Sobre todo calma. Esa ha sido la fórmula –si es que en ella puede hablarse de una fórmula– con la que Graciela Iturbide ha enfrentado al mundo, lo ha recorrido y lo ha fotografiado.
“Hay tiempo, hay tiempo”, es el mensaje que había escrito en un papelito el gran Manuel Álvarez Bravo –uno de los fotógrafos latinoamericanos más importantes del siglo XX, que trabajó para los muralistas Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros– y que había colgado en una pared de su estudio. Y Graciela, que fue su asistente, aprendió esta lección, junto a tantas otras. “Manuel fue mi maestro en la vida. Me cambió la forma de pensar, me enseñó a ver las cosas desde tantos puntos de vista”.
Lo de la fotografía a Graciela le viene desde muy niña. Nació en Ciudad de México en 1942. Fue la primera de 13 hermanos y, sin duda, la más rebelde. Graciela se adelantó a su época. Le gustaban los retratos que les hacía su papá y devoraba, sin siquiera parpadear, las páginas de las revistas Life que llegaban a su casa, repletas de fotos sublimes y poderosas, en blanco y negro, que publicaban Cartier-Bresson, Alfred Eisenstaedt o Robert Capa.

Autorretrato en mi casa (CDMX, 1974).
Cortesía de Graciela Iturbide para Revista BOCAS.
Su más grande sueño –y aún hoy, tras casi cincuenta años de una carrera rebosante de éxito, lo anhela– fue ser escritora. Pero eran los años sesenta y setenta en un México machista y conservador recalcitrante. Las buenas mujeres no trabajaban, no estudiaban y pensaban poco. Su misión estaba en la casa. Únicamente en la casa. Y por mandato de su papá tuvo que hacer la carrera de educación, solo para cuidar bien de los niños.
Graciela se casó pronto, con la ilusión enorme de encontrar la libertad. Después se divorció, tal vez en busca de lo mismo. Y cuando sus tres hijos ya iban al colegio, se inscribió en la escuela de cine de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Graciela quiso ser escritora, pero la fotografía le cayó del cielo. Con ella ha podido caminar libre, sin el peso de los enormes equipos de cine y contar las historias que no pudo escribir; encontró la soledad, ese estado en el que siempre se ha sentido cómoda y contenta; ha conocido el mundo y sus culturas y ha dejado que sus obsesiones –pájaros, plantas, personajes– vivan sin tapujos. Con la fotografía pudo encarar a la muerte y dar esa batalla frente a frente, hasta quedar en paz con ella.
Por invitación del pintor Francisco Toledo llegó a Juchitán de Zaragoza, en el estado de Oaxaca, y convivió por años con sus mujeres –Juchitán es la región más feminista del mundo, allí solo ellas manejan la economía–, se vistió con sus ropas y celebró sus fiestas. Sus fotos, y esta es la más exquisita riqueza de su obra, no son las de un observador, sino las de alguien que viene de dentro. “Mis retratos son hechos con complicidad”, diría ella.
De aquellos años, que fueron muchos, nació una de sus más importantes y célebres series, así como el libro Juchitán de las mujeres, acompañado de un texto de su entrañable amiga Elena Poniatowska. Luego vinieron Los que viven en la arena, El baño de Frida, Pájaros… Vinieron los viajes infinitos por Panamá, Cuba, India, Bangladesh, Madagascar, Hungría, Alemania Oriental, París, Italia y Estados Unidos.
A las gentes sencillas no les gustaba que les hicieran fotos por el 'mal de ojo', pero yo me fui convirtiendo en su cómplice.
Vinieron con ellos las exposiciones en la Tate Modern de Londres, en el Museo Nacional de las Mujeres en el Arte de Washington, en el Museo de Bellas Artes de Río de Janeiro, en el Museo de la Fotografía de Japón, en el Centro Pompidou en París; los premios de la Fundación Hasselblad en Suecia, el Legacy Award del Smithsonian Latino Center en Washington, el Honorary Degree en fotografía del Museo de Fotografía Contemporánea de San Francisco, el Premio Trayectoria Artística del Chobi Mela VII del Festival Internacional de Fotografía en Daca; y los homenajes que no paran y que la convierten indudablemente en la fotógrafa mexicana viva más importante.
Y, sin embargo, ella sigue tan dulce, tan sencilla. Aún se ruboriza, como una niñita, cuando alguien suelta un piropo –más que merecido, sincero– por alguna de sus piezas. Es como si aún ahora, después de haber hecho con su vida cuánto se le antojó y nunca lo que le dijeron, no terminara de entender el peso enorme de su legado.
Su más reciente exposición fue Ofrenda, presentada en Ciudad de México, el pasado mes de febrero, para conmemorar los 75 años de la galería del Seminario de Cultura Mexicana…
Sí, fueron tres grupos de gente que fotografié durante los diferentes viajes que he hecho a la India y a Bangladesh. Estos viajes los he venido haciendo más o menos desde 2004, pero nunca antes había tenido la oportunidad de mostrar las fotos que allí había tomado. El primer grupo es de travestis o eunucos de la India. Son jóvenes que castran desde pequeños o que ellos mismos se convierten en mujeres para animar las fiestas y ganar un poco de dinero, porque vienen de una clase muy pobre. Son travestis guapísimas. Otro grupo es el de las prostitutas de Bangladesh. Son musulmanas y viven en una casa cerca de Daca, la capital. Le pedí permiso a la líder para fotografiarlas y me dijo que si ellas querían podía hacerlo. A las que me dijeron que sí, las fotografié con sus velos y sus saris. No en los cuartos, sino a la espera de clientes. A pesar de que cobran solo un dólar por cliente (algo que me pareció terrible), ellas no se ven tristes. Es una ciudad tan pobre, pero allí al menos tienen corderos y cabritas para comer y están bien atendidas. De verdad que no se veían tristes. El último grupo es el de los luchadores en Benarés, India. Ellos hacen un ritual y se ponen arena en los brazos. Luego salen a luchar en un campo que han limpiado. Tienen un gurú y esto es algo que hacen un poco como ejercicio. Son maravillosos.
Su método siempre ha sido el de acercarse a las comunidades, vivir con ellas, compartir el día a día, celebrar sus fiestas. ¿Así lo hizo con estas personas?
Durante muchos años en mi carrera, eso fue lo que hice. Me gustaba pasar mucho tiempo con las comunidades para conocerlas. Por ejemplo, en Juchitán de Zaragoza, en el estado de Oaxaca, estuve yendo y viniendo durante seis años, en los que pasaba largas temporadas. Es una comunidad indígena zapoteca, en la que las mujeres llevan la economía, dominan el mercado. Allí no pueden entrar los hombres, excepto que sean muxes [homosexuales]. Casi nadie ha podido hacer fotos en Juchitán, pero a mí, en cambio, estas mujeres me acogieron, me cuidaron y me invitaron a celebrar con ellas sus fiestas. A las gentes sencillas no les gustaba que les hicieran fotos por el “mal de ojo”, pero yo me fui convirtiendo en su cómplice. Ahora, lastimosamente, ya no tengo tanto tiempo como para vivir en los lugares a los que voy, pero a India y a Bangladesh he tenido la fortuna de visitar en repetidas ocasiones.

Nuestra Señora de las Iguanas (Juchitán, 1979).
Cortesía de Graciela Iturbide para Revista BOCAS.
En Juchitán, usted es más importante que el alcalde. La fotografía de Nuestra Señora de las Iguanas es casi el escudo de la región. Hay afiches que dan la bienvenida al pueblo con la imagen, ahora existe hasta una escultura.
No sé por qué hay imágenes que viven solas. No sé a qué se debe que esta foto la quiera tanto la gente. Estoy haciendo un libro chiquito sobre las imágenes que se vuelven íconos, como pasó con esta, de Sobeida Díaz, con la cual tuve el honor de ganar el Premio Internacional de Fotografía, otorgado por la Fundación Hassel-
blad [considerado el Premio Nobel de esta disciplina]. Si vas a Los Ángeles y a San Francisco puedes ver murales con esta imagen, hay afiches de homosexuales con las iguanas, de Marilyn Monroe con las iguanas, incluso sé de un joven que la lleva tatuada. Pero no puedo decirte a qué se deba, pero me honra muchísimo, me gusta que la gente la quiera.
Esta imagen es perfecta. ¿La foto fue producida? ¿Usted le pidió que se pusiera las iguanas?
No, para nada. Yo nunca pienso en un retrato antes, a menos que sea algo más personal. Yo tomo lo que me gusta, en ese sentido soy muy egoísta. Y por lo general, los retratos que hago los tomo por complicidad.
Otra de sus imágenes icónicas es “Mujer ángel”. Hábleme de esta fotografía.
Esa foto es de la serie de los seris, tomada en el desierto de Sonora, al norte de México. En la fotografía se ve una mujer en el desierto cargando una grabadora. El aparato se lo habían regalado los norteamericanos a cambio de artesanías. Lo cierto es que yo no recuerdo jamás haber tomado esa foto. Esa es una de mis imágenes favoritas porque siento que me la regaló el desierto.
Hablemos de sus influencias. La más grande sin duda fue su padre…
Sí, mi papá era un fotógrafo aficionado y yo creo que de ahí me viene todo esto de la fotografía. Yo incluso me robaba las fotos que él nos hacía y hasta algún regaño me gané por eso.
Y era también un fanático de las revistas…
Sí, recuerdo que a mi casa llegaban National Geographic y Life. A mí la National Geographic no me gustaba, pero la Life sí que me encantaba. Pero en esa época ni cuenta me daba de quiénes trabajaban ahí, yo en la mayor ignorancia veía sus páginas y me encantaban. Luego fue que descubrí a Cartier-Bresson y todos esos fotógrafos.
Una parte importante de su infancia la pasó en el internado del Sagrado Corazón, un colegio para niñas de clase alta. ¿De ahí viene esa serie de vírgenes y angelitos de pueblo?
Sí, ahí estudié. Era como llevar una vida de novicia, en la que no podía ni hablar con mis amigas. Pero había una gran biblioteca y fue allí donde conocí a los grandes autores que me encantan y donde aprendí de la soledad, que siempre me acompaña. En esa escuela nos vestían a las estudiantes de vírgenes y de angelitos, por eso después quise hacer una serie que se llamó “Recuerdo de infancia”, en la que me iba a las fiestas de los pueblos a tomarles fotos a esos niños que vestían como a mí. Es una serie hecha desde la nostalgia.
¿Y le quedó algo de religioso?
No, para nada. ¡No creo en nada! Eso sí, me gusta la parafernalia de la Iglesia católica. Y me gustan más las celebraciones que tienen que ver con las fiestas prehispánicas. Por ejemplo, hay un ritual en el que sacan un muñeco de una muñeca, simulando un parto, y este cae en la pañoleta de la Virgen de Guadalupe. Esas costumbres, como parte de la cultura, me parecen muy lindas.

El señor de los pájaros (Nayarit, 1995).
Cortesía de Graciela Iturbide para Revista BOCAS.
Sin embargo, su hermano Luis la recuerda ayudando a su mamá a decorar la casa en Navidad…
Pues yo no me acuerdo de eso. Quizás lo hice, pero desde que me casé nunca celebré la Navidad. Pobres de mis hijos, si acaso alguna vez llegaron con un arbolito y medio lo armamos. Pero en mi casa no se celebra Navidad ni nada de eso. Odio esas fechas, como el Día de la Madre, porque son puro consumismo.
De su casa salió rápido…
Yo quería estudiar filosofía y letras, pero no me dejaron porque mi familia era tremendamente conservadora. Para mi papá, las mujeres no debían estudiar, debían quedarse en la casa, cuidando a los hijos, siendo sumisas y ya está. Así que me casé lo más pronto posible. Según yo, estaba muy enamorada, pero a lo mejor, inconscientemente, lo que quería era ser más libre. Me casé con un hombre liberal, por fortuna, quien me apoyó muchísimo cuando quise estudiar. Escuché en la radio de una escuela de cine y me inscribí en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Autónoma de México.
A pesar de que sus fotografías son casi como películas completas, usted el cine como tal lo dejó…
Sí, porque en el cine de esa época había que cargar con equipos muy pesados, luces, muchísima gente. A mí me gusta la soledad, por eso soy fotógrafa.
Incluso logró escabullirse de la industria que le pedía que fuera actriz…
Hice una película: Los nuestros, que fue la ópera prima de Jaime Humberto Hermosillo. Ese año [1969] me gané el premio a mejor actriz, pero no puse mi nombre porque a mi familia le hubiera dado un patatús. Usé el nombre de mi personaje. Yo era la protagonista, pero la verdad es que solo actué porque quería aprender a dirigir. Eso sí, ni el ambiente del cine ni el sindicato me gustaron.
Soy feminista: estudié, me divorcié, rompí con los patrones y las reglas de mi familia. Pero mi fotografía no lo es.
Una de las tantas fortunas que ha tenido en su vida fue la de conocer al fotógrafo Manuel Álvarez Bravo –uno de los más grandes fotógrafos y cinefotógrafos mexicanos que compartió exposiciones con Henri Cartier-Bresson y trabajó en rodajes junto a Luis Buñuel– durante su época de estudiante…
Sí, tuve la fortuna de ser su achichincle [asistente] en clase, pero siempre digo que él no fue mi maestro en la fotografía, sino en la vida. Él me enseñó a liberarme, a entender la vida. Era tan poeta, tan fino, sabía tanto de arte popular, pero arte popular real no solo de artesanías. Con Manuel oíamos música clásica en las tardes. Veíamos pinturas de Francisco Goya y grabados japoneses. Me enseñó a apreciar la vida desde muchos puntos de vista, a tener paciencia. Me decía “Graciela, hay tiempo. Hay que hacer las fotos con tiempo”. Agradezco todo lo que me enseñó porque fue fantástico. ¡Lo extraño muchísimo!
Lo único que no le enseñó fue a revelar los rollos…
[Risas] Es cierto, yo le pregunté alguna vez: “Maestro, ¿cómo se revelan los rollos?”. Y me contestó: “¿Sabe qué Graciela? Compre un rollito de Kodak, lea las instrucciones y hágalo así. Le va a quedar perfecto”.
¿Sigue revelando sus fotos así?
Sí, sigo trabajando en análogo. Para mí es un ritual impresionante revelar mis fotos, ver los contactos, decidir qué quiero. Sigo trabajando en blanco y negro. Como decía Octavio Paz: “La realidad es más real en blanco y negro”. Lo que pasa es que como fotógrafa estoy deformada y solo veo la foto en esos dos colores.
¿Cómo decide qué foto quiere hacer?
Tomo lo que me sorprende. Cuando viajo, no pienso en hacer series, voy fotografiando lo que veo, lo que me encuentro. Cuando llego a casa, lo acomodo en cajas según lo que sean: pájaros, gentes, plantas, paisajes…
¿Alguna vez se metió en algún lío por tomar una foto?
No, nunca, porque siempre pido permiso. Además, nunca he tomado fotos de la guerra. No podría, porque soy muy torpe. Una vez en Juchitán se armó una balacera y me salvé de milagro. Yo andaba tan tranquila tomando fotos, distraída, que si no me toman del brazo, me matan. Admiro a la gente que hace fotografía de guerra, pero yo no podría.
Cuando usted estaba trabajando de la mano de Manuel Álvarez Bravo, tuvo que pasar por una tragedia terrible: la muerte de Claudia por meningitis, su hijita de seis años. ¿Cómo sobrevivió?
Gracias a la fotografía. Podrá imaginarse que casi me vuelvo loca, me deprimí muchísimo, pero quizás su muerte me ayudó a meterle más fuerza a mi trabajo como fotógrafa.
¿Desde entonces tuvo esa relación tan cercana con la muerte? Usted la ha fotografiado una y otra vez…
Sí, me obsesioné con fotografiar eso que llaman angelitos [ataúdes de niños muertos] en los cementerios, hasta que un día me encontré en la entrada del cementerio con un cadáver en el suelo que estaba mitad vestido, mitad desnudo y su rostro estaba comido por los pájaros. Ese día sentí que era la mismísima muerte la que me decía que ya estaba bien. Me di cuenta de que tal vez yo estaba exagerando. Ahora me gusta fotografiar a la muerte, pero fiestera. Ya ve que para los mexicanos la muerte es muy así.

Autorretrato con serpientes (Oaxaca, 2006).
Cortesía de Graciela Iturbide para Revista BOCAS.
Usted siempre fue una rebelde para su época. Cuando era impensable, se divorció. Lo cual, por supuesto, fue un golpe duro para su padre. ¿De qué vivió para poder ser fotógrafa en aquella época sin el apoyo de su familia?
Nunca me faltó nada. Por un lado, Francisco Toledo [el famoso pintor de Juchitán] me dio algunas de sus obras para vender y así yo podía comprar rollos. También trabajé en una revista que se llamaba Mundo médico, donde me pagaban un buen sueldo por hacer todas las fotos de la revista. Recuerdo que mis hijos me decían: “Aquí no hay tanta comida como en casa de papá”. Yo les contestaba: “Pero hay rollos” [risas]. No estábamos tan mal, la pasábamos bien.
La fotografía, usted ha dicho, ha sido su excusa para conocer el mundo. Pero no solo ha tenido la oportunidad de viajar muchísimo y conocer lugares, también ha tenido la oportunidad de conocer a grandes personalidades. Por ejemplo fue muy amiga de Gabriel García Márquez…
Sí, a Gabriel lo quise muchísimo, así como también quiero mucho a sus hijos, Rodrigo y Gonzalo. Me invitó a ser jurado de su fundación en Cartagena. A Gabriel le agradezco inmensamente que me haya regalado un texto lindísimo para mis fotos del general Torrijos. ¿Sabe? Al general y a su familia tuve la oportunidad de conocerlos muy de cerca. Yo en Panamá conocí a la derecha y a la izquierda.
¿Gracias a Gabo también conoció a Fidel Castro?
Un día estaba en casa de Gabriel, en La Habana, con Mercedes y Pedro Meyer [también fotógrafo], que era mi compañero, y Fidel llegó. Estuvimos hablando cerca de tres horas. En ese momento me pareció un hombre sencillo, de personalidad seductora. Me pareció lindo conocerlo y me invitó a quedarme más tiempo en Cuba. Voy a decirle, yo adoro a Cuba, fui procubana mucho tiempo, pero ya no. Desde que él empezó a meter presos a los poetas e intelectuales y acabó con tantas libertades, pensé que no estaba bien. No estoy de acuerdo con lo que él hizo.
¿Pero usted es de izquierda?
Yo era en esa época una niñita, una burguesa, que creía sobre todo en el Partido Comunista. Para ese entonces no tenía la capacidad de dar una opinión a conciencia, como la que puedo tener ahora. Soy de izquierda, liberal, pero tengo mis críticas también.
Pero como fotógrafa, ¿ni política ni feminista?
Por el trabajo que hice en Juchitán, mucha gente me califica como feminista. Yo creo que sí, soy feminista: estudié, me divorcié, rompí con los patrones y las reglas de mi familia. Pero mi fotografía no lo es. Soy mujer, madre, abuela, así que mi trabajo es femenino, pero no es feminista ni tampoco político. Soy una gente politizada, pero mi intención en el arte no es política ni matriarcal.

Autorretrato en el campo (Pachuca, 1996).
Cortesía de Graciela Iturbide para Revista BOCAS.
De tantas personalidades que ha fotografiado, ¿cuáles han sido más especiales?
El general [Ómar] Torrijos, porque trabajé mucho tiempo en Panamá. También Vargas Llosa; Gabo, por supuesto. Pero sobre todo a [Francisco] Toledo, porque es mi cómplice. Incluso, inventa poses, lo cual es maravilloso. Es mi sujeto preferido de la fotografía. Toledo se parece a Álvarez Bravo en su sencillez y en su inteligencia.
Con sus autorretratos, por ejemplo, es fácil pensar que su obra es surrealista, aunque a usted no le guste el término.
No, me choca, al igual que eso del “realismo mágico”. Ese es un invento de los franceses, que son paternalistas. ¿Qué tiene que ver [Juan] Rulfo con [Mario] Vargas Llosa o con [Gabriel] García Márquez? ¡Nada! O ¿qué tengo que ver yo con [André] Breton, que es genial, pero es un dictador? ¡No tengo nada que ver! Categorizar a un artista es quitarle su autonomía.
¿Cómo define entonces su fotografía?
Normal. Yo trato de contar historias y retratar la dignidad de las personas. Nada más.
Sin embargo, ha tenido épocas un poco más abstractas…
La vida misma me ha llevado a eso. No puedo hacer siempre lo mismo, cada vez hay cosas nuevas que me sorprenden. Hubo momentos en que los pájaros me obsesionaron. También, las plantas. Fue Francisco Toledo quien me dijo que debía ir a visitar el jardín botánico en Oaxaca, porque tenían a las plantas en terapia. Y así fue, quedé maravillada con ese paisaje de plantas, que vestían velos y amarres. Hay que ver qué finos son los campesinos, con ese buen gusto que trabajan.
Volvamos a sus autorretratos…
Mis autorretratos los hago de vez en cuando y son algo muy instintivo. No sé por qué los tomo así. El de las serpientes saliendo de la boca lo hice durante una época en la que estaba yendo a psicoanálisis. Supongo que no había resuelto aún lo de la muerte de mi hija Claudia. Yo lo relaciono con aquel hombre del cementerio.
Usted ha expuesto en el Centro Pompidou de París, en el Museo Paul Getty de Los Ángeles, en el Museo de Arte Moderno de San Francisco, en Bellas Artes de Buenos Aires y en tantos lugares increíbles ¿Cuál es el museo donde se ha sentido más feliz de exponer?
El lugar que más quiero de donde he expuesto mi trabajo es la Casa de la Cultura de Juchitán. Es un lugar al que siempre vuelvo.
¿Así como siempre vuelven las fotos a quienes se las tomó?
Así es. Me gusta entregar las fotos a las personas. Recuerdo que después de hacer el trabajo de los seris, volví y les puse todas sus fotos en una pared, en la Casa de la Cultura. Ellos, que lo que habían visto antes eran puras polaroids, que son en color, me dijeron “no gusta, no gusta”. Yo apagué la luz, cerré el cuarto y me fui miedosa. Pero al día siguiente volví y vi que cada uno había regresado por su foto. Así que, bueno, a lo mejor, después de todo, sí les gustaron.
En mayo, visitará Bogotá…
Sí, estoy muy emocionada de ir a Colombia para exponer en FotoMuseo. Voy a presentar la serie de pájaros y de plantas.
ADRIANA RESTREPO
FOTOS: GRACIELA ITURBIDE
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 61 - MARZO 2017

"El ojo de Graciela". Entrevista con Graciela Iturbide en la edición 61 de BOCAS.
Revista BOCAS
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