“Tuve la sensación de que alguien me estaba mirando desde dentro de la Tierra”, recuerda el arqueólogo peruano Walter Alva mientras observa una fotografía que muestra la primera pieza que fue encontrada hace treinta años en la tumba del Señor de Sipán. En la foto se observa una figura enterrada hasta la mitad: una orejera de oro de 92 milímetros de diámetro y, en el centro, el torso de un hombre que lleva un mazo en su brazo derecho, un collar que pareciera aludir a cabezas ajenas, una gran nariguera, una diadema semilunar sobre la cabeza y, sobre todo, unos ojos que miran fijamente. Por eso, todavía hoy, Walter Alva piensa que más que un hallazgo, ese momento fue “un encuentro mutuo”.
El hallazgo, ubicado en el valle de Lambayeque, en Chiclayo, en el norte del Perú, era un tesoro arqueológico de la cultura moche y de las civilizaciones antiguas de América. Además, era la primera tumba de un noble que se hallaba intacta en ese país: estandartes y tocados de cobre dorado, pectorales de cuentas de conchas, narigueras, orejeras, brazaletes, pulseras, diademas, sonajeras, bastones, escudos y campanas semilunares… Las piezas eran de oro acompañado de cobre, plata o turquesa y en el lugar también encontraron esqueletos de mujeres, niños, guerreros y animales.
Cuando Alva habla sobre arqueología, cuenta historias de sociedades que parecen seguir vivas. En efecto, se podría decir que él salvó a la cultura moche. No lo hizo en el año 600 d. C., cuando los cambios climatológicos hicieron sucumbir a la sociedad de entonces –muchas hipótesis apuntan a que fue una versión del fenómeno de El Niño–, pero sí en 1987, cuando, junto con Luis Chero Zurita y Susana Meneses, evitó que los saqueadores hicieran desaparecer en el mercado negro todo lo que había en ese lugar. “Machu Picchu es lo que es por sí misma. Sipán es lo que es por Walter Alva”, dijeron una vez para presentarlo en un programa de televisión.
En 1987, el año del hallazgo, Alva tenía 36 años. Él había nacido en Contumazá, un pueblo de la provincia de Cajamarca, en la sierra peruana, y a los ocho años se había ido a vivir con sus padres a Trujillo, una ciudad en la costa norte del país. Durante las décadas de 1970 y 1980 se había dedicado a las investigaciones arqueológicas en lugares como las salinas de Chao, el valle de Zaña, el morro Eten y Purulén, todos en la costa norte. Eso sin contar las excursiones que había realizado durante toda su infancia y juventud, solo por diversión. Sin embargo, el descubrimiento más importante de su vida, la tumba de Sipán, coincidió con la mayor crisis económica del Perú, que en ese momento se sumaba al terrorismo de grupos como Sendero Luminoso y el Túpac Amaru. Mientras el Estado peruano planteaba una guerra frontal contra esos movimientos, Alva inició su propia guerra contra los huaqueros.

Walter Alva
Raúl García / Revista BOCAS.
En medio de las crisis social y política, era tal la obsesión por encontrar piezas arqueológicas, que fotos aéreas tomadas en esos años muestran el desértico valle de Lambayeque repleto de agujeros. Una sola máscara de oro, detalló Alva, podía llegar a estar valorizada en 80.000 dólares. En la tumba de Sipán, los más de 600 objetos hallados por Alva y su equipo obligaron a cargar tres veces una camioneta y la noticia del Señor de Sipán llegó a las portadas de revistas como National Geographic, Newsweek y Geo.
“No estamos hablando de la tumba de un inca o de un emperador”, explica ahora Alva mientras bebe lentamente un chilcano en un restaurante. Su voz, pausada y grave, parece enredarse en su barba. “Era la de un señor del valle de Lambayeque, al que llamamos señor solo porque es parte de un señorío que estaba circunscrito a un valle de la costa norte en la época de la cultura mochica. Pero ese hallazgo marcó un antes y un después, fortaleció la idea de que era posible una arqueología peruana”.
Después del hallazgo, en la década de 1990 Alva se dedicó a la excavación de más tumbas moches, a restaurar las piezas en Alemania y a hacer realidad los museos Tumbas Reales de Sipán –que fue inaugurado en 2002 y que hoy, con más de dos mil piezas de oro, cerámica y ajuares funerarios, es uno de los más visitados del Perú– y Huaca Rajada-Sipán –inaugurado en 2007 cerca del sitio arqueológico–. Hasta el 2012, la exposición del Señor de Sipán había recorrido 18 países.
Los complejos sistemas de regadíos de las culturas antiguas tuvieron tal impacto que se calcula que habría más de doscientos sitios arqueológicos entre conjuntos monumentales, cementerios y sitios fortificados, entre otros, en la costa norte del Perú. Hace dos semanas, después de que Alva dio esta entrevista, un incendio generado por una empresa azucarera destruyó murales de 4.300 años de antigüedad de la huaca Ventarrón, muy cerca de las ruinas de Sipán. A pesar de la indignación que esto le genera, él continúa trabajando: sus investigaciones se enfocan en el valle de Zaña, un lugar que fue poblado en el año 1.200 a. C. y que aunque él ha frecuentado por cuatro décadas, solo ahora empieza a ser excavado. Además, viaja continuamente a Lima para supervisar un proyecto que prefiere mantener en secreto –esto lo repite entusiasmado más de una vez– pero que está seguro de que tendrá resultados contundentes. ¿Por qué no creerle? Sus palabras están acreditadas por esa mirada que lo marcó hace tres décadas y que hoy brilla en el museo.
Cuando se anunció el descubrimiento de Sipán, se habló de “una de las tumbas más ricas halladas en América en los tiempos modernos”. Treinta años después, ¿qué agregaría a esa definición?
Eso lo puso la National Geographic. También hubo otros títulos periodísticos, como el de Newsweek que puso algo así como: “¡Apártate rey Tut!”, por Tutankamón. Los arqueólogos, por ética, no podemos calificar nuestro propio trabajo, pero ese fue un título periodístico que sí se ajustaba un poco a la verdad. Sabemos que se han saqueado tumbas probablemente más ricas que la de Sipán, pero el descubrimiento científico más significativo hasta ese momento sí había sido este. Pero lo más importante es que hasta antes de Sipán la arqueología en el Perú era hecha por académicos de muy alto nivel, la mayoría de ellos extranjeros que investigaban solo por un periodo de tiempo. Con Sipán, en cambio, se inició un trabajo que hasta hoy no se ha detenido. Esto se trató de peruanos rescatando su propia herencia cultural.
Yo me acerqué con una linterna y me quedé mudo por un eterno que nunca olvidaré. La aparición entre sedimentos de la primera pieza fue la confirmación de la importancia que tenía esa tumba.
En la mayoría de los artículos periodísticos sobre el descubrimiento de las tumbas de Sipán se hace alusión a una historia de suspenso y de acción. ¿Por qué?
Nos tocó vivir una investigación arqueológica que se ejecutó en condiciones muy difíciles, sobre todo por el contexto en el que se encontraba el país. A eso se sumó el saqueo de los monumentos: parecía que no iba a parar hasta que extrajeran el último objeto sepultado y lo ingresaran al mercado negro. A pesar de que no teníamos un centavo de recursos, porque el Estado no nos daba nada, decidimos que la única manera de detener eso era instalar un campamento y comenzar un trabajo que los arqueólogos llamamos “de rescate”. Conseguimos quinientos dólares y empezamos el trabajo de excavación. No teníamos ni una tienda de lona y tuvimos que pedir apoyo al Ejército para que nos prestara una.
¿Cómo se sobrepusieron a ese escenario?
Cuando ingresamos, el lugar se estaba saqueando y la gente pensaba que se encontraba en todo su derecho de hacerlo. En ese ínterin los profanadores seguían vendiendo las piezas y eso permitió que una denuncia de un fiscal impulsara una estrategia para tratar de detener o investigar a los profanadores. Fue en una intervención de la policía cuando abatieron a uno de ellos, lo cual solo puso aún más tenso el ambiente. Creo que ha sido uno de los momentos más dramáticos que me ha tocado vivir. Además, decirle a la gente que debía salir del sitio arqueológico y tratar de argumentarle a la población el carácter de un patrimonio nacional era muy difícil. Se tuvo que hacer el desalojo con disparos al aire y los días siguientes fueron un acoso constante, pero una vez empezamos a encontrar objetos y le ofrecimos trabajo a la gente, la tensión empezó a bajar.
Se ha hablado mucho de la muerte de Ernil Bernal, el huaquero que murió en aquella intervención que usted señala. ¿Qué fue lo que sucedió?
Fue una intervención policial trágica. La idea de la policía era detenerlos para poder recuperar lo que habían saqueado. Rodearon la casa, pero ellos salieron corriendo. Lo que pasó después yo no lo pude ver porque estaba esperando los resultados y no podía meterme. Cuando me avisaron que lo habían herido, lo primero que hice fue entregar el carro para que lo llevaran al hospital. Fue una intervención fatal, mal organizada y de la que se han contado todas las versiones. Algunos dicen que se enfrentó, otros dicen que no. Creo que la historia hubiera sido diferente si lo hubiésemos capturado.
Volvamos a los hallazgos. ¿Qué es lo que más recuerda del momento en que encontraron la tumba de Sipán?
Recuerdo muy bien que estábamos a punto de cerrar el campamento ese día cuando uno de los asistentes nos dijo que se veía algo interesante en un rincón. Yo me acerqué con una linterna y me quedé mudo por un instante, un instante eterno que nunca olvidaré. La aparición entre sedimentos de la primera pieza fue la confirmación definitiva de la importancia que tenía la tumba que estábamos cavando.
Ha señalado en otra oportunidad que, más que el descubrimiento, el momento más emocionante fue cuando regresaron las piezas restauradas de Alemania. ¿Por qué?
Porque fue el momento en que entendimos cuánto había calado ese hallazgo entre los peruanos. Todo se debió a una razón esencial: nosotros nunca hablamos de la tumba mochica, sino de la tumba del Señor de Sipán. Esa denominación personalizó el descubrimiento e indicaba que no solo estábamos recuperando objetos y tesoros, sino la presencia de un hombre. Ese fue el elemento esencial para que la gente comenzara a ver en este hallazgo una parte vital de su identidad y creo que ese es el mayor aporte que ha podido tener.
Recuerdo que en ese tiempo, en una de mis venidas a Lima, a un chofer que me llevaba de un sitio a otro le dijeron que estaba llevando al que había descubierto al Señor de Sipán. Sorprendido, el chofer me dijo que ya había ido a hacer peregrinaciones al Señor de Luren [la imagen de un Cristo que se usa como símbolo patronal de la ciudad de Ica], pero que todavía le faltaba ir a adorar al Señor de Sipán.
En varias ocasiones ha mencionado a un personaje clave en su interés por la arqueología: Max Díaz. ¿Quién fue él?
Yo lo llamaría mi mentor. Mi padre era un ingeniero y matemático que hizo amistad con Max Díaz, que era todo lo contrario: un artista y un arqueólogo. Fue uno de los precursores de la arqueología en el norte del Perú. Cuando, a los ocho años, llegué de Contumazá, mi pueblo natal, a Trujillo, lo primero que hizo mi padre fue llevarnos a la casa de Max, su único amigo. Él tenía una casa en Moche que parecía más un museo porque toda la sala estaba llena de obras de arte y ceramios. Lo que me fascinó de él fue que no era un coleccionista que te mostraba vasijas, sino que reconstruía la historia de los objetos. Ahí aprendí que la arqueología no era solamente excavar objetos inertes, sino reconstruir la historia de un pueblo y tratar de hacerla llegar a los descendientes de hoy.
¿Y ya a esa edad empezó a pensar en la arqueología?
Incluso un poco antes. Mi pueblo natal estaba lleno de magia: cuando leí Cien años de soledad yo pensé que se trataba de mi pueblo porque ahí estaban los personajes más alucinantes que te puedas imaginar. Desde los anarquistas que habían peleado en la guerra civil española, hasta poetas, pintores y políticos… Era un pueblo que, treinta años antes de que yo naciera, tenía apenas tres mil habitantes, pero dos periódicos, uno para cada partido. Y con mucha actividad intelectual, porque no fue un pueblo de grandes terratenientes, sino de pequeños y medianos agricultores y, sobre todo, de gente muy orientada a la actividad política. Mi familia era totalmente política y tenía una buena formación profesional. Todos fueron a la universidad, a pesar de que el pueblo estaba tan lejos. En ese contexto, mi pueblo estaba lleno de leyendas e historias.
Como las que le contaba su abuela…
Mi abuela materna sí que no había ido al colegio, pero sabía leer y escribir y tenía una capacidad extraordinaria para contar cuentos. Mi infancia estuvo alimentada por cuentos que eran una mezcla de historias andinas con Las mil y una noches y lecturas de la Biblia. Cuando se quedaba sin historias, se las inventaba. Para mí era fascinante saber que existía un mundo de gentiles, que eran los antiguos peruanos.
¿Cuál es la historia que más recuerda?
La leyenda de la princesa Tantarica y el cacique. El cacique estaba en una laguna que queda en la parte más alta de mi pueblo, en la puna, muy fría, sobre los 1.800 metros de altura. El cacique pidió en matrimonio a la princesa y el padre la cedió con la condición de que le llevaran agua hasta sus dominios desde la laguna. Este puso a trabajar a toda su gente, pero cuando cumplió, el padre no cumplió con su promesa; entonces el cacique desvió el río y se suicidó de pena. Lo que me quedó de eso es que había muchos pueblos antes y que había una historia por rescatar: todo eso fue una permanente alimentación de ideas. Pero, por otro lado, la educación en ese tiempo era muy rígida y no había en el pueblo nadie que no supiera escribir poesía porque nos obligaban.
El concepto de la vida más allá de la muerte era tan fuerte en ellos que sacrificaban a los personajes de su entorno. Eso no tiene comparación con ninguna otra religión.
¿En qué momento se decidió definitivamente por la arqueología?
Cuando vi que era donde podía contribuir. Fue como una premonición. Recuerdo que tendría trece años cuando comencé a salir con otros amigos al campo, a los monumentos, a los lugares donde habían saqueado… Buscábamos recoger fragmentos, coleccionar objetos, y con mi mesada compraba objetos. Empecé a frecuentar reuniones con coleccionistas, que era de lo más normal… Preferí ser un buen arqueólogo y no un mal poeta.
¿Pero no era bueno con la poesía?
Sí, era bueno. Creo que algún día voy a volver porque la gente dice que uno siempre vuelve sobre el primer amor. Más que lírica, se trataba de una poesía social, que era la moda en ese entonces. En esa época fui delegado estudiantil de un grupo de izquierda y participaba en los mítines, algo que era casi un deporte en ese tiempo. Me pasó incluso que un día fui con el uniforme de colegio y hablé a nombre de los estudiantes en un mitin de una universidad. Mi padre estaba espantado cuando le contaron que me habían visto hablando en un mitin de universitarios con uniforme. Estuvieron a punto de expulsarme, me dijeron que había sido una tremenda barbaridad.
¿Cuál era el contexto de la arqueología en el Perú cuando usted decidió dedicarse a este oficio?
Era una época en la que solo había proyectos extranjeros y con investigaciones periódicas. No había una arqueología nacional. Cuando llegué a Lambayeque yo era el único arqueólogo y todavía en ese tiempo ni había sustentado mi tesis.
¿Es verdad que su primera muestra arqueológica la hizo cuando estaba en el colegio?
Me tocó estudiar los primeros años en el colegio San José Obrero, que es uno de los colegios más selectos de Trujillo. Yo no me encontraba en mi ambiente porque era el colegio de la élite. Cuando hubo una feria le pedí al profesor si podíamos hacer una exposición del salón, como un pequeño museo, y le pedí a todos que trajeran todo lo que tenían: ceramios, minerales, animales disecados. En una mesa, a la entrada del colegio, me dediqué a ponerle a cada uno su texto y esa fue mi primera experiencia museográfica. Podías ver desde un ceramio moche que tenían los chicos que eran hijos de hacendados, hasta minerales o animales disecados de torneos de caza, lo que fuera.
Sus dos hijos también se dedican a la arqueología. ¿Cómo les transmitió el interés por este campo?
Ellos han vivido y respirado arqueología, porque mi primera esposa era también apasionada como yo por la arqueología y la fui empujando hasta la militancia. Los chicos vivieron entre campamentos y excavaciones y eso podía tener dos efectos, uno traumático y otro de anhelo. Ignacio tuvo ese dilema. Primero iba y se quedaba conmigo: para él era fascinante porque podía jugar con la tierra, las piedras y ver las excavaciones. Se adaptó muy bien, pero después quiso ser pintor y estuvo metido en ello un tiempo hasta que volvió a la arqueología. Ahora ha hecho un trabajo importante en Ventarrón [centro ceremonial moche ubicado en Chiclayo donde se encontró uno de los murales más antiguos] y ha escrito ya un libro. Bruno es de otro temperamento, está más orientado al diseño de guiones museográficos y a la recreación del mundo antiguo. Está trabajando mucho con el tema de vestimentas y la reconstrucción visual de la antigüedad.
En cambio, sus padres no estuvieron muy de acuerdo con la idea de que usted fuera arqueólogo. ¿Qué le decían?
Mi padre al final respetó mi vocación y me ayudó, pero siempre me decía que hubiera preferido que fuera ingeniero. Lo primero que me dijo fue que me iba a morir de hambre. La idea de ser arqueólogo para él era casi como si hubiera decidido ser poeta, algo de puro romanticismo.

Walter Alva.
Raúl García / Revista BOCAS.
¿Hay poesía en la arqueología?
Yo creo que sí. Cuando descubres, ves y palpas la infinita calidad artística que tienen las expresiones de los antiguos peruanos, ese concepto religioso, ese pensamiento del mundo extraterreno, descubres que esa gente debió tener un pensamiento muy profundo, una gran religiosidad y una mirada poética. Una vasija moche es una poesía.
Al inicio de esta entrevista usted mencionó el contexto político y social que había cuando hizo el hallazgo de Sipán. ¿Cómo esto afectó su trabajo?
Es que uno sabía que no contaba con ningún apoyo ni con recursos del Estado. Tenías que tener la profunda convicción de que podías trabajar con pocos recursos. A la gente de las nuevas generaciones yo siempre le digo que nosotros descubrimos murales en Ucupe [de la cultura sicán, que surgió después de la moche] con centavos, con mi propio Volkswagen y mi sueldo. La única manera de superar todo eso era con fe, entusiasmo y pasión.
¿No dudó del valor o de la importancia de la arqueología en un contexto así?
Estaba convencido de que la arqueología tenía que superar eso porque tenía que ser el sustento de la identidad y el rescate de la autoestima de la población, pero también tenía que convertirse en un recurso económico a través del turismo. Estaba absolutamente convencido de eso y el tiempo me ha dado la razón. Siempre he pensado que debo escribir mis memorias porque hay mucha gente que piensa que yo llegué a ser director del museo como cualquier otro burócrata, pero no pueden olvidar que el museo de las Tumbas Reales de Sipán lo hice yo, sin falsa modestia. Uno no puede tener una modestia falsa frente al olvido y las tergiversaciones.
De hecho, le tomó muchos años convencer a las autoridades para hacer ese museo. ¿Qué fue lo más difícil en ese tiempo?
La incomprensión. La falta de visión de nuestros gobernantes y de la clase política. Me decían que no se podía invertir tanto dinero en hacer un museo. Pero se sabía que un avión cuesta tres veces lo que costaba el museo; se sabía que había una corrupción generalizada, y que se pagaban millones por otras cosas. Que a mí me dijeran que no había siquiera un millón de soles [unos 300.000 dólares] para un museo, era realmente indignante. Y eso, en muchos casos, todavía sigue siendo así. El museo está terminado, es el más exitoso del Perú, pero seguimos luchando para conseguir un mejor presupuesto para investigar.
¿En algún momento pensó que el museo no se haría realidad?
Sí. En varias reuniones. Y del más alto nivel. Me decían que hiciera lo que pudiera con lo que tenía. Yo utilicé una táctica que me recuerda mucho al cuento del caldito de piedra. Es la historia de un campesino muy pobre que va a la casa de otro a pedirle algo de comer, pero le responden que no tienen nada para invitarle; entonces pide un espacio detrás de la casa para hacer un caldito de piedra. “¿Un caldito de piedra?”, le dicen. Eso despierta tanto la curiosidad, que le dan un espacio para que lo haga. Entonces el campesino pide una olla para hacer el caldito, y le dan una olla donde pone agua y una piedra. Los dueños lo miran fascinados. Como no tenía buen sabor, pide un poco de sal y se la dan; luego un pedazo de carne seca para darle más sabor, y así sucesivamente. Cuando acabó, tenía un caldo riquísimo y completo. Esa fue la técnica que yo empleé para hacer el museo. Nunca dije cuánto iba a costar, siempre decía: “Falta poco, falta poco, falta poco”. ¡No iban a impedir el proyecto de mi vida!
Los moches tenían unas nociones muy particulares de la vida y la muerte. ¿Qué aprendió de ello para su propia vida?
Los mochicas, como algunas culturas que tienen un profundo sentido espiritual, pensaban que la vida no terminaba en este mundo, que había otro mundo y que uno debía prepararse para este. En la tumba se puede ver que al señor lo sepultan con todo su séquito, que probablemente fueron voluntarios para el sacrificio que tenían el firme convencimiento de que había que seguir a su señor en el mundo de los muertos. Ese concepto de la vida más allá de la muerte era tan fuerte en ellos que sacrificaban a los personajes de su entorno. Eso no tiene comparación con ninguna otra religión.
¿De qué manera esa idea influyó para enfrentar el fallecimiento de su primera esposa, que fue sepultada en el mismo museo?
Fue un momento muy duro porque ella falleció después de treinta años de un matrimonio, que no era solo un formalismo por tener un hogar, sino toda una vida trabajando juntos. Éramos casi una sola persona. Yo me había casado a los 22 años y ella era siete años mayor que yo. Fue perfecto, porque las chicas de mi edad no estaban al alcance de mi manera de pensar y ella era una mujer muy madura e inteligente. Pero el gesto de sepultarla en el museo no fue mío, porque yo no podía intervenir en un tema tan personal y delicado para el museo. Fue un pedido de los arqueólogos que trabajaban en Lambayeque. Es un hecho significativo porque es el único reconocimiento que tuvo: ella nunca recibió un sueldo porque, por ser mi esposa, no podía contar con un cargo oficial.
Su segunda y actual esposa también trabaja con usted.
Sí, he tenido la suerte de encontrar una compañera para este tramo de la vida. Es una mujer extraordinaria, con mucho carácter. Tiene dos profesiones y decidió abandonarlo todo. A veces ella misma no se explica cómo ha dejado Lima para irse a vivir a Lambayeque, teniendo un futuro profesional mucho más prometedor que trabajar conmigo en Sipán, pero ella me dice que siente que está cumpliendo una misión. Yo le llevo 21 años. Por años tuvimos una oficina en el mismo ministerio y nunca nos cruzamos a pesar de que solo nos distanciaba un piso. Incluso, hay una foto de un viaje que hizo ella en su primer año de la universidad para conocer Sipán. Todos ellos tenían alrededor de 18 años y quisieron tomarse una foto conmigo. En esa foto, ella sale delante de mí. Detrás de eso yo creo que hay una profunda convicción y una admiración a un trabajo que tiene que seguir.
En algún reportaje vi una foto de su segundo matrimonio: la torta tenía la forma de una pirámide moche. ¿Hay alguna parte de su vida que no esté ligada a la arqueología?
¡No! Esa torta la partimos con una de esas herramientas que usamos en las excavaciones: un badilejo.
RAÚL LESCANO MÉNDEZ
FOTOGRAFÍA: RAÚL GARCÍA
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 69 - NOVIEMBRE 2017

El Señor de Sipán
Entrevista con Walter Alva
Por Raúl Lescano Méndez
Revista BOCAS