Esta entrevista fue publicada en la edición 23 de la revista BOCAS, en septiembre de 2013.
Es más fácil tocarle el timbre que llamarlo al celular. Quince días después de la primera llamada, un par de correos y muchos mensajes de texto, finalmente apareció.
Avisó que dejaba la puerta de su casa abierta mientras se arreglaba para la entrevista. En su sala –en la que no recibe nadie– están los diplomas de su participación en Cannes, los afiches promocionales de sus tres películas, algunos de Charles Chaplin y otros de grandes clásicos del neorrealismo italiano. Está claro que este es el hogar de un enfermo del cine. De un artista con visión cinematográfica. De un autor particular con otro tipo de lente.
Casi cuatro décadas atrás, Víctor Gaviria puso su atención en las calles de Medellín, el domicilio de sus temáticas. Todas esas realidades que más adelante plasmaría en su trabajo, las conoció mucho antes de encontrarse con la primera Super-8 que iba a subyugarlo para siempre.
La pobreza, las drogas, la prostitución y el abandono fueron y son la materia prima de su obra, la misma que lo ha llevado a convertirse en uno de los directores latinoamericanos más importantes de las últimas dos décadas. Sus películas han sido seleccionadas en el Festival de Cine de Cannes y premiadas en otros festivales internacionales como San Sebastián, Puerto Rico, Denver y Eslovaquia. Incluso, en 2009, el Festival de Cine de Guadalajara le otorgó un premio a su trayectoria cinematográfica.

Víctor Gaviria.
Romi Díaz / Revista BOCAS
A lo largo de todos estos años en que no le han faltado los homenajes, su trabajo ha estado siempre rodeado de polémica por defender un realismo cinematográfico sin concesiones, con el que está más comprometido que nunca. Hoy, por ejemplo, se encuentra en plena preproducción de su nueva película La mujer del animal, otra historia con actores naturales.
A sus 58 años, dueño de una mirada profunda, de un bigote ya blanqueado y de una voz suave que no parece reflejar el huracán que lleva por dentro, Víctor Gaviria insiste en el cine sin maquillaje, en el grandioso poder de la realidad y en el valor de la vida cotidiana.
Este es el repaso por la vida y obra de un cineasta que no bebió del éxito ni de la fama. De un autor que no le importa cuánto sumen sus historias en taquilla. De un tipo que parece no darse cuenta de que su teléfono timbra sin cesar. De un artista que, ante todo, no quiere distraerse de la realidad.
Cuando era niño, ¿qué quería ser cuando grande?
Mi papá era médico. De pequeño quería ser médico como él.
¿Su papá era su ejemplo?
Sí. Recuerdo que era un narrador extraordinario. Desde pequeño descubrí que antes que contar, he sido una persona que escucha. Él nos hablaba de Liborina, su pueblo natal. Después mi héroe era Luis Carlos, uno de mis hermanos mayores. Él tenía un mapamundi, una vitrina en la que guardaba libros, una grabadora y una lupa. Era economista y quería ser economista como él.
¿Se acuerda de sus primeras lecturas?
De pequeño, fui lector de relatos de pistoleros. Más tarde, en la biblioteca de la casa me encontré con John Steinbeck, Herman Hesse... Mi papá tenía libros de Hemingway... Recuerdo que me marcó un libro de esa época que escribió Agustín Jaramillo Londoño y que se llamaba El testamento del paisa. Esa era mi cultura antes de que Thomas Mann me descalabrara. Yo era una persona muy sencilla y nunca he dejado de serlo porque no soy un tipo muy culto. Leía a Tomás Carrasquilla.
¿Siguió pensando que quería ser economista?
En el bachillerato empezamos a interesarnos por la vida nacional y creamos un centro de estudios políticos en el colegio. A partir de ahí quise ser sociólogo. Era una persona influenciable. Hasta ese momento era muy buen estudiante, futbolista y lo que más deseaba era ser buen amigo. Me había propuesto ser el mejor amigo de todos.
¿Cómo fue su etapa de revolucionario?
Me encantaban los textos de sociología donde describían los barrios obreros y las diferencias entre las clases sociales. Iba identificando rasgos casi literarios en esos personajes. Empecé a ir a un grupo de estudio de El capital, de Marx. Criticaba todo, dejé el fútbol y mi adolescencia se cortó de golpe.
¿Ahí se le despertó esa sensibilidad hacia lo social?
Yo era como una especie de revolucionario loco. Salía del colegio, cogía un bus y me iba a alfabetizar a unas veredas distantes sin luz eléctrica, en San Cristóbal.
¿Cuáles eran sus creencias entonces?
Me volví ateo. Había ido ya a todas las misas. Me echaron del colegio por rebelde y porque no aceptaba esa educación vertical.
¿Por qué se fue por la psicología?
Yo hago parte de una generación que fue influenciada por Estanislao Zuleta. Aquí, en Medellín, él creó unos grupos de estudio interdisciplinario. Estudiábamos a Freud, Lacan, la tesis marxista, a Thomas Mann, a Nietzsche... Primero entré a estudiar matemáticas, pero después me decidí por psicología en la Universidad de Antioquia.

Víctor Gaviria
Romi Díaz / Revista BOCAS
¿Cuándo se encuentra con la poesía?
En 1975, junto a unos amigos, hice parte de un taller de poesía que se llamaba Nicanor Parra. Era algo espontáneo. Escribíamos unos poemas malísimos y nos los criticábamos.
¿Y el cine, cuándo aparece?
En mi casa, mi papá filmaba en 8 milímetros. Grababa las primeras comuniones y demás celebraciones familiares. Gracias a eso para mí el cine es una experiencia natural. A través de un proyector de 16 milímetros que él tenía, veíamos películas mudas de vaqueros. Recuerdo que veíamos la grabación de la primera comunión de uno de mis hermanos. Me gustaba ver las mesas tendidas, la torta, el despliegue de un evento familiar de clase media. Veíamos también las imágenes de mi papá en las fincas ganaderas y cafeteras. Toda esa magia de la vida cotidiana nuestra.
¿Cuándo tuvo su primera cámara?
Cuando estaba en la universidad, una hermana me mandó una cámara de Estados Unidos. “Acordate de mi papá. Él tenía de estas camaritas. Ponete a filmar”, me dijo.
¿Cómo se fue apasionando por el cine?
En 1975 nació la Cinemateca del Subterráneo, un lugar donde presentaban ciclos. Más tarde, se convocó a un festival de cine en formato Super-8. La camarita me llegó justo en esos días. En 1979 participé con un corto que se llamaba Buscando tréboles y ganó. Luis Alberto Álvarez escribía una página de El Colombiano que nos enseñó a todos a ver cine.
¿Cuáles fueron sus primeras influencias?
Mi referente era el nuevo cine alemán. Después de que hice ese corto muy influenciado por Werner Herzog, ya aquí se había desatado una fiebre por hacer películas. Recuerdo que por ese entonces llegó Álvaro Ramírez, un amigo que había estudiado cine en Nueva York. Luego conocí a Luis Alberto Álvarez. Él había estado en Italia en plena década de 1960 y allí conoció a los grandes directores del neorrealismo: Pasolini, Fellini, Scola, Antonioni, Zavattini, Bertolucci, los hermanos Taviani... Después estuvo en Alemania, donde presenció el rodaje de La repentina riqueza de los pobres, de Komback. Luis Alberto se volvió mi profesor. ¡Ese güevón sabía de todo! De él aprendí cómo poner en escena, cómo escribir un guion técnico... En ese entonces Álvaro y yo éramos unos bohemios que nos la pasábamos hablando de cine. Eran unas clases nocturnas con ron, baile y libertad absoluta. La vida era aparentemente feliz gracias a la burbuja del narcotráfico, el panorama pintaba hermoso y había abundancia para todos. Pero más tarde todo eso estalló.
¿En ese primer momento cómo era el método fílmico?
Era rudimentario. Apenas empezaba a familiarizarme con la relación entre el director y el actor, el significado del plano, el espacio...
¿Cuál fue el primer problema técnico con el que se enfrentó?
Me tropezaba con dos: los actores y el espacio cinematográfico. En el cine colombiano, los personajes estaban en espacios de cartón. El espacio dotado de significado no existía aquí. Desde los primeros ejercicios Luis A. me decía: “Esos son planos de verdad”. “¿Por qué?”, le preguntaba yo. “Porque tienen espacio. El cine colombiano no tiene espacio”, Víctor.
¿Qué representó la figura de Luis Alberto en su búsqueda personal?
Él tenía un proyector de 16 milímetros igualito al de mi papá. Veíamos películas en la pared. Ahí descubrí la magia infinita del cine. Descubrí que a través de esa máquina poderosa se podía viajar al pasado, a otros lugares, al corazón de las personas. Con él descubrí el lenguaje del arte. Hay mañanas en las que vuelvo a pasar por lugares del centro y no recuerdo si son bonitas porque sí o porque estaba Luis ahí.
¿Cuándo fue su encuentro con los actores naturales?
Desde las primeras audiciones nos dimos cuenta de que los actores profesionales no nos iban a servir: "¡Qué cosa tan verraca! Estos manes de escuela son sobreactuados, no tienen la dramaturgia de lo natural", decíamos. Nos identificábamos mucho con el neorrealismo italiano que empleaba actores naturales. En esa época hice un corto que se llamaba Habitantes de la noche, en el que unos niños de la calle utilizan un programa de radio para ayudar a un amiguito drogadicto. Ese programa era real y lo hacía Alonso Arcila Monsalve, entonces le pedí que lo actuara: “¡Hacé de vos mismo!”, le dije. “¡Improvisá, hacelo güevón a ver cómo sale!”. Descubrí que ahí estaba el poder.
¿Cuál es el capital de los actores naturales?
Esos muchachos, antes que actores, son narradores. Con La vendedora de rosas te das cuenta de inmediato de su capacidad expresiva. Como un trompo que cae bailando de una.
¿Qué recuerdos tiene de esas audiciones?
Recuerdo cuando llegó Ramiro Meneses a hacer el casting para Rodrigo D con otros dos amigos. No me miraban a la cara, no hablaban. “¡Esooo!”, fue lo primero que me dijo, así, en esa tonada del lenguaje de la calle.
¿Cuál es el recuerdo más tenaz de los meses de filmación en la calle?
Una tarde, durante el rodaje de La vendedora de rosas, llegaron unos tipos a matar al "Zarco" [Giovanni Quiroz]. Parece ser que él le había pegado una puñalada a un pelado la noche anterior. Recuerdo que había unos cordones que aislaban el set y no dejaban pasar a los sicarios. Fui hasta donde el Zarco y le dije que tenía que irse. “¡Estos hijueputas! Yo me voy a hacer matar entonces, Víctor”, me dijo. Y salió corriendo. Él creía que estaba dando la vuelta a la manzana para enfrentarlos, pero logré desviarlo. “¡Zarco, haceme el favor, no te hagás matar!”, le gritaba. Al final lo cogí. Durante el rodaje pasaban cosas tremendas. Él se aparecía a veces borracho, drogado. En ese estado era patético y hacía cosas absurdas. Un día se enfrentó con un celador que le disparó. Llegó con la cara y el pecho llenos de sangre y gritando: “¡La sangre de mi mamá!”. “¿Cómo así que la sangre de tu mamá, güevón?”, le decía yo. A los actores se les corría la teja a cada rato. Una vez, otro actor llegó con una navaja y empezó a cortarse la cara, y tenía que actuar al otro día. En otra ocasión mataron a unos milicianos que nos cobraban vacuna por cuidarnos durante las grabaciones. Esa vez nos echaron del barrio y me renunció la mitad del equipo. Al día siguiente tuvimos que volver a contratar gente para poder continuar con el rodaje.
Con respecto a Lady Tabares, ella insiste en su inocencia a pesar de estar condenada…
A ella ya la condenaron en tres instancias. Yo no tengo los conocimientos para determinar la contundencia de las pruebas, pero nadie se apiadó de ella. Lo que sé es que hubo una serie de malentendidos, pero nunca fue autora. Estaba empezando una carrera en televisión, pero cuando mataron a Ferney, su compañero sentimental, quedó devastada emocionalmente. Se sumió en las drogas y la depresión. Se enredó con un amigo de Ferney y se mantenían en una finca abandonada en Bello. Fumaban marihuana y comían mangos. Con esa mentalidad de la calle, les dio por encerrar allá a alguien. Robaron un carro, llevaron a un tipo que luego mataron los muchachos con los que ella estaba. Ahí está esperando que le den casa por cárcel y lleva dos años pagando en tiempo real, sin derecho a trabajo ni a estudio.
¿Algún recuerdo del viaje al Festival de Cannes en 1998?
Una tarde, durante uno de los eventos de la película, el festival nos había asignado una casa para recibir a la prensa. Hubo unos robos: “Se desaparecieron unas joyas que eran de la abuelita de la asistente de prensa. Tienes que devolverlas”, le dije a Lady. Ella me decía que el Zarco era un ladrón. Cuando le preguntaba al Zarco, él decía lo mismo. Al fin las joyas aparecieron, pero ninguno de los dos dijo quién las había robado.
Luis Ospina dijo: “En Colombia uno empieza a hacer la película que quiere y termina haciendo la que puede”. ¿Qué piensa de eso?
Uno siempre hace la película que puede, pero al mismo tiempo, en esa posibilidad, está el valor. Desde que empecé a filmar, me di cuenta de que podía hacer cine con lo que me rodeaba. Yo me reconcilio con la materia que tengo porque ella habla. Prendo la cámara y acepto esas calles, esas personas. Cuando ya has renunciado a que el cine es apariencia, las cosas te hablan. Cuando un peladito pasa enfrente con su chaquetica, sus zapatos, con su mirada, con el tesoro de sus experiencias y la expectativa de la vida futura, eso es una cosa extraordinaria. Uno no puede hacer películas esperando que le vaya muy bien en taquilla, sino que a la película le tiene que ir bien es adentro. El compromiso es solamente con la obra. El fracaso mío es no dejar que me impongan cosas por coproducción. Lo que hay que buscar es que la película sea un éxito para uno. Lo demás no importa.
Se habla de una maldición porque muchos de esos actores terminaron asesinados. ¿O cree que más bien tiene que ver con la fatalidad de las realidades que ha tocado?
Esos muchachos hacen parte de unas lógicas de vida que hace que ellos, independientemente de las películas, corran la suerte que han corrido. Al hablar con ellos uno dice: ¡Qué cosa tan hijueputa! Estos muchachos no tienen otro futuro, sino ese. Se van a estrellar tarde o temprano en la droga, en el accidente, en el disparo, en la muerte. Son vidas al límite. Una generación condenada.
¿Contar esas historias ha sido un acto de fe?
Sí. Hacer Rodrigo D era una jugada tenaz. Mi trabajo ha sido suicida. La mujer del animal es un suicidio, pero al mismo tiempo es una aventura, un reto que tengo que hacer, como siempre, con actores naturales. Yo creo que es como una rebelión con la representación. No hay otra forma de penetrar esos mundos si no se hace a través de ellos.
Siempre habla de la importancia de no dejarse influenciar de lo comercial a la hora de hacer cine. ¿Cómo ha sido ir siempre a contracorriente?
El cine comercial se presenta siempre como tentación y solución. He acumulado unas experiencias cinematográficas que no se pueden tirar al traste. Si yo no hablo de eso, nadie más lo va a hacer. No voy a renunciar a dos cosas. Primero, no voy a hacer una película solamente de argumento, voy a hacer una de universo, donde esté el mundo: ¿para qué pintarle a la gente enigmas sin solución? Lo segundo es que no voy a ser parte del movimiento de anular la vida cotidiana, yo trato de no hacer un cine comercial, hay que apostarle a un cine más complejo, menos ideal. Necesitamos películas más morales. Es importante asumir nuestra dimensión de ciudadanos, dejar de ignorar, hay que hacer un cine que restaure nuestro lugar de testigos de la vida de los demás.
¿Se arrepiente de algo como artista?
A veces me arrepiento de ser tan radical con respecto a la dramaturgia clásica. Yo me identifiqué con estos mundos realistas. Me he obstinado en no hacer otro tipo de películas y es muy probable que no vaya a hacer nunca algo distinto. Yo lo único de lo que no me arrepiento es de no haber hecho unas películas bien malas. Al menos es un consuelo. Tengo tres películas por las que me siento plenamente responsable.
¿Le ha costado reconciliarse con esa decisión?
Puede ser que esté loco. Que sea consecuencia de mi fracaso, de haber persistido en la idea de realismo, pero en el fondo tengo la esperanza de que no sea así. Trato de buscar la lógica de ese mundo. Yo me comprometo con las personas que han nacido en ese mundo abolido y en el fracaso de los afectos. Casi todas las historias de las personas que me interesan se fundan en un abandono, en una injusticia. La pobreza es servidumbre. Yo tengo que ser fiel a eso. Me quito todos los sombreros fabulescos de la cabeza porque el arte que se hace en este país, en 99,9 %, es de puras idealizaciones. El arte debería hacerse del enfrentamiento con la realidad total. Pero lo de ahora son puras mentiras. Los artistas son mentirosos e idealizan toda la mierda. Es lo que pasó con Operación E, hecha por un artista francés, con un gran actor español que es Luis Tosar. ¿Para qué gastan tanta plata y hacen un esfuerzo enorme, para terminar haciendo una mentira? Es decir, una fábula güevona con Luis Tosar de un man que es bueno y trata de proteger a un niñito.

Víctor Gaviria.
Romi Díaz / Revista BOCAS
¿Cuál es el momento más memorable de todos estos años?
Hace tres años, en la cinemateca de México, volví a ver Rodrigo D en una “remasterización”. Le habían bajado todos los ambientes que hacían que fuera muy urbana y vibrante. Ese ruido era importante porque es característico de la vida de los barrios. Pero, al mismo tiempo, por primera vez pude escuchar con intensidad los diálogos. Yo, que siempre había quedado con una frustración de que no tenía guion, ese día me di cuenta de que a pesar de los errores de posproducción, la película estaba guiada por una intuición poética que era valiosa.
A pesar del éxito, usted siempre fue el mismo tipo. ¿Experimentó de alguna manera la fama?
Yo no he sido consciente de esa fama. Cuando salió Rodrigo D fui muy impugnado. Entonces, más bien, tuve la sensación de ser una persona que estaba al comienzo de algo que todavía no se había elaborado. Con los años he escuchado que Rodrigo D es importante, pero nunca lo dimensioné, siempre la sentí como una película brusca y rudimentaria. Sin embargo, con el tiempo, esa característica de hacerla casi en caliente es lo que hace que la historia no muera.
Sus historias son duras y reflejan realidades de las que la sociedad no quiere hacerse cargo. ¿Tiene esperanza?
Yo creo que todo lo que nos ha tocado vivir ha sido importante. Creo que no solo ha sido fracaso, también en las tragedias hay decisiones heroicas. Hay muchas historias para las que todavía no tenemos corazón. Yo tengo esperanza en que ese corazón vaya surgiendo. Para reconciliarnos con lo más oscuro de nosotros y encontrar, en esas realidades aparentemente endemoniadas, los caminos posibles.
¿Cómo es su Medellín?
La ciudad tiene una vida paralela. Es un ser esquizofrénico. Por un lado, todo el mundo respeta los derechos humanos, y del otro, es una ciudad donde hay otras cadenas. Me gusta entrar en el corazón de los barrios de clase media y encontrarme con esos espacios llenos de árboles, con una vida discreta, sin grandísimas ambiciones, todavía con vida cotidiana, de tiendas. Sin embargo, la parte que yo más amo de Medellín son los barrios populares porque me causan una curiosidad enorme. La cantidad de recovecos que hay en una pequeña cuadra, la humanidad expuesta.
El sociólogo que quería ser en la juventud, de alguna manera ha estado siempre presente en su trabajo…
Como cineasta, en el fondo he sido un sociólogo. Tal vez apelando a un deseo de que la sociedad cambiara. Durante las investigaciones hago entrevistas y soy como un chismoso. Del psicoanálisis aprendí a no hacer conclusiones para permitir que la voz de la persona vaya iluminando la vida cotidiana. En ese proceso he aprendido a entender un poco el destino.
¿Cómo interpreta el éxito de todas las historias que ahora hay en televisión sobre la violencia y el narcotráfico? De alguna manera sus historias abrieron un camino…
Hay un oportunismo inmenso. Una ironía, a veces dolorosa. Cuando salió Sumas y restas, en 2005, recuerdo que nos criticaron despiadadamente. Incluso Julio Sánchez Cristo se negó a verla. Ahora convive con todos los éxitos recientes y los apoya con un oportunismo muy grande, que a mí me hace desconfiar de la integridad y de la moral de alguien. Son temas complejos que a veces se desdibujan en el estereotipo. Yo les digo a los que comienzan que no se apresuren en ganarse toda la plata que la televisión ofrece. Trabajen esos temas más lentamente en películas. Trabajen para que esas dos horas tengan dos años de trabajo. Hay que ser responsables con lo que se muestra porque el espectador se puede confundir.
¿Siente que apenas está aprendiendo?
Claro, totalmente. No soy un director que se haya hecho virtuoso en su lenguaje, porque he hecho muy pocas cosas. Hay gente que ha rodado mucho. Lo que me salva es que trabajo con unos actores de verdad, que estoy en unos espacios de verdad y que cuento unas historias de verdad. Si soy virtuoso o no, por muy poco virtuoso que sea, va a quedar hermoso.
MANUELA LOPERA
FOTOS: ROMI DÍAZ
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 23 - SEPTIEMBRE 2013
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