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Las máscaras de Julián Román
Julián Román portada

Antes de cumplir un año apareció en televisión, antes de cumplir diez actuó en una película de Sergio Cabrera y hoy no ve la hora de volver a pisar las tablas de un teatro.

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Ricardo Pinzón

Las máscaras de Julián Román

Uno de los actores más icónicos de la televisión colombiana en entrevista para BOCAS

A los once años, Julián Román ya se iba solo a sus clases de actuación.

El joven actor, que vivía en Fontibón con sus abuelos, madrugaba todos los sábados y domingos para ir a la Escuela Distrital de Teatro Luis Enrique Osorio, que quedaba en el sótano de la avenida Jiménez con Séptima. Un día le pidió a su abuelo que lo dejara ir solo, pues no quería molestarlo todos los fines de semana.

“Mi abuelo me confesó una cosa hace poquito”, dice hoy, mientras recuerda la escena de hace casi treinta años. “Él me dejaba en el colectivo, pero después paraba cualquier taxi y le pedía al conductor que siguiera el bus en el que yo iba. Ya cuando me veía entrar, cogía su colectivo y se devolvía para la casa. Pero yo no sabía eso, yo juraba que por irme solo ya era grande”.

Después de las clases –en las que leía a Kafka y hacía ejercicios con obras de Chéjov y de Shakespeare– caminaba unas cuadras con su papá, Edgardo Román, hasta el Teatro Popular de Bogotá, y mientras Edgardo dictaba clases, el pequeño conocía el otro lado del teatro: se subía a las luces y se metía tras bambalinas para saber cómo se hacían los efectos sonoros. Después replicaba esas técnicas en su colegio: para él, la actuación era un juego.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

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A pesar de ser solo un niño, Julián ya tenía experiencia en actuación. En 1977, antes de cumplir un año, su papá se enteró de que en la telenovela Recordarás mi nombre necesitaban con urgencia un bebé para una escena y decidió prestarles a su hijo a los productores. Ya más grande, hizo papeles de apoyo en series como Dialogando y para la época en que iba solo a sus clases de teatro, ya había trabajado en cine para la película Técnicas de duelo, que Sergio Cabrera grabó en Barichara. Después de eso han sido decenas de papeles en series, telenovelas y películas: Francisco el matemático, Los reyes, Los tres caínes, Guajira, Golpe de estadio, La semilla del silencio, Retratos en un mar de mentiras y Hasta que te conocí, la miniserie en la que interpretó a Alberto Aguilera –Juan Gabriel–, el papel por el que últimamente lo felicitan por la calle.

Ahora, Julián se la pasa entre México –donde vive su novia, Ana Serradilla– y Bogotá. Cuando habla de sus sobrinos es tanta la emoción que pareciera que fueran sus hijos. Acaba de llegar de Yopal, Casanare, donde está grabando El comandante, una biografía de Hugo Chávez protagonizada por Andrés Parra y en la que él tendrá un papel secundario: cada fin de semana, ambos actores intentan salir a dar una vuelta en bicicleta por los llanos orientales. El ciclismo es su gran pasión: “Soy muy hincha del ‘Chavito’”, dice, y luego rasga la voz para añadir: “y del América de Cali: ¡hay que estar ahí hasta que salgan de la B, hijueputa!”.

Después de la entrevista, el fotógrafo le pide salir a un patio descubierto, quiere tomarle unas fotografías bajo la lluvia. Julián no tiene ningún problema en salir y mojarse. Bajo los goterones empieza a ensayar gestos, a gritar; luego hace cara de bravo, de niño asustado, de hombre pensativo: está a punto de cumplir cuarenta años y pareciera que el que mira hacia el cielo es Byron, el personaje de Francisco el matemático que interpretó hace casi 15 años: los ojos grandes y negros, la mandíbula cuadrada, el pelo chuto, un poco aplacado por la lluvia. Ahora mira hacia la cámara y simula una carcajada: no parece de cuarenta, es un joven que está jugando a ponerse mil máscaras.

Usted lleva toda la vida actuando. ¿Cuál es el primer papel del que se acuerda?

Tenía como cuatro, cinco años, y tuve un papel en una serie que se llamaba Dialogando. La televisión se hacía como el teatro: el lunes había lectura; el martes, ensayo; el miércoles, prueba de vestuario; el jueves, ensayo con vestuario; el viernes por la mañana, ensayo general, y el viernes por la tarde, grabación. Era superchévere. Mi personaje se llamaba “niño que juega con los papás muy pobres”, entonces mi abuelo, que estaba muy emocionado, me hizo un carrito de madera. Las llantas eran tapas de gaseosa. Yo lo metí en la escena y el director se puso feliz por verme jugar con el carrito. La pasaba increíble.

Vivía en Fontibón con toda su familia…

Éramos mi tío, su esposa y mis tres primos; mi papá, mi mamá, mi hermana y yo; mi abuelo y mi abuela. Eso era un parche, era una casa gigante. El recuerdo más bonito que tengo es ir a mercar. Mi abuelo, que era un genio con las manos, hizo un carro de balineras gigante, entonces el plan era ir andando por Fontibón hasta llegar a la plaza. Mi labor era vigilar: yo me quedaba en el carro y mi abuelo iba y traía las fresas; luego se volvía a ir por las papas, y así. Cuando llenábamos el carro para toda esa tribu, nos devolvíamos a la casa.

¿Cómo veía cuando era chiquito el trabajo de su papá?

La casa de Fontibón era un miniteatro. Ir a la casa era maravilloso porque en el patio hacían escenografía, vestuario, ensayaban… Estaban los amigos de mi papá: llegaban Jorge Alí Triana, Carlos José Reyes, una gente de un peso intelectual impresionante. Pero yo tengo un recuerdo maravilloso y es ver a mi papá preparar a Gaitán. Yo llegaba del colegio y escuchaba a Gaitán en el patio; ahí estaba mi papá solo, con los libretos, escuchando una grabación. Entonces empezaba a ensayar, a buscar el tono de la voz, y yo me quedaba ahí, escuchándolo por horas.

A los diez años actuó en Técnicas de duelo, de Sergio Cabrera. ¿Qué recuerda de eso?

La película se grabó en Barichara. Mi papá hacía un personaje, pero él se tuvo que devolver a Bogotá y me dejó ahí casi todo el mes. Fue increíble porque entendí cómo era el cine. Es que yo venía de hacer televisión con Inravisión, pero de pronto veo una cámara gigante y empiezo a entender cómo era el lenguaje del cine. Yo iba al set y miraba cómo dirigía Sergio y cómo Humberto [Dorado] y Frank [Ramírez] discutían los textos que iban a decir. Después me aburría y me iba a jugar o a cazar sapos con los niños del pueblo.

¿Qué tipo de niño era Julián Román? ¿Muy montador y “casposo”?

No, yo era un niño nervioso, tímido, muy correcto. Eso es algo que me hizo sufrir en el colegio, pero que hoy agradezco. Mis primos eran los que se robaban las fresas, pero yo no era capaz, a mí me daba miedo. A mi primo Henry lo mandaban a comprar pan y él me llamaba a mí y me decía: “Que mi abuelo le manda a decir que vaya por pan”. Yo iba y cuando volvía me decía: “Venga yo le entro el mandado”. En un país como este ser correcto es ser bobo, y ser abeja es una nota. Pero uno no se debe olvidar de que realmente ser abeja es ser un hampón.

¿Y dónde estudiaba?

El colegio se llama Gimnasio Académico de Fontibón. Ahí hice la primaria y el bachillerato, casi me sacan con pensión. Perdí dos años por andar haciendo teatro y televisión, tenía muchos problemas.

¿Cómo así?

Imagínese, yo a los doce años leyendo Heiner Müller, David Mamet… Me acuerdo que a los once años leí algo de Kafka. Pues claro, yo empecé a tener una cantidad de inquietudes y me volví el incómodo del colegio.

¿Por estar un paso adelante o qué?

No, ni siquiera. Por ejemplo, me acuerdo de una reunión de mi papá. Él estaba con Frank Ramírez echándose unos whiskys y fue la primera vez que escuché que Colombia era un Estado laico. Entonces pregunté que qué era eso del Estado laico, y ellos me explicaron. Después empezó el año y había clase de religión, pero a los tres días la segunda clase de religión fue la misma vaina. Entonces yo fui y le dije al rector: “Ustedes no nos están dando religión, sino catolicismo”. Y el tipo: “Pues le toca”. Yo averigüé y dije: “Perdón, pero este es un colegio laico, ustedes no nos pueden dar religión”. Yo era un tipo incómodo: montaba El Quijote, pero a Sancho Panza le poníamos el nombre del profesor de Química. Sentí el colegio como una época muy ruda porque entendí a las patadas lo que es la sociedad colombiana, lo que es pensar diferente, lo que es ser actor… Me trataban mal, los profesores no me bajaban de payaso. ¡Y mire que sí, solo serví para payaso!

Casi siempre los hijos se resisten frente al oficio de los papás, pero en su caso fue al contrario y estuvo en escuelas de teatro desde los ocho años. ¿Qué le gustaba de ese ambiente?

Imagínese ver al papá todos los días jugando… ¡Era una nota ese trabajo! Yo de chiquito me metía tras las bambalinas del TPB y veía a mi papá poniéndose el bigote falso, a Rafael Bohórquez haciendo efectos especiales con cajitas y con láminas de aluminio… Era maravilloso. Yo todo eso lo llevaba al colegio. Cuando hacíamos obras, yo ya sabía cómo eran los truenos, la sangre. Era juego tras juego.

¿Recuerda su primer sueldo como actor?

¡Uy, no! Espérese pienso… Cuando estaba en el colegio, en décimo, hice El hijo de Nadia y me llegó mi primer sueldo. ¡Juepucha, casi me enloquezco! Era 1993 y me ganaba 450.000 pesos al mes. ¡Mi papá me daba 25.000 pesos semanales y yo me gané 450.000! Eso era mucha plata. Hasta montamos una obra de teatro en el colegio y yo puse el vestuario para todos los amigos.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

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¿Y qué pasó cuando se graduó del colegio? ¿Estudió algo?

Yo me metí a estudiar Comunicación Social a la Javeriana, pero el primer día me llamó Pepe Sánchez y me dijo: “Se me cayó un personaje, para una novela que se llama Guajira y, como su nombre lo indica, ¡nos vamos a La Guajira!”. Ocho días después estaba en las minas del Cerrejón haciendo una novela, no volví a la universidad.

Cuénteme de Byron, el personaje que hizo en Francisco el matemático.

¡Un mito urbano! Con Francisco pasó una cosa maravillosa y es que ese personaje era todo lo contrario de lo que yo había sido en el colegio, entonces fue una manera de explorar todo lo que yo había querido ser: el matoncito, el que hace bullying, el que tiene la novia, el que mira rayado al profesor… Y como yo venía de Fontibón, el Jimmy Carter y mi colegio eran muy parecidos, tanto que fue la primera vez en que me basé en un personaje real para hacer a ese personaje.

¿En quién?

Era un hampón de mi colegio, malaonda, malaclase. Era de los grandes de mi salón, todos le teníamos miedo. Pero Byron se volvió un personaje superpsicológico: los libretistas se metieron de cabeza en el suicidio de adolescentes, en el embarazo de adolescentes… Eran temas que siempre se tocaban de una manera delicada, pero ellos escribieron capítulos enteros sobre las depresiones de Byron. Yo quise muchísimo a ese personaje, la pasaba muy bien, y cuando terminamos fue un momento triste porque yo sentía que podía durar un poco más explorándolo.

¿Qué hacía cuando no le salía trabajo en televisión?

Hice de todo. Trabajé en un teatro que se llama La Carrera, donde hice unas obras muy difíciles para mí porque no me identifico con las comedias ligeras. No es por mamerto, sino porque realmente no entiendo ese humor, me cuesta ser chistoso o divertido ahí. También fui asistente de mi papá en la escuela de teatro de él. Fue una época difícil. Tenía 24, 25 años, llegaba a la escuela a las siete de la mañana y me iba a las diez de la noche, todos los días. Monitorear clases me aburría sobremanera, yo creo que nunca voy a dictar una clase porque la paso muy mal. Me acuerdo que los alumnos de esa época le decían a mi papá: “No deje a su hijo monitoreando que ese man es de mal genio, se la pasa bravo”.

Leí que ha hecho más de cuarenta obras de teatro. ¿Está con alguna compañía?

Yo todos los años hago teatro, este ha sido el único en que no he hecho nada. Pero la televisión me fue llevando hacia otro lado y para mí es imposible estar en alguna compañía de teatro estable. Las cosas que yo he hecho en teatro han sido muy específicas, he trabajado más con el Teatro Nacional y con Fabio Rubiano, por ejemplo.

El año pasado trabajó con él en Venus en piel…

Trabajar con Rubiano es increíble porque sus obras se vuelven un taller de actuación. Todas las obras que ha hecho tienen una sensibilidad nacional muy grande. Se acerca a lo cotidiano y al dolor del país y hace unas obras increíbles. Lo de Labio de liebre es la cosa más dolorosa y hermosa que haya podido escribir ese señor. La he visto seis veces y las seis he dicho: “¡Puta, por qué no estoy en esa obra!”.

Su Instagram está lleno de fotos de bicicletas. ¿Es una afición reciente o la tiene desde que era chiquito?

No, fue un descubrimiento de grande. Yo tengo una todoterreno desde hace como veinte años, pero tuve la gran fortuna de conocer a mi amiga Catalina Orrego. Un día, hace como diez años, la escuché diciendo que ella subía a Patios y le dije: “Venga, yo quiero subir”. Me dijo: “Lo espero a las cinco y media de la mañana”. Yo llegué en mi todoterreno con camelback, linterna, agua… ¡La pasé fatal! Ella subía, bajaba, me esperaba. Hasta que un día me convenció de comprar una bicicleta de ruta y mi vida cambió.

¿Por qué?

Es que la bicicleta es una terapia. Yo nunca aprendí a meditar, pero en la meditación siempre decían que el secreto era estar presente. La bicicleta en mi vida se volvió eso: uno en la bicicleta tiene que estar presente, porque cuando uno está montando y se pone a pensar en el recibo de la luz, sale un perro y uno se mata. Hay que estar presente, pedalear, mirar cómo se está respirando, cómo va el corazón, ver el carro que se atraviesa. Son dos o tres horas de concentración.

Hablemos de su papel más reciente. ¿Cómo estudió a Juan Gabriel para meterse en ese personaje?

Conocí a Israel, un bailarín que me dio unos tips buenísimos sobre los gustos de Juan Gabriel a la hora de bailar, que parten de una postura como la del flamenco; ese trabajo me sacó del juego de la imitación y pude entender cada movimiento. Además, la producción grabó cinco entrevistas de tres o cuatro horas cada una. Era muy bonito porque la productora era muy amiga de él, entonces era ver a dos amigos hablando.

Quince horas de material… ¿Qué le llamó la atención de eso?

Muchas cosas. Cada vez que empezaba la entrevista, podía ver el cambio de Juan Gabriel a Alberto Aguilera. Él empezaba como Juan Gabriel y decía: “Si no hacen silencio, no hablo”. Estaba el divo, y a medida que avanzaba la conversación el divo se iba a dormir y llegaba Alberto, que era un tipo muy introvertido y sensible. Empezaba a acordarse de Parácuaro, de cuando pasaba días enteros sin comer, y empezaba a llorar. Entonces decía: “Es que el verdadero problema de la gente es el hambre, la gente es mala porque come mal. Si tú tuvieras nutrientes no tendrías que hacer cosas malas”, y lloraba. Yo veía eso y decía: “¿Como un tipo tan frágil emocionalmente es este monstruo que se para en un escenario y mantiene a ochenta mil personas durante seis horas cantando y bailando?”. ¡Y cuando se bajaba, era un tipo supersolo! En la entrevista dice: “No tengo amigos, no confío en la gente. Mis amigos me duran un mes. Yo dejo de hablar con amigos porque les pongo cita el lunes a la una y me llaman a las dos a decir “llego a las dos y media”, entonces les dejo de hablar porque me parece una falta de respeto que me dejen esperando. Fueron dos meses de eso, de ver videos y de escuchar todas sus “rolas”, como dicen los mexicanos.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

Julián Román. Foto Ricardo Pinzón.

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¿Descubrió canciones? ¿Discos viejos?

Hace poco me pasó: encontré un disco donde al final hay una llamada telefónica. “–¿Aló? –Sí. –Quién es. –Juan Gabriel. ¿Quién habla? –Alberto. –Ay, Alberto, ¡qué buen disco! Muchas gracias. –No, Juan Gabriel, gracias inmensas a ti”. Yo me enloquecí cuando encontré eso.

¿Se obsesionó con el personaje?

Más que obsesionarme, yo diría que fue muy parecido a lo que hice en Los tres caínes, cuando hice a Carlos Castaño. La diferencia es que este papel es agradecidísimo, el de Carlos Castaño era horroroso por lo que tocaba investigar. Yo trato de no juzgar a los personajes, esa sí es una obsesión mía. Con Carlos Castaño me costó muchísimo no juzgarlo y entenderlo, o sea, entender a un man que se inventó unos crematorios en el Cesar porque decía: “Sale más barato cremar que enterrar”. Y al mismo tiempo tenía dos hijos, y sufría por su familia. A lo que voy es que el trabajo que hice con Juan Gabriel fue muy parecido al que hice con Carlos: más que obsesionarme entré en una cotidianidad con ellos.

¿Cómo fue eso de la amenaza por interpretar a Castaño?

Me mandaron mensajes por Twitter y después llegó una carta a mi casa escrita a máquina, con nombres de familiares, diciendo que si yo no me retiraba de la serie, me mataban. Pero lo que más me dolió fue una carta abierta que me mandó la Asociación de Madres de Víctimas y Desaparecidos, porque eso me mostró que en este país las víctimas también tienen un juego y un lenguaje muy violento. Fue agresivo porque yo había trabajado con ellos y de pronto ponen una carta abierta diciendo que yo me estaba lucrando con el dolor de ellos. Además, ¿yo por qué tenía que explicar que soy un intérprete que no tiene nada que ver con Castaño? A mí me decían: “Es que ustedes están lavando la imagen de los paramilitares”; y no, yo no estaba lavando la imagen de nadie. Después cayó todo el mundo a decir que esas historias no hay que contarlas, y yo: “¡Claro que hay que contarlas! ¡Hay que contar nuestro pasado reciente para saber en qué estamos!”.

¿No cree que hay una cierta resistencia a conocer la historia?

Es muy chistoso porque la gente dice: “Estamos mamados de las narcoseries, ni que nosotros fuéramos un país donde solo se vende droga”, pero uno se pone a mirar y sí: se vende mucha droga. “Nos hacen quedar como un país de prepagos”, y sí, también hay prepagos. ¿De qué quieren hablar? ¡Hay que reconocer lo que somos! Y es doloroso, claro que es doloroso, pero eso también hace parte de construir un país fuerte. Si la violencia no nos da unos pies para generar lo que vamos a hacer de Colombia de aquí en adelante, ¿entonces qué nos va a dar esos pies? ¿El café?

Los argumentos que se oyen es que esas series convierten a los personajes en estereotipos, que le hacen apología al delito…

Pero si uno ve las grandes historias pasa lo mismo. Si uno lee Tito Andrónico, de Shakespeare, uno ve que Tito es un asesino sanguinario, pero uno termina estando del lado de él. En la escena final, él mata a los hijos de su enemiga, los desmiembra y se los come, pero uno dice: “¡Buena, Tito!”. Así es el lenguaje de las historias. Ahora se vienen muchas historias del conflicto y a mucha gente eso le va a doler, porque ¿cómo escuchar historias de la guerrilla que sean cercanas a la gente? Obviamente, como encasillamos, el guerrillero es el diablo: no tiene familia, no tiene hijos, no tiene hambre… Lo que hay que analizar es por qué se siente esa cercanía con personajes como Pablo Escobar. ¿Eso es lo que les molesta? ¿Sentir esa cercanía con él, o con Carlos Castaño? ¿Con Timochenko? Hay que preguntarse por qué se siente empatía con personajes así, pero no echarle la culpa a la televisión porque “los estamos volviendo héroes”, no se trata de eso.

¿Hay límites éticos en esas historias?

En la parte que me corresponde a mí, que es lo actoral, está el respeto al personaje. Lo que dije de no tomar partido, de no juzgar, porque cuando uno empieza a juzgar lleva al personaje al punto de vista que uno tiene hacia ese personaje. Tampoco se puede especular con detalles que no son verdaderos y que a veces uno quiere poner para fortalecer la personalidad del personaje. Y además creo que hay un momento en donde uno como actor puede decir: “Yo no hago esta escena”.

¿Y cree que hay algo de responsabilidad en el público?

Claro, no todo puede quedar en manos de nosotros. Si la gente conoce la historia y se la sabe, también sabe quién le está metiendo los dedos a la boca. Es básico. Si tú sabes la historia dices: “¿De qué me están hablando estos tipos? ¡A mí no me meten los dedos a la boca, yo no veo esta mierda!”. Pero si no sabes la historia aceptas esa información y se la vas a pasar a tus hijos.

Mejor dicho, el público tiene que saber quién es el guionista, quién investigó, quién produce…

Exacto. Es que las series y las novelas son como los editoriales. Usted lee El Tiempo, El Espectador o Semana y sabe quién está escribiendo y por qué lo está diciendo. Entonces uno dice: “Es un buen punto de vista, pero no se lo compro a este man porque no le creo”. O, al contrario, lee y dice: “Este man está hablando desde un punto de vista con el que me identifico”. También pasa con el teatro: usted va a ver mil versiones de Hamlet. ¡Mil! Depende del director y del dramaturgo que hace la adaptación.

Ya hizo de Castaño, de Juan Gabriel… ¿Qué personaje le falta?

El año pasado me invitaron a hacer Macbeth. Desde que estaba en la escuela y hacía escenitas de esa obra, siempre he querido hacer esa obra, pero salió lo de Juan Gabriel y se dañó eso. También me gustaría volver a los clásicos de Chéjov: Pedido de mano, El oso, El aniversario… Hay un monólogo que se llama Sobre el daño que hace el tabaco. Son buenísimos, a veces toca sacudirse.

Ahora está trabajando en una nueva novela biográfica, El comandante, en la que Andrés Parra va a interpretar a Hugo Chávez. ¿Cómo ha sido trabajar con Parra?

Yo había manifestado que sería bacano trabajar con él y en la película La semilla del silencio tenemos un cruce, que es el único encuentro. Estuvimos tres noches grabando esa secuencia y fue supergrato porque Parra tiene unos pensamientos muy parecidos a los míos. Me acuerdo que yo lo veía con un cuadernito anotando y yo decía: “Yo también anoto en un cuadernito”. También hablamos sobre cómo había preparado a Pablo Escobar, yo le conté cómo había preparado a Castaño y encontramos muchas similitudes. ¡Y ahora descubrí que también le gusta montar en bicicleta! Mucha gente se ríe de esto, pero yo digo que es como encontrar el alma gemela de amigo.

Ya que “chuleó” grabar con Parra, ¿con quién más le gustaría trabajar?

Con Ricardo Darín. Es un tipo que no se tiene que transformar: no se pone un parche, no es cojo, no se pone un acento. Mucha gente lo critica por eso y dice que siempre hace lo mismo, pero uno se pone a ver y eso no es verdad, nunca hace lo mismo. Es un tipo muy sobrio, se ve que de verdad entiende a sus personajes. Me parece un monstruo.

¿Y qué viene ahora? ¿Ha pensado dirigir o escribir algo, ya sea para teatro o televisión?

¡No, hermano! Es que uno se pone a decir que sí y después uno ve Labio de liebre y uno dice: “Jamás se me ocurriría escribir eso y jamás podría escribirla”. Uno trabaja al lado de Felipe Cano [el director de La semilla del silencio] y uno dice: “A mí no se me ocurriría esto jamás”. Mi cabeza está muy limitada a crear personajes, que es lo que me gusta. ¡Eso de ser cantante-bailarín-escritor-pintor-presentador no se me da!

JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO
FOTOS RICARDO PINZÓN
REVISTA BOCAS
EDICIÓ 58 - NOVIEMBRE 2016

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