Por amor a la música Alejandro Posada ha pasado por muchas cosas: ver cómo sus padres hipotecaron la casa para pagar su educación en Europa, sufrir de hambre en Viena, huír de la guerra en Sarajevo, vivir la violencia en El Salvador, soportar ataques de pánico por exceso de partituras en su cabeza, afrontar una grave lesión en sus hombros... Hoy este antioqueño, el exdirector titular de la Sinfónica de Castilla y León, lidera en Medellín el proyecto educativo y social de la Academia Filarmónica Iberoamericana. Es un maestro excepcional de enorme corazón.
Una vez terminaron su presentación en el teatro Jorge Eliécer Gaitán, que incluyó el Capricho Italiano de Tchaikovsky y el Concierto para Piano de Arensky, los muchachos de la Academia Filarmónica Iberoamericana se abrazaron y, en algunos casos, soltaron lágrimas.
La escena era apenas compresible para una orquesta juvenil que, aquel viernes 14 de abril de 2017, debutaba en un escenario en Bogotá. Pero había algo más. Los “pelados” estaban profundamente conmovidos con su director y mentor, Alejandro Posada, porque poco antes se habían enterado de que los hombros del maestro estaban destrozados por cuenta de la entrega a su profesión. “Es muy inspirador ver cómo él se da, en todo sentido, más allá del dolor”, explicó Andrés Mejía, violonchelista de 21 años.
En resumen, por cuenta de la exigencia física de su oficio –y, en especial, por la enérgica manera cómo se enfrenta al atril–, Posada tiene seriamente lesionados el manguito rotador de su hombro izquierdo (en un 70 % de afectación en la movilidad) y el manguito rotador derecho (en un 50 %).
Más de 30 años en la conducción orquestal lo tienen al borde de unas delicadas cirugías que, si todo sale bien, lo harían parar por algo menos de 6 meses. Pero él –probablemente el más célebre director de Orquesta en la historia del país– es terco y tiene dos razones inmensas para no querer parar.
La primera es que no puede dejar de hacer lo que hace, es una pasión incontenible. Es su vida.
La segunda es que desde que se convirtió en figura de la música clásica mundial, Posada adquirió un enorme compromiso con los jóvenes músicos de Colombia, que se convirtieron, sin más, en la razón de su vida. La máxima obra del genial director de orquesta no ha sido un ciclo de conciertos al lado de los más importantes solistas del planeta, que de hecho han sido muchos. No, su obra trascendente ha sido su trabajo como “maestro” –en todos los sentidos de la palabra– e impulsador de nuevos talentos. Para y por ellos, se ha convertido en profesor, líder y empresario. El conductor paisa de 52 años no ha hecho cosa diferente que involucrar a organismos gubernamentales y a empresas privadas para ayudar a que los jóvenes de Medellín, de Antioquia, de Colombia y de Suramérica, tengan más y mejores oportunidades, para que sean verdaderos profesionales de la música.

El director de orquesta Alejandro Posada.
Romi Díaz / Revista BOCAS
El trabajo de Posada con los muchachos ha incluido, a lo largo de dos décadas, intercambios, conciertos didácticos, clases maestras colectivas e individuales, encuentros juveniles de práctica orquestal, bancos de instrumentos, sostenimiento de jóvenes talentos en academias y conservatorios de Europa, becas, búsqueda de recursos –tal vez lo más difícil– y, desde hace unos años, la creación y dirección de la Academia Filarmónica Iberoamericana, con sede en Medellín, que bien podría ser su obra maestra, su Magnum opus, si es que así se puede decir en este caso.
“Cuando llegué a estudiar dirección a Viena me di cuenta de que, la verdad, nos faltaba mucho para encontrar el camino de estudiar rigurosamente la música –dice–. Y esa es la oportunidad que yo quiero que tengan nuestros muchachos. Que tengan una buena educación, en una universidad seria, con unos buenos profesores. Un apoyo a la condición musical, un acompañamiento a la educación musical de alto nivel. No es más”.
De alguna manera, él, que estudió música en Viena y que a pulso llegó al más alto nivel en el ámbito de la música clásica, ahora le interesa mucho más devolver. Abonarles el camino a quienes, desde pequeños, muestran talento.
Desde hace dos décadas, Posada ha hecho posible que jóvenes colombianos toquen en el Festival de Lucerna, tomen clases en el Konzerthaus de Viena, hagan residencias artísticas en el Mozarteum de Salzburgo, tengan prácticas en la Orquesta de Castilla y León, participen en el Festival de Música del Pacífico en Sapporo o toquen en la New World Symphony de Miami, por nombrar solo algunos de los más de 150 contactos que él ha impulsado.
Esta es la historia de un músico de gran corazón –un genio, según sus cercanos–, que se hizo a pulso y convicción. Un niño curioso que estudió piano en el conservatorio de Medellín; un adolescente apasionado que fue director del coro de su colegio a los 16 años; un joven determinado que a los 18 años fundó la orquesta Filarmónica de Medellín; un adulto sereno que no solo ha sido el único colombiano en ser nombrado director titular de una orquesta profesional europea, la Sinfónica de Castilla y León, sino que ha sido titular de la Filarmónica de Sarajevo, de la Orquesta Ciudad de Baden, de la Sinfónica Nacional y de la Filarmónica Nacional de Colombia, entre otras; y un antioqueño que ahora abandera un valioso proyecto social: la Academia Filarmónica Iberoamericana.
Es también la historia de un colombiano sencillo que, por amor a la música, ha pasado por cosas impensables: ver cuando sus padres hipotecaron la casa para pagar su educación en Europa; sufrir literalmente de hambre y de frío en Viena; huir de la guerra en Sarajevo; vivir la violencia en El Salvador; soportar ataques de pánico por exceso de partituras en la cabeza e, incluso, terminar con una grave lesión en sus hombros.

El director de orquesta Alejandro Posada.
Romi Díaz / Revista BOCAS
Entiendo que su mamá tenía una floristería en Medellín y que su papá ayudaba en ese pequeño negocio. ¿Cómo es que, en ese ambiente, se forma un destacado director de música clásica?
Nosotros no podíamos comer sin terminar cantando. Luego, a lavarse los dientes y a dormir. Eso pasaba todos los días de mi niñez. De pronto, los martes nos dejaban ver El hombre nuclear. Era un ritual muy bueno. Mi hermano Sergio empezó primero a estudiar el piano, luego yo seguí, así que nosotros, papá, mamá, todos cantábamos. Mi hermano era el que tocaba el piano, ya luego él y yo tocábamos a cuatro manos.
¿Por qué sus padres decidieron que sus hijos estudiaran música, cuando en aquellos años, y más en este país, apostarle a esa profesión era apostarle a la moderación económica?
La verdad es admirable eso en mis papás. La vida llevó a mi mamá a ser comerciante, pero ella tenía y tiene un amor por la música, por el arte, por la literatura. Desde chiquitos le oíamos decir: “¡Ay donde mis hijos me salgan pianistas, qué felicidad!”. Mi papá también quiso la música, tenía una voz tremenda y alguna vez se interesó por el acordeón y la guitarra. Entonces, cuando vieron que a mi hermano le gustó un disco que oyó y lo vieron con una varita dirigiendo, dijeron: “Este va a salir músico”. Inmediatamente lo mandaron a clases de piano, luego nos metieron a estudiar al Colegio Alemán, que estaba empezando, porque mi mamá, apenas vio el letrero en el periódico, dijo: “Ustedes alguna vez van a estudiar en Europa”.
¿Por qué escogió el piano, como su hermano?
Por Sergio, yo creo. Porque lo oía tocar y me llegó la curiosidad.
¿Cómo es que llegó a ser director del coro del colegio a los 16 años?
Dio la casualidad de que por esos días se enfermó don Manuel Vilasaló, muy buen profesor de música, el mejor que tuvimos en el colegio, y entonces le dijeron a los del coro que se fueran para la casa. Pero yo dije: “Esperen, me acaba de llamar Manuel. Que se queden, que yo voy a hacer el ensayo”. Eso era mentira, él no me había dicho nada. Al otro día, al primer recreo, Manuel me llamó y me dijo: “Me contaron que hiciste el ensayo. Pues mira, te traigo este libro: Tú vas a ser un director de orquesta y te voy a orientar”.
¿Y a los 18 años, un tanto precoz, fundó la Filarmónica de Medellín?
Sí, en 1983. Yo era el director asociado. Fue hasta 1985 que me dejaron dirigir un concierto oficial. Eso fue ocho días antes de irme a Viena a estudiar dirección.
Así pasamos el primer invierno, sin calefacción. Teníamos un piano alquilado y nos teníamos que poner guantes para tocarlo.
Entiendo que sus papás hicieron algunas maromas para hacer realidad el sueño de que usted, al igual que su hermano Sergio, estudiara en Europa.
Cuando me iba a montar al avión a Viena con Sergio, mi papá llegó al aeropuerto con la plata que íbamos a gastar en los próximos meses. Ahí me di cuenta de que estaba hipotecando la casa. Luego allá, a mi hermano y mí, nos tocó trabajar un montón y pasamos muchas angustias, sobre todo los primeros años.
Y muy a pesar del esfuerzo de sus viejos, vivió las duras y las maduras. ¿Es verdad que, literalmente, pasó hambre?
Cuando íbamos por encima del océano en el avión, Sergio, que ya estaba viviendo allá, me dijo: “La situación es esta: yo debo esto, esto y esto. En este momento tengo las cajas en un lugar donde una señora que me dejó vivir, pero allá no nos podemos quedar. ¿Para qué te lo iba a decir antes?”. Llegamos a Viena y no teníamos dónde vivir, solamente por una semana en un apartamento que no tenía calefacción porque tenía el gas cortado. La plata que llevábamos, Sergio la debía. Guardamos un poquito, pero se acabó. A él le salió un concierto en otra ciudad y se fue a buscar el sustento, luego le salió otro aquí, otro allá y no volvió en tres meses a Viena. Entonces yo empecé a endeudarme con la dueña de la casa: comía una pastica con mantequilla y agua una vez al día. Era tenaz, pero a la vez muy bonito. Era como una aventura, como ir a acampar. Yo estaba maravillado con todo.
¿Fue lo más duro?
No. Lo más duro de todo fue cuando Sergio regresó a Viena. Él había conseguido la plata con la que íbamos a vivir como dos años, pero resulta que la traía en la maleta y nos la robaron en el apartamento: se entraron los ladrones, rompieron la puerta y nos robaron todo lo que teníamos, hasta la chaqueta que me había regalado mi mamá para el invierno, el reloj que me habían dado antes de irme, un Walkman que tenía para oír música… Conseguimos un apartamento en el que no pedían fianza, pero que no tenía calefacción. Era un apartamento viejo y horrible, en el piso de abajo teníamos un prostíbulo de yugoslavos que se mantenían en garroteras. Era un edificio lleno de turcos. Así pasamos el primer invierno, sin calefacción. Logramos tener un piano alquilado y nos teníamos que poner guantes para tocarlo. La leche la teníamos que meter a una neverita, si no se congelaba. Todo lo que no queríamos que se congelara, lo metíamos a la nevera. Eso era espantoso. Uno se disfrazaba para dormir: un saco, dos o tres, y dos o tres pares de medias. Si uno se volteaba, se despertaba del frío. El colchón que yo usaba lo compré en un basurero. Allá también encontré un radio antiguo, ahí oíamos la música.
¿Cómo salieron de la olla?
Sergio empezó a trabajar como pianista acompañante y a mí me empezaron a salir trabajitos dando clases de piano, tocando en iglesias. Yo tocaba en la misa de las siete de la mañana, la de las ocho, la de las nueve, la de las diez… A las tres de la tarde, un matrimonio; a las cuatro, a las seis… Los festivos, el primero de enero… Luego entré a una compañía de opereta y eso nos dio para vivir.
¿Qué sucedió para que usted terminara trabajando en la Filármónica de Viena como lutier, ese personaje que construye y repara instrumentos de cuerda?
La Filarmónica de Viena tiene, como ninguna orquesta en el mundo, creo, una peculiaridad: los instrumentos no son de los músicos, sino de la orquesta. Los tienen que dejar en un salón grande y ahí hay uno o dos lutieres. Ahí trabajaban padre e hijo, pero yo me enteré de que el padre acababa de morir, así que fui donde el señor, Hermann Lang, y le dije que yo era instrumentista de cuerda, lo cual era mentira, porque yo alguna vez medio empecé a estudiar viola pero no sabía nada. Yo necesitaba el trabajo y, no sé por qué, pero me lo dio.
¿Exactamente en qué consistía su trabajo?
Mi trabajo era asistirlo a él en el mantenimiento de los instrumentos. Yo tenía que llegar dos horas antes del ensayo de cada concierto: limpiar violín por violín, mirar que el arco de cada instrumento estuviera bien, que no le faltaran cerdas, que las cuerdas estuvieran bien, que no estuvieran picadas. Y el señor, muy querido, vio que yo no sabía nada y me dijo: “Usted me cae bien, venga y le enseño”.
¿Tuvo problemas en su oficio de Lutier?
Una vez se perdió un trapito. Yo llegué por la mañana al ensayo y ya había policía y toda la cosa: que se había perdido un trapito, el trapo con el que cubren un violín. ¡Y qué escándalo! Pues resulta que el trapo tenía más de 300 años, tenía hilos de oro y servía para cubrir uno de los violines del concertino, que tenía la misma edad. Yo, por equivocación, lo había metido en otro estuche. ¡No! ¡Qué lío!
Me imagino que esa fue una escuela preciosa, no solo por los instrumentos, sino por poder ver los ensayos y conciertos de una de las mejores orquestas del mundo.
Yo me sentaba en el foso de la orquesta cuando dirigía Herbert von Karajan. Me sentaba ahí por obligación: me ponían un abrigo negro para que no se notara y me sentaba al lado de los contrabajos. Y Hermann Lang ahí, a cinco metros. Vi a los mejores músicos y directores del mundo. Aprendí un montón.

El director de orquesta Alejandro Posada.
Romi Díaz / Revista BOCAS
¿Qué le impresionó de Karajan?
Que hacía tocar acorde por acorde. Decía: “Oigan esto. ¿Lo escucharon? ¿Ya lo tienen en la cabeza? ¡Ahora sí!”. Él insistía en que los músicos se oyeran para que supieran dónde estaban las uniones armónicas. Era una autoridad muy bonita, tenía fama de regañón pero a mí no me tocó verlo refunfuñar, simplemente era estricto: se paraba ahí, quieto, una cosa tremenda. Había otros directores como [Riccardo] Muti, que iba hasta el atril y le decía a los músicos: “Miren cómo es que se toca esto”; era tenaz, corregía lo que uno no oía. También tuve la fortuna de ver a Claudio Abbado, él era pura energía: no decía nada en los ensayos, solo era la mano; una comunicación sin hablar. Esas son cosas que uno no entiende, una vaina impresionante.
Entiendo que, entre otros “camellos”, usted también trabajó como director de orquesta con el traje de época de Mozart. ¿Es cierto?
Sí. Eso fue en Viena, también. Es la Orquesta Mozart, que es muy buena, que todavía existe. Conseguí ese trabajo y me mandaron a hacer un vestido con todas las de la ley: con los tacones, peluca blanca y todo. El vestido costó un montón de plata. Éramos varios directores y yo fui uno de los asociados. Se tocaba todo el repertorio de Mozart tres veces a la semana. Eso fue muy bueno porque, primero, me pagaban muy bien y, segundo, la práctica fue total.
Usted se graduó con honores de director de orquesta de la Hochschule für Musik und Darstellende Kunst, en Viena. Luego hizo un postgrado. ¿Cuánto tiempo estudió y qué se supone que un recién graduado sale a hacer?
Estudié ocho años. Yo me gradué en 1990 y empecé a estudiar con un profesor yugoslavo. Él me invitó a Sarajevo a dirigir la sinfónica de allá. El primer concierto fue Sombrero de tres picos, de Falla; el Concierto de Aranjuez, de Rodrigo, y España, de Chabrier. Luego me invitaron a hacer otra cosa, y otra, y luego ya me propusieron ser titular de la orquesta. El “profe” me dijo: “Vete para allá dos años, no te quedes más, pero vete. Si tú te quemas en tu país, es un problema. Si te quemas en Sarajevo, vale huevo”.
Pero se vino la guerra…
Sí, la cosa se puso tenaz. Yo me hospedaba en el Novotel, un hotel muy bonito en la avenida principal de Sarajevo. Yo iba y venía desde Viena, pero cada vez era más complicado todo. Yo de terco quise entrar en bus a Sarajevo a hacer un concierto, entonces una señora, en el bus, me dijo: “¡¿Usted es bruto?! Usted tiene pasaporte colombiano. Si pasa, lo matan en la carretera; a los buses los paran, bajan a la gente y matan a los extranjeros: bájese inmediatamente”. Si no es por ella, creo que ni vivo estaría. Volví a Viena y a los dos días vi en las noticias que había habido una manifestación y desde el hotel donde yo me quedaba el ejército serbio disparaba metralla y rockets, estaban masacrando a la gente. Entonces explotó la guerra. Hay una imagen muy famosa de la guerra de Sarajevo: un chelista tocando en la tumba. Él estaba en la orquesta.
Y apareció la oportunidad de dirigir la Sinfónica de Colombia.
Sí. Me invitaron varias veces, hasta que, en 1996, me nombraron director asociado. Ahí empezó una relación de 17 años. Mientras tanto, yo seguía viviendo en Viena.
Por cierto, ¿Por qué cerraron la Sinfónica de Colombia? ¿Usted estuvo en ese proceso, cierto?
Eso fue cuando empezó Álvaro Uribe. Me parece que su gobierno encontró el ahorro fácil en la Sinfónica y la Banda Nacional, suprimir puestos era, digamos, fácil entre comillas: mostrar que un ministerio podía ser eficiente económicamente y se podía dedicar a apoyar proyectos culturales, no a tener los propios. En ningún ministerio se podía encontrar semejante “papayazo” de cortar ciento y pico de puestos de trabajo sin afectar su funcionamiento. Existía la Filarmónica de Bogotá, ¿entonces qué dijeron?: “Aquí esto sobra, sobra la Sinfónica y sobra la Banda”. Pero yo digo que fue una falta de diálogo, porque a mí sí me tocó vivir el momento en el que el gobierno lo dudó; ahí creo que faltó de parte de la orquesta –y me incluyo– explicar bien por qué hacía falta la orquesta y por qué era importante sostenerla.

El director de orquesta Alejandro Posada.
Revista BOCAS
Volvamos a lo más feliz de su carrera. ¿Cómo llegó a la orquesta de Castilla y León?
Llegué primero a la Orquesta de Galicia, porque el director anterior quiso hacer la mejor orquesta de España; trajo los mejores músicos, creó una “orquestota” y consiguió un auditorio impresionante. Los primeros violines eran rusos, los segundos eran americanos, los chelos eran franceses, los contrabajos eran checos, había un clarinete americano y el otro español. Mejor dicho, era imposible. A los meses se agarraron, se dieron puños y la mitad terminó en la cárcel. Entonces me llamaron a organizar eso y lo hicimos: con esa orquesta fuimos a dar un concierto en Castilla y León y ahí fue, digamos, amor a primera vista. Empezaron a invitarme y a tantearme, y al año siguiente me pusieron pruebas: pasé todo el 2001 en pruebas y en 2002 me contrataron.
Después de la Orquesta de la Coruña, la de Castilla y León es la segunda más importante de España. Usted ahí duró 7 años como director titular. ¿Ha sido su punto más alto?
Yo me llevé al gerente de La Coruña, Enrique Rojas, y ahí empezamos en una cosa donde no teníamos que preguntar nada. Contratamos lo mejor. Incluso empezamos a planear el auditorio. Teníamos un lugar muy malo y planeamos el auditorio, desde coger el helicóptero con el alcalde y buscar el lugar para hacerlo, hasta terminarlo e inaugurarlo. El centro cultural Miguel Delibes es una cosa impresionante: costó 80 millones de euros, tres salas, una de conciertos enorme para 2.000 personas, una sala de cámara preciosa para 500 personas y un teatro experimental. Desde la inauguración, la orquesta llena el auditorio dos veces por semana, todo el mundo está abonado y no hay que vender. Es increíble. Invitamos a los mejores músicos del mundo y a las mejores voces: Juan Diego Flórez, Cecilia Bartoli, en fin. Pasé siete temporadas como titular. Luego, cuando uno empieza a ver que las cosas no se están dando, que el entusiasmo no es el mismo, ya uno piensa que hay que empezar a buscar el reemplazo. Lo pudimos hacer muy tranquilamente, me quedé otros tres años más como director asociado y aún hoy soy director invitado.
En ese tiempo, con la orquesta de Castilla y León, usted grabó varios discos. ¿Cuál es el álbum que más le gusta?
Grabé muchas cosas con Naxos, con Warner… Grabamos un disco muy bonito de Antonio José [Martínez], compositor de Castilla y León que murió en la guerra civil, muy jovencito. Eso fue muy importante porque nos ganamos la nominación de dos premios nacionales de música.
Varias personas que consulté me dijeron que usted no dio un salto mayor porque nunca tuvo un representante. ¿Por qué tomó esa decisión?
Porque no me gustaba. Yo no entendía el negocio, no sabía para qué era. Cuando me empezaron a proponer cosas, me parecía hasta deshonesto porque llegaban y me decían: “Tú me contratas a una cantante y me contratas a este violinista en tu orquesta y yo te pago lo que pidas”. Entonces yo no me presté para esos intercambios. Yo no sé si ahora me pesa o no me pesa, porque el mundo de la música se volvió, la verdad, de los representantes. A mí me salieron cosas sin representante y nunca creí que esa cosa fuera así. Pero luego, cuando uno ya se mete en el negocio, se da cuenta de que todos te proponen cosas, te proponen negocios.
Sin representante no le ha ido tan mal. Ya son sesenta orquestas las que ha dirigido en veinte países.
Un poco más. Creo que ya son setenta.
¿Cuál le costó dirigir?
La Orquesta de Cámara de Viena. No quisiera hablar mal de ella porque tengo amigos y todo, pero el ambiente es espantoso.
¿En qué sentido?
La competencia, la intriga, todo es un rollo. También fue espantosa la Orquesta de Belgrado, un asco. Uno daba el primer acorde y se sentía esa antipatía, esa energía negativa, horrible. Y la indisciplina: uno iba a decir algo y los músicos ahí conversando el uno con el otro, les valía huevo lo que uno dijera. Uno se iba para el hotel y decía: “No puede ser que me quede toda la semana aquí. ¿Cómo voy a aguantar esto?”
¿Alguna orquesta decaída?
La de El Salvador era una orquesta muy flojita, pero por la situación del mismo país. Había mucha violencia. Estábamos ensayando y mataron una persona en la puerta y cayó ahí, frente a nosotros, horrible. Las paredes del auditorio estaban sostenidas por unos palos, no había aire acondicionado y hacía un calor terrible. Ahí piensa uno: ¡En Colombia no estamos tan mal!
Llegó un momento, después de tantos conciertos, en que ya no podía dormir. Me despertaba gritando en la noche.
¿Cuál es la estrella de la música clásica actual que usted haya dirigido y que lo haya impresionado gratamente?
Muchas. Por ejemplo, la chelista rusa Natalia Gutman. Me habían hablado de que era tremenda en los ensayos, que era muy necia y difícil. ¡Y qué va! Un amor de persona: yo le cargaba el chelo, me colgaba su chelo, seis millones de euros en la espalda. ¡Ja! Los ensayos eran geniales, la energía que le pone esa señora, ¡por favor! Lo más interesante con ella eran los almuerzos, me contaba cómo fue su niñez, cómo se tuvo que volar del régimen para que la dejaran tocar en Viena, luego cómo la volvieron a coger prisionera en su país. Hicimos el Don Quijote de Strauss. ¡Inolvidable!
Tengo la sensación de que usted, de alguna manera, ha dejado un poco al lado su carrera individual para entregarse a la pedagogía y darles a los muchachos la oportunidad que usted tuvo. ¿Me equivoco?
Mire, a mí los políticos me pedían que me quedara en la Orquesta de Castilla y León. Pero, ¿para terminar cómo?, ¿como negocio? Yo pude haber seguido y haber cogido la orquesta para hacer todos los arreglos del mundo con los representantes y podría estar dirigiendo todas las orquestas que quisiera, intercambiando directores, pero eso no es lo mío. Primero, yo no disfruto dirigiendo cualquier orquesta. Y, segundo, hay un enorme desgaste, un nivel de rutina espantoso.
¿Qué escena puntual lo llevó replantearse todo?
Me estaban pasando cosas muy malucas. Llegó un momento tal, después de tantos conciertos, que ya no podía dormir. Me despertaba gritando en la noche, un concierto mañana y la obra en la cabeza. Un concierto con la [Cecilia] Bartoli para la otra semana. Otro con Castilla y León. Otro con la Sinfónica…
¿Tuvo ataques de pánico?
Brutales. Yo no dormía. Pasaba las noches derecho para el ensayo. Y ya cuando estaba mi hijo, yo decía: “Esto no es vida, esto no tiene sentido, aquí me voy a matar, no puedo estudiarme en una semana un concierto y memorizarlo”. Tocábamos los jueves, viernes y sábados. A las cinco de la mañana tenía que salir para el aeropuerto hacia Bogotá para dirigir la Sinfónica de Colombia y a la semana estaba de vuelta. Yo llegaba tan mal que mi mujer, y esto me lo vino a confesar hace meses, me echaba goticas en el agua y me dormía 24 o 36 horas porque estaba a punto de colapsar. ¡Muy maluco! Ahora yo pienso en trabajar con estos muchachos, es lo que más quiero y además tocan muy bien. ¿Yo para qué me voy a dirigir orquestas por ahí y abandonar a la familia si tocan peor que la orquesta que tengo en casa? Este es un trabajo muy bonito. Está uno dedicado.
¿Le bajó a las revoluciones? ¿No más gotas?
Ahora puedo salir a hacer mis conciertos. Estuve con la Orquesta de Andalucía en una gira pequeña, en España. Después voy a la de Pamplona y voy a Málaga en octubre. Pero vuelvo siempre a los muchachos.
Usted vive entre Miami y Medellín. ¿Por qué Miami?
Primero, por la conexión que tenemos con New World Symphony, que hay que cuidar mucho. Segundo, es más fácil conseguir los recursos y allá estoy más cerca de las fundaciones que nos ayudan.
Ustedes tienen un aliado de excepción que los apoya amplia y decididamente: la fundación Hilti. ¿Cómo llegaron a ellos?
Hilti es una empresa de Liechtenstein que fabrica taladros para romper carreteras y maquinaria de construcción; son como los Ferrari de la construcción. Ellos tienen una fundación muy bonita, casi increíble, que ha rescatado porcelanas antiguas en China y tesoros arqueológicos en Egipto, y ha reconstruido poblaciones enteras de Haití. Ellos también apoyan el sistema de música de Venezuela, Perú y Bolivia, apoyan los festivales de música más importantes del mundo y un montón de cosas más. Ellos empezaron con nosotros hace seis años. En principio nos dijeron que íbamos a trabajar tres años, pero cuando vieron nuestros resultados nos aprobaron tres años más de recursos. Ahora quieren replicar el modelo de la Academia Filarmónica de Medellín en otros países, por eso nos han extendido el apoyo tres años más. Ellos son muy interesantes porque dicen que no donan dinero sino que invierten: esperan ver resultados sin que tengan réditos. Para ellos, los réditos no son económicos, lo importante es ver a la gente viviendo de lo que ellos invirtieron.
¿Cuántos muchachos hay en el programa de la Academia Filarmónica Iberoamericana?
Ciento veintipico.

El director de orquesta Alejandro Posada.
Romi Díaz / Revista BOCAS
Maestro, ahora sí, ¿qué le pasó en los hombros?
Fue por terco. Toda la vida me vienen diciendo que caliente, que estire, que haga cosas antes del ensayo y después del ensayo. Que haga ejercicios y que fortalezca, pero no los hice nunca. Tengo los dos manguitos rotadores jodidos: uno desgastado al 70 % y el otro al 50 %.
¿Qué significa eso?
Eso significa que están rotos, que están abiertos, que no falta sino que se desprendan de ahí. Entonces, la verdad, no debo subir los brazos.
Pero, la última vez que lo vi en Bogotá, en el concierto en el Jorge Eliécer Gaitán, usted estaba volando: con los brazos bien enérgicos, bien arriba…
Eso es lo que uno no debe hacer. Pero uno empieza a dirigir y no duele nada. Termina la última nota y, ¡ay, el dolor! Mire, una vez en Galicia nos invitaron a todos los de la orquesta a una mariscada. Al otro día tocábamos. Yo me intoxiqué con los mariscos y no me levanté del baño hasta las cinco de la tarde del otro día. Salí para el concierto con los labios torcidos, totalmente deshidratado. Era la Novena Sinfonía de Schubert, yo no podía ni hablar. Apenas empecé el concierto, me desconecté. Terminé la última nota y otra vez, enfermísimo. Eso es lo increíble de la música.
¿Encuentra el éxtasis en la música?
No es fácil encontrarlo, porque es muy difícil que el ser humano tenga la concentración tal de no pensar en nada distinto a lo que tiene que hacer en ese momento. Que nada te disperse ni un momentico, ni un segundo, pero hay momentos en que sí pasa: tú estás ahí y el mundo no existe. Ya uno deja de ser persona y en la música uno es una sola cosa.
¿Por qué es importante la música?
La música es parte fundamental de la educación del ser humano. Uno aprende primero a cantar que a hablar. Uno primero reacciona frente a un estímulo musical que frente a un estímulo bucal, por eso uno le habla a un bebé con cierta cadencia y cierta cosita para que haga caso, porque la música está adentro. Pero la música requiere que se le alimente, igual que se alimenta cualquier otra cosa. No me explico por qué nos empeñamos muchas veces en alejarnos de la música, en el sentido de que la conozcamos y la vivamos, no solamente escuchándola. ¡Si ya está más que comprobado que la música te lleva a lograr unas habilidades que necesitas para cualquier cosa!, como la concentración; como trabajar en grupo; como significar algo que tú no puedes agarrar, que es lo abstracto, y que tiene que ver con lo bonito, con lo bello, con la estética. Todo el mundo debería saber hacer música, aprender a leer y escribir música, aunque no sea un buen músico, o no sea un profesional de la música, simplemente porque es un lenguaje que, en el momento en el que tú no tienes las palabras, tienes la música. La música te saca de apuros, te saca de tristezas, te hace expresar la felicidad y te hace concentrar. Está comprobado, la música desarrolla parte del cerebro. La música es estrategia, es vehículo, es un medio para todo: para solucionar problemas de comportamiento, para demostrar que la sociedad es más madura, que ha llegado hasta cierto nivel, digamos, de responsabilidad social. Es como cuando uno se pone una ropita mejor para salir a una cosa especial. Cuando te arropas con la música, quiere decir que tienes superadas, de pronto, otras cosas. Quiere decir que, si ya estás pensando en la música, es porque estás superando otras cosas que, como sociedad, debías superar. Y eso es importante. Muy importante. La música es esencial para el ser humano.
MAURICIO SILVA GUZMÁN
FOTOS: ROMI DÍAZ
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 63 - MAYO 2017

"Partitura de una obra maestra"
Entrevista con Alejandro Posada.
Por Mauricio Silva Guzmán. Fotos: Romi Díaz.
Revista BOCAS