin y al cabo, considera tan importante en su obra.

También dice que tiene una doble personalidad: es rígido, pero también es torpe y olvidadizo. “Muy acorde a mi signo zodiacal, Libra, que es de aire”, dice en broma.

Es fetichista, le gusta coleccionar miniaturas, objetos viejos y alguna vez, hace muchos años, sorprendió a su compañero de cuarto al mostrarle que había reunido, a manera de colección, los lápices que este había mordido. Tiene una carpeta de dibujos que hacía de pequeño con su hermana Rosario, también artista, en los que aparecen helicópteros que disparan a tanques que disparan al piso. Y está convencido de que estos dibujos no valdrían un peso a pesar de que sus obras ahora pueden llegar a costar, fácilmente, 40.000 dólares. “No tienen la intención artística detrás”, dice.

“El dibujo es una idea que empieza en la cabeza, pasa por la mano, se dibuja, se recorta, se pliega, se arma y se vuelve un objeto tridimensional”.

¿Le han preguntado por qué se dedicó al arte?
Mi hermana Rosario cuenta, como en chiste, que ella es artista porque nuestra abuela hacía ponqués, que por eso ella hace esculturas.

¿Y usted?
Desde el colegio sentí que quería hacer algo creativo. Me gustaba dibujar, desbaratar cosas, volverlas a armar. Por esto la profesión que más me llamaba la atención era la Arquitectura. También es que había un montón de temor en ese momento de entrar a una carrera salida de las normas. Yo estudié en un colegio muy tradicional, el Gimnasio Moderno, y la mayoría de mis compañeros son abogados, ingenieros o economistas, aunque hay algunos que sí están haciendo literatura o periodismo, pero es atípico ser artista en ese contexto. Creo que en esa época no había tantas opciones. Estaban las mismas carreras de siempre, no como ahora que hay otras como cocina, danza, teatro...

¿Y por qué se pasó a Artes Plásticas en la Universidad de los Andes?
Cuando empecé a recibir las planas de Dibujo Técnico marcadas con círculos rojos para hacer notar los errores, pensé: “No, esto no puede ser así, no puede ser tan rígido”.

Desde hace unos años se profesionalizaron los oficios, pero estudiar Arte no lo hace a uno artista, ¿o sí?
Vea que cuando uno termina la primaria, uno se cree grande; cuando termina el bachillerato, se cree más grande. Cuando termina la universidad, se cree el mejor artista, el más conceptual.

No hay mucha humildad.
Es lo que pasa cuando uno ha terminado un proceso.

¿Le pasó a usted?
No sé. Yo nunca me he creído tan buen artista o tan buen dibujante.

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Mateo López. Foto por Paula Thomas.

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¿Recuerda cuándo empezó a estar convencido de ser artista?
¿Pero es que por qué no estarlo? Cuando uno ya lleva un tiempo de trabajo, ya tiene que saber, ya tiene que tener la claridad de lo que hace. Si alguien le pregunta, tiene que tener la certeza. Al comienzo cuesta trabajo, porque uno dice artista y se ríe, pero yo ya no me río tanto, porque llegan momentos en los que debo defender lo que hago. Mucha gente, en contextos tradicionales como Colombia, o Bogotá, no cree en el artista. Tiene una imagen del artista que no es.

¿Le ha tocado justificarse?
En el Museo de Arte Moderno de Medellín organizaron una exposición con el Citibank, con clientes élite, y me pidieron que estuviera presente, que hablara de la exposición. Ese día llegó un señor que, creo, era la primera vez que entraba a un museo o que iba a una exposición. Mientras yo hablaba, él me dijo “¿esto qué?”, y apuntó a una roca de grafito con la que estaba haciendo un dibujo en una pared. Yo le conté la idea detrás, la historia. Y en el siguiente, lo mismo, “¿esto otro, qué?”. En cada pieza necesitaba una explicación. Y luego me dijo: “¿Qué dicen sus papás de que usted sea artista?”. Yo no sabía qué hacer o qué responder. “¿Qué opinan de que tienen un hijo loco?”. Yo no fui capaz de contestar. Fue realmente atormentador porque no quería entrar en detalles ni tener que argumentar ni contar la historia del arte. No creo que tenga que hacerlo. Uno hace un esfuerzo con su trabajo para llegar al museo y resulta encontrándose con un personaje de estos que no entiende la lógica. Pero eso pasa mucho: la gente se queja de que no entiende, de que el arte es raro, pero si uno les pregunta a cuántas exposiciones han ido, no, no van. Solo asumen una posición crítica de “esto es bueno, esto es malo, esto es raro, esto no lo entiendo”. Pero a mí ya no me interesa dar esa pelea.

¿La tuvo que dar antes en su proceso?
En mi casa, en mi familia, me dieron la libertad de estudiar Artes y hacer lo que yo quisiera. Nunca lo cuestionaron. La verdad, no me siento en un momento en el que deba defender ante nadie por qué soy artista. Tengo un proceso de pensamiento, de construcción. No estoy improvisando y he buscado profesionalizarme.

¿Buscó la academia luego de estudiar en Los Andes?
Quise, pero no pude por el inglés. En la universidad tenía un requisito de idiomas y por cosa de un punto no lo pasé. Y lo hice tres veces. Luego me ofrecieron trabajo en la Tadeo y no pude trabajar porque no tenía grado. Entonces decidí hacer mi propia carrera y no creer tanto en los procesos y las formas. O las fórmulas de “usted tiene que graduarse, pasar por cierta universidad, cumplir ciertos requisitos”. Lo que hice fue arrancar a trabajar y trabajar. Construir. Y han pasado cosas. Siento que he aprendido más de la experiencia, los viajes y las situaciones reales –como los montajes que requieren que los problemas se resuelvan– que de todo lo que se habla en la academia.

¿Recuerda a algún profesor de la universidad que haya sobresalido, un maestro?
Lucas Ospina era muy bueno. Muy crítico. Era un personaje que nos hacía dudar de si éramos artistas o no. Me gustaba que a todo le ponía un toque de ironía. Me gusta esa ironía, me gusta crear ficciones, situaciones posibles.

Sin embargo, en su obra no hay mucho sarcasmo, ni cinismo...
Pero sí juega con la realidad, con lo que cada uno quiere creer. Está siempre la duda de qué es verdad y qué es falso. Si es una ilusión o si es una representación. Me gustan los pequeños detalles que hacen que cambie el significado de lo que está representado: si está hundido, si está medio dobladito, que tenga un guiño, un gesto. No es buscar la perfección ni la destrucción. Es buscar lo humano.

En términos de arte, ¿en qué se diferencia su generación de la anterior?
Mi generación, que es producto de la generación anterior, ha tenido la opción de poder mostrar más, quizás salir y exhibir en otros contextos. Respeto todo el trabajo de las generaciones previas porque es un trabajo increíble, pero que quizás no se ha visto tanto. Ese es un poco el boom o la sensación del arte colombiano: es una cosa que estuvo aislada, una caja llena de moho que de pronto se abrió y empezó a emanar un aroma extraño.

¿Y esa diferencia tuvo algún efecto en su formación o su decisión de hacer arte?
Siento que en la academia lo llenan a uno de temores y le dan una postura. Esta situación me hizo pensar en que quería trabajar, en que quería explorar mi propio trabajo sin ser guiado o determinado por una institución.

¿Recuerda el momento en qué tomó esa decisión?
Creo que fue el proyecto Adentro y en medio en la galería Casas Riegner, en el 2006. Estaba comenzando a trabajar y alquilé un taller en donde hacía ilustraciones para editoriales, encargos de dibujo, y con eso pagaba el taller. Hubo una sinergia interesante porque lo que iba recibiendo lo iba invirtiendo en el espacio, en los materiales. Por ejemplo, algunas ilustraciones se convirtieron en un escáner. Así ha sido siempre mi proceso, de ir construyendo. Apareció esta exposición y les propuse llevar el taller a la galería. Me aterraba la idea de hacer una exposición, no sabía qué hacer, porque el trabajo es la misma producción del trabajo. Les propuse entonces un ejercicio un poco absurdo, que era que no hubiera inauguración sino que hubiera un cierre en el que se podía ver lo que había sucedido en ese espacio temporal al que había llevado mi taller. Al final no funcionó porque no fue nadie. La gente va a las inauguraciones, pero no a los cierres de las exposiciones. Lo que más me gustó fue que dialogué con las personas que se acercaban y preguntaban cómo se hacían las cosas, o que hacían comentarios o críticas. Yo estaba ahí expuesto.

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Obra de Mateo López.

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Tengo la impresión de que usted no da muchas entrevistas.
No me gusta mucho la visibilidad propia. Me causa mucha timidez aparecer en los medios. Me parece bien que sea el trabajo el que tenga prioridad, no uno. Pero pasa acá en Colombia, bueno, en todas partes, que figurar tiene mucha importancia.

¿Y figurar, como dice usted, no beneficia en algo su trabajo?
El trabajo debe hablar por sí solo. No por lo escandaloso ni lo agitador o provocador que sea. El artista como provocador no me parece interesante. Pues hay cosas que pasan como provocaciones, pero no sirve que la imagen del artista sea prioritaria y el trabajo quede en segundo plano.

Dice que no le gusta exponerse por timidez, pero el momento decisivo de su carrera es cuando se expone a usted mismo, como en vitrina.
Había cierta ironía detrás de eso. No todo lo que sucede dentro del taller del artista es arte. Hay pedazos de madera tirados, lámparas, tazas sucias. Luego los proyectos se fueron conectando con esta idea.

¿Como por ejemplo?
Por ejemplo, después de esa exposición me invitaron a un encuentro de artistas en Medellín. A ellos les propuse hacer un viaje en el que iba a llevar mi taller en la moto. Ese proyecto se llamó Diarios de motocicleta. En ese viaje me encontré con los trenes, y de ahí se desprendió otro trabajo, Viaje sin movimiento, que es sobre los ferrocarriles en Colombia. Todos han sido encuentros en ese mismo hacer. Lo que sucede dentro del taller es igual a lo que sucede en la vida misma. Es la búsqueda de los intereses personales.

Son dos vidas que se vuelven una sola...
Yo sí creo que hay una dualidad: el artista y el personaje cotidiano. Yo quiero que se unan esas dos personalidades, que sean una sola.

Pero el resultado es otro personaje: el que dibuja dentro de la galería, dentro de la ficción...
Sí, sí, sí. Y eso también es parte del humor: creer pero no creer del todo. No comerse todo el cuento de cómo ser un artista, cuál es el papel del artista, cómo se comporta el artista.

¿Cuando hizo Diario de motocicleta qué se quedó por fuera, qué no se volvió obra?
La moto. Le tengo pavor al ready-made, al objeto encontrado que se convierte en arte solo por el lugar en que se muestra.

¿Por qué?
Soy escéptico al respecto. Creo que como artista contemporáneo uno es producto del ready-made, de Duchamp. Pero a mí me gusta pensar como el espectador común, que tiene una lectura de los materiales, del contexto. Me gusta hacer las cosas desde cero, que se conviertan en un ready-made. Y volvemos a la ficción, a la lectura y el gesto. En ese sentido, la moto no se podía volver una obra de arte.

¿Cuál fue la banda sonora de ese viaje?
Una canción de AC/DC que dice: “It’s a long way to the top if you want to rock-n-roll”. Es sobre la vida del roquero, del tour. También había mezclas extrañas que me daba el shuffle, que incluían rock, salsa, cumbia.

¿Cómo fue el proceso para llegar a la mentoría Rolex con Kentridge?
Hay un grupo de asesores que van buscando artistas y les proponen postularse. Luego de pasar filtros y filtros, quedan tres finalistas por área que se entrevistan con el mentor. Al final del año pregunté quiénes eran los otros dos finalistas. Una chica polaca y otra artista colombiana. Pregunté por qué no quedaron y luego de decirme dos cosas de cada una me di cuenta de que casi había sido por descarte. [Risas].

¿Qué lo sorprendió de Kentridge?
Es un artista que no me imaginaba. No es excéntrico, no es histérico. Es una persona común y corriente. No es controlador, trepador, ni un estratega. Yo he conocido muchos artistas así, que han perdido la noción de las cosas. Lo que vi en él fue la paciencia que se refleja en su trabajo. Sabe que van llegando las cosas sin forzarlas. Todo sucede dentro del taller y eso es lo más preciado. También me sorprendió la relación con sus colaboradores: tiene una red de trabajo basada en el respeto mutuo, en reconocer el talento de los demás.

¿Y del programa?
Es muy interesante. Pero me aterró el nivel de exposición. Asistimos a cenas en palacios, con celebridades. La majestuosidad de la plata es muy extraña para mí. Es claro que si a alguien lo coge mal parado esa situación, lo vuelve loco. Creer que la meta es la banalidad es muy raro.

¿Qué aprendió?
Puedo asegurar que el año que estuve con William fue más interesante que mis cuatro años de carrera universitaria. Ver cómo funciona su taller, entender la dinámica que hay detrás. Él me llevó a mi límite. Me puso a hacer cosas que yo no hago. Dejar de hacer dibujos precisos. Lo que hizo fue sacarme de la zona de confort. En algún punto me desesperé, obviamente, porque insistía en que probara otros métodos. Pero siempre fue respetuoso. No es que ahora haga mejores dibujos, solo que ahora sé cómo funciona la vida detrás de un artista como él, que al fin y al cabo es común y corriente. Es la vida.

CAROLINA VENEGAS KLEIN
FOTOS POR PAULA THOMAS
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 42 - JUNIO DE 2015

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