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Bocas

'Colombia tiene que salir del clóset': Brigitte Baptiste

Brigitte Baptiste es transgénero. Ella misma escogió su primer nombre -en un homenaje a Brigitte Bardot- cuando a los 35 años decidió que el cuerpo con el que había nacido no era el que quería.

Brigitte Baptiste es transgénero. Ella misma escogió su primer nombre -en un homenaje a Brigitte Bardot- cuando a los 35 años decidió que el cuerpo con el que había nacido no era el que quería.

Foto:Pablo Salgado

Esta profunda entrevista ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 2016.

A la directora del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt le gusta jugar a ser otros. Para el Salón del Ocio y la Fantasía de 2015, una reunión de fanáticos de los videojuegos y la ciencia ficción, fue el personaje de animación japonesa Rangiku Matsumoto, con una peluca naranja que la hacía visible a varios metros de distancia, un kimono negro de batalla y un escote pronunciado. No tiene problema en posar como una dama de otra época –de pelo corto, perlas, sombrero de encaje– o como una pelirroja coqueta, con pelo de fuego.
Quienes han trabajado con ella –en la Universidad Javeriana, donde dio clases de ecología durante más de veinte años; en el Instituto Humboldt, que dirige desde el 2011 cuando fue elegida entre varios candidatos– dicen que es una voz líder en biodiversidad porque no es una ambientalista dogmática, por su capacidad para explicar las necesidades del país de manera clara. En una sociedad tan conservadora como la colombiana, aseguran, es excepcional que una figura como Brigitte –que además llegó a dirigir el instituto por concurso, sin rosca, sin capital político, por meritocracia– sea la voz de la institucionalidad.
Brigitte Baptiste es transgénero. Ella misma escogió su primer nombre –en un homenaje a Brigitte Bardot– cuando a los 35 años decidió que el cuerpo con el que había nacido no era el que quería.
“Ser transgénero es ser capaz de moverse a través del género sin quedar atrapada ni anclada en ningún estereotipo ni en un rol definitivo. Es ser capaz de explorar y construir el equilibrio entre lo femenino y lo masculino, y moverse entre las dos definiciones y hacia los lados. Es no limitarse a nada; no asumir ninguna relación obligatoria entre género, preferencia sexual e, incluso, cuerpo”, dice Brigitte con toda la paciencia del mundo, como quien ha dado la respuesta una y mil veces con la convicción de que es necesario que al que pregunte le quede claro. Como si una buena explicación se transformara en una pequeña victoria.
Desde julio de este año, Luis Guillermo Baptiste, el nombre que aparecía en todos sus documentos de identidad, desapareció. Hoy, su cédula la identifica como Brigitte, colombiana, mujer. Hace diez años se puso senos, porque son un símbolo indispensable de su feminidad, porque son una expresión pública y erótica de su identidad.
Cuando se pasea por su barrio, casi siempre con una falda corta y medias de colores, la reconocen: los niños la llaman de lejos, sus vecinos la saludan, le preguntan por la salud de su mamá y ella, con su voz profunda, pregunta por las vidas de ellos, por sus huertas, por sus estudios. Por ese mismo barrio, la Soledad, un barrio bogotanísimo como ella, que parece un campo de guerra por el eterno arreglo de varios andenes, la piropean los maestros de obra: “Mira, para ti que te gustan los camiones con el bómper grande”, le dice uno a otro. Ella solo se ríe, dice que hay que tener correa, que le encanta el ingenio siempre y cuando no haya agresión.
Pablo Salgado

Pablo Salgado

Foto:

Es bióloga de la Universidad Javeriana, pero antes hizo algunos semestres de Arquitectura y pensó en estudiar Agronomía. “Pero uno a los 16 años no sabe nada”. Antes de eso, entre el colegio y la universidad, trató de irse a Canadá, para estar sola, para tratar de entender cómo era eso de querer ser mujer, sentirse femenina, pero haber nacido en el cuerpo de un hombre. Estuvo de malas: no consiguió becas, siempre obtenía un segundo lugar.
Luego, por fin, con una beca de la Comisión Fulbright, en 1992 se marchó a la Florida a hacer una maestría. En ese entonces no era todavía Brigitte, estaba casada con una mujer –cumpliendo con todos los roles de hombre, sí, su pareja no estaba enterada del secreto de su entonces marido– y aprovechaba los tiempos a solas para pasearse por librerías feministas y leer sobre temas de género, en busca de alguna respuesta. Ya antes había leído los informes de Masters y Johnson y el de Shere Hite sobre la sexualidad femenina.
La mujer que logró reescribirse a sí misma es, por supuesto, fanática de la ciencia ficción: William Gibson, Asimov; leía todas las antologías que publicaba la editorial Bruguera y que conseguía baratas en la calle 19. “Me liberaban. Como vivía en el clóset, quería vivir en otro mundo”. Le encanta Viaje a las estrellas, sobre todo la nueva generación, y dice que soñaba con ser la comandante Deanna Troi. Es fanática de la obra cinematográfica de los hermanos Wachowski –Lana Wachowski, que nació siendo Larry, pasó por el mismo proceso de transformación de Brigitte– y la atrapó la serie Sense 8, aunque poco tiempo le queda para ver televisión.
La literatura de fantasía no le gusta, le parece tonta y sin sentido. “Lo que leen mis hijas me saca la piedra”, y sin duda habla de las sagas de vampiros y Los juegos del hambre. Sus hijas son dos: Candelaria, de 14 años, y Juana Pasión, de 12. Dice con orgullo que uno de sus mayores legados es haberlas liberado de la religión, de haberlas dejado crecer sin dogmas. Dios le parece una idea insensata.
Vive con ellas y la madre de ambas, Adriana, con quien está en una relación desde 1998, cuando decidió que la vida era mejor vivirla como Brigitte. También viven con Galileo, un gato de veinte años, que de viejo se puso exigente y solo come jamón.
Se levanta todos los días a las cuatro de la mañana porque es la hora en la que puede pensar en silencio y escribir. Tiene una columna quincenal en el periódico La República y un blog en la página del Humboldt. Dice que su hobby ahora es trabajar, porque no para: durante la semana puede viajar hasta tres veces a diferentes rincones del país, reunirse con la Andi por horas y, si es el caso, viajar al extranjero para hablar sobre biodiversidad o problemáticas de género. Desde este año hace parte, a nombre de Latinoamérica y el Caribe, del panel de 25 expertos globales de la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES). También está a medio camino de un doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona; lo empezó en 2001, pero se atravesó la vida: nació su primera hija y se acabó la plata de la beca con la que se fue.
Eso sí, cuando está en Bogotá hace hasta lo imposible por llegar a eso de las siete de la noche a la casa para prepararles la comida a sus tres mujeres.
En Brigitte también se contienen las herencias francesa y catalana. Su abuela la influenció mucho por su personalidad festiva, por ser crítica del clero, por su capacidad de ver la humanidad con ironía y de burlarse de la sociedad colombiana, sobre todo de la conservadora. “Se torcía de la risa”, dice, y es claro que a ella también le causa gracia.
Su rostro es fuerte, con carácter. En su piel se ve el paso del tiempo y su sonrisa es de esas que iluminan todo el rostro. Usa las uñas largas y tiene las manos muy gruesas. Ha tenido el pelo rojo y naranja, pero en este momento, a sus 52 años, lo tiene rubio cenizo y hasta los hombros. Casi siempre usa faldas, “porque estuve 35 años usando pantalones, ¡ya no más!”. Tiene dos tatuajes que representan lo femenino: una sirena, en su brazo izquierdo, y una Venus, como la de Botticelli, en la espalda. Siempre dibujó, pero ahora no se siente capaz de ilustrar el tercer tatuaje que tiene en mente: una escena con Eva y Lilith, las mujeres primigenias, saliendo del agua.
Le gustan las mujeres andróginas y está encantada con la fotografía de Serena Williams que hizo Annie Leibovitz para el calendario de Pirelli de 2016.
En el campo le dicen don Brigitte, y a veces por teléfono también. Le está prohibido bailar porque no tiene nada de ritmo, pero le encanta ir a conciertos de metal y hacer headbanging. Sin embargo, en su casa prima la música que oyen sus hijas adolescentes.
Dice que está completamente metida en las redes sociales y hace poco añadió a su biografía de Twitter las palabras Cyborg wannabe, porque cree que la continuidad de lo humano está atada a la tecnología, y que nuestras identidades virtuales van a ser cada vez más reales y más tangibles. “Probablemente no alcance a transformarme en una identidad virtual consciente, pero que va a llegar es indudable”.
¿Cómo es esa historia de un sostén que compró en el Only?
Eso fue como a los 16 o 17 años, ya en la universidad. Me armé de valor y con toda la adrenalina entré al Only y compré un sostén. Cuando llegué a la casa dije “lo logré”, y veo que tiene dos copas derechas. ¿Yo cómo iba a reclamar? Una situación macondiana.
¿Qué hizo con el sostén?
Lo usé, por supuesto, era blanco, sencillo, totalmente normal, era la gran conquista, mi gran felicidad.
¿Cuándo dijo en público que quería ser mujer?
En la universidad, en una capacitación para ser maestros que daba una sicóloga, ella nos dijo: “Para poder enseñar uno tiene que abrir caminos, ustedes tienen que ser capaces de preguntarse cuáles han sido los caminos que han recorrido y hacia dónde quisieran ir. ¿Por qué están aquí? ¿Hacia dónde van?”. Al final dijo: “Bueno, ahora ustedes digan: si no estuviesen acá, ¿qué hubiesen querido ser?”. Y yo abrí la ronda y dije: “Yo hubiera querido ser mujer”.
¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de Brigitte Bardot?
De una revista que tenía mi abuelo, como de Folies Bergère. Creo que tenía unos siete u ocho años. Había fotos de actrices y me acuerdo claramente de la sonrisa de ella, porque yo tenía los dientes como ella. Y quedé prendada de su juventud, de su frescura. Las películas de ella las vi hace poco, pero nunca fui fan. Era solo su imagen. Me gusta pensar que soy malvada, por eso me atraen más actrices como Jayne Mansfield, más misteriosas, más seductoras, más malas.
Pablo Salgado

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El juego de la moda, de mostrarse y no mostrarse…
Es un tema central a lo que hago y central a lo que soy. A mí me gusta hacer conciencia de cómo me muestro, porque para mí la comunicación es clave en la construcción colectiva, en el intercambio de ideas. Eso implica asumirme a mí misma y, por supuesto, en mi condición de transgénero, mi cuerpo ha sido un problema. Desde que tengo memoria, considero que mi cuerpo no es el adecuado y eso hace que yo tenga una conciencia de cuerpo muy marcada. Yo no le pido eso a nadie, cada uno tiene sus umbrales de exposición, pero el cuerpo y la expresión de género en el cuerpo son una expresión que implica reconocimiento público, que implica visibilidad, para rechazarla, para interactuar, para ignorarla.
Pero muchas veces parece que es la sociedad la que decide por uno: que hay que ser flaco, que hay que ser lindo...
Desde muy pequeña recuerdo esa sensación cuando los demás me decían cómo había que sentarse, cómo había que moverse, la forma correcta de mirar, la forma adecuada de tener el pelo…
¿Le pedían ser algo que no era?
Desde muy pequeña camino raro. Para mí, por supuesto, no era raro, pero en el colegio fue motivo de matoneo siempre. También era motivo de burla tener gafas, usar zapatos ortopédicos, caminar con la cola parada. Para mí era inexplicable que ese fuera motivo de diversión y de burla, y no solo conmigo sino reiterado. Rápidamente uno adquiere conciencia de que ese es un mecanismo de poder, de discriminar, de separar.
¿Y en el colegio cómo era esa relación con el cuerpo?
La educación física en el colegio fue tortura… ¡Sálvese quien pueda! Cuando uno llegaba a cuarto, quinto y sexto de bachillerato, se convertía en el profesor de educación física de los chiquitos. Un día me encontré siendo el grande que obligaba a un chiquito de diez años a saltar un charco que él no quería saltar. Le decía: “Salte, ¿cómo no va a poder?”. No recuerdo haberlo matoneado, pero sí recuerdo que se puso a llorar. En ese momento me pregunté qué estaba haciendo, cómo me convertí en el monstruo que abominaba. Porque a mí me hacían saltar los charcos y tengo cicatrices, es decir, tengo heridas, porque me hacían saltar cercas, qué irresponsabilidad.
¿Cuándo cobró conciencia de la importancia del cuerpo y la moda?
Cuando salíamos de donde mi abuelita en Chapinero, en Lourdes, los sábados a las 10 de la noche –yo ya tenía unos doce años–, pasábamos por la 15, y por ahí detrás de Los Héroes estaban todas las trabajadoras sexuales exhibiéndose. Y yo pensaba que quería ser como ellas. Uno a esa edad no sabe qué hace una prostituta, pero eran personajes llamativos semiempelotos en la noche gélida de Bogotá. Eso no es solo un ejercicio liberador, sino valiente, estaban rompiendo todas las reglas. Tampoco sabía que eran hombres, solo que eran travestis. Pero como me gustaba vestirme como niña a escondidas y jugaba a explorar mi cuerpo y mi feminidad, me gustaba pensar que había gente que también lo estaba haciendo. Además, no había más referentes. Ya con el tiempo la moda empezó a gustarme mucho, empecé a dibujar, sobre todo mujeres, su ropa… Ah, y sexo también, pornografía.
¿Pornografía inventada o investigada?
Inventada. Después encontré ilustradores que hacían dibujos sobre hermafroditas, hombres-mujeres y mujeres-hombres, toda una iconografía que hoy en día sigue siendo subversiva, pero que tiene autores de gran renombre detrás. Yo dibujaba a escondidas mujeres transexuales y me identificaba plenamente con ello.
¿Se sentía sola?
Infinitamente sola. La adolescencia fue una falacia en la medida en que no crecí en el cuerpo que esperaba. Quería que fuese otro cuerpo, pero hice conciencia de que no…
¿Recuerda el momento en que pensó “este no es el cuerpo que quiero”?
La mayoría de los transexuales dicen: “Yo abrí los ojos y supe que estaba en el cuerpo equivocado”. En mi caso no. Recuerdo la sensación de irme distanciando de mi propia construcción de cuerpo, desde los 5 o 6 años, desde jugar con las muñecas o con los muñecos e identificarme más con lo femenino. Ya en la adolescencia me di cuenta de que ese mundo era el que me estaba vedado. Y luego, cuando te das cuenta de que no es lícito, comienzas a buscar alguna compensación, algún consuelo, tratar de entender por qué te está vedado. Pero yo no sé en qué momento dije afirmativamente “yo quiero ser mujer”, que esa es una etapa muy importante en la definición de la identidad transgénero. Es decir “yo quiero ser mujer” y empezar a investigar qué necesitas para eso, cómo puedes hacerlo. Así me encontré con las noticias de Roberta Close, de Christine Jorgensen, y entendí que uno se podía operar y cambiar de sexo. Inmediatamente pensé: “Es lo que yo quiero, yo quiero hacer eso”.
¿Era común encontrar estas imágenes en los medios?
No, salía en El Espacio la foto de Roberta Close, divina, y decía “Esta mujer es un hombre”. A mí no me importaba que fuera hombre, yo compraba El Espacio y leía. En esa época no había internet, ¿entonces, adónde iba? ¿A la biblioteca del colegio? ¿A la Luis Ángel Arango a buscar información sobre el cambio de sexo? ¿A mi doctor a preguntarle?
Pablo Salgado

Pablo Salgado

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Y no había ningún confidente, un amigo…
No, era demasiado prohibido. O yo mismo me lo imaginaba. Pero tampoco había referentes nacionales, ni en el cine. De hecho, el homosexualismo era considerado delito. Además, nunca me pensé homosexual, mi construcción de la identidad en ese momento no tenía que ver con el erotismo compartido.
¿Qué contestaba cuando le preguntaban qué quería ser cuando grande?
Pensaba “supermodelo”, pero no lo decía, decía arquitecto o agrónomo, era el lóbulo derecho hablando, era una esquizofrenia tenaz.
¿En cuáles espacios era mujer antes de decirlo en voz alta?
A escondidas. Me vestía de niña, me maquillaba en mi cuarto. Tengo una tía, se llama Gina Vallejo. Siempre fue muy independiente, autónoma, graduada en la universidad. Nunca se casó, no le conocimos novios, sino amigos con los que hacía fiestas. Era también muy vanidosa, a ella sí le gustaba la moda, tenía la ropa más chévere del mundo: blusas de colores, incluso tenía pelucas, lentejuelas. Ir a la casa de ella era lo máximo. Resultaba más difícil el movimiento, lo escondido, pero ella compraba la revista Cosmopolitan, que promovía la liberación sexual de la mujer y tenía una columna de “Consulte a su ginecólogo”, o el artículo de la mujer que tiene diez orgasmos al minuto, todo, absolutamente todo lo leía.
Y empezó a ser usted luego de que se acabara su primer matrimonio y de que regresara a Colombia de estudiar en la Florida…
Ahí yo organicé mi cabeza, pero finalmente también llegué a la conclusión de que yo como mujer no tenía posibilidades en el mundo y me resigné. Cuando regresé a Colombia, mi hermana falleció. Entonces fue el duelo por mi hermana y el duelo por mi matrimonio. Estuve en sicoterapia. La doctora me escuchó hasta que me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo lamentándome. Dije: “Voy a tratar de entender qué significa lo que he pensado estos 35 años en los que me he negado quién soy”. Empecé a leer de nuevo sobre las operaciones de cambio de sexo y dije: “Ahora sí, no tengo vínculos, no tengo cargas, tengo dinero, voy a cambiar de sexo”.
¿Cómo es ese proceso de averiguar por una operación en Tailandia desde acá?
Ya había internet, ya había redes, ya había información. La operación en Tailandia costaba un pocotón de plata que no tenía, pero yo trabajaba mucho y hacía consultorías y había logrado buenos ahorros. Veinte millones de pesos costaba la operación en su momento. Pero yo ya era bióloga magíster y no me convencía la seguridad de la cirugía. También implicaba muchos abandonos. Me preguntaba en qué iba a trabajar, porque quería seguir siendo investigadora. Además, tenía 35 años, ser trabajadora sexual no se me iba a facilitar… Muy ingenua, porque sí hubiera podido [risas]. Pero no, me gustaban otras cosas, estaba mi familia, mis papás. Lo fui alargando y decidí que más bien iba a vivir de otra manera.
¿Y ahí fue cuando conoció a Adriana, su actual esposa?
Una amiga del Instituto me la presentó. A la segunda cita ya estábamos hablando de género y de sexo. Yo le dije todo, todo. Pero no me tomó en serio. Era mucha información de borbotón. Me preguntó: “¿Entonces, tú te quieres convertir en mujer?”. “De una manera simple, sí”, le dije. Me contestó: “Pues yo en las noches de luna llena me convierto al budismo”. Como el chiste de Les Luthier. Y nos reímos. Me dijo: “Cada día con su afán”. Y ya llevamos 16 años juntas y dos hijas.
¿Alguna vez tuvo con ellas una conversación para “explicar” categorías de género?
Nosotras hemos dejado que sea una experiencia propia, espontánea, porque no queremos cargarla de anormalidad o de racionalidad, en el mundo hay gente distinta y punto.
¿Alguna vez soñó con estar embarazada?
Lo hemos hablado con Adriana de manera muy dulce. Y claro, yo siempre he querido ser madre biológica, me encantaría, sería arrobador para mí. No pude, pero estuve muy cerca de los embarazos de Adriana.
¿Para usted qué es ser mujer?
Es indecible. Creo que ser mujer en este tiempo es ser libre. Supera rápidamente lo biológico, parte de los roles sociales que se le adscriben a la anatomía, en la reproducción, en la sexualidad, los reivindica y toma distancia para reposicionarlos de otra manera en la sociedad. Yo me volví mujer porque hice eso: partiendo de mi cuerpo, de mi sexualidad, del conflicto de roles, fui capaz de ser otra, de ser yo misma. Y eso no implica la cirugía de reasignación de género, para mí, mis genitales nunca fueron el conflicto. Para mí, ser mujer es un acto de liberación y por eso fui a cambiar mi cédula por la de mujer. Pero no porque un médico o un veterinario me hayan inspeccionado y hayan dicho: “Sí, usted puede”. Y en eso valoro el gesto de la Corte Suprema y del juez que dice que la definición de género es una expresión de voluntad. Ahí están décadas de reflexión y de pensamiento.
Pablo Salgado

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¿Podría volver a ser Luis Guillermo?
Me costaría mucho, porque de todas maneras la identidad es algo lleno de símbolos, de sentidos, de lenguaje, de experiencia. Y en la medida en que he ido cultivando la mía deliberada y placenteramente, todo lo que tengo de Brigitte es positivo y no sabría cómo abandonarlo. Es irreversible. Tengo de Luis Guillermo lo que creció conmigo, no hay una ruptura, pero no tengo cómo volver.
¿Es feminista?
Sí, me considero muy feminista. Comparto plenamente la visión de Florence Thomas, así a los demás les parezca recalcitrante. Tal vez no uso el mismo lenguaje de otra época, otra construcción teórica, pero estoy completamente de acuerdo en que la gran enfermedad de la humanidad es el machismo, el patriarcalismo que sigue operando insidiosamente en todo, sigue destruyendo y corroyendo las relaciones de los seres humanos. Es una de las grandes luchas que hay que dar en la vida entre todos, y que yo sufro también. No estoy exenta del machismo, es un virus tremendamente complicado de manejar.
¿Se ha sentido agredida?
A mí me ha ido muy bien, he tenido mucha suerte en la medida en que mi carrera profesional me ha blindado mucho de esas condiciones, por lo menos de la discriminación abierta, de la resistencia a la inclusión en ciertos espacios, eso lo tengo que reconocer. Pero, por ejemplo, yo viajo mucho por el país, a comunidades rurales, y mi relación en esos espacios empieza siempre con los niños, porque los niños espontáneamente se arremolinan a mirar. Preguntan: “¿Es señor o señora?”, “¿Por qué tienes aretes?”, “¿Es mamá o papá?”, “¿Por qué tienes ese hueso en la garganta?, ¿te comiste algo y te atoraste?”. Hablo con los niños un rato. Entonces, la información empieza a moverse: que llegó alguien de Bogotá, de afuera, excéntrica, raro. Y uno tiene la ventaja de ser la persona que llega. Normalmente hay que ser muy salvaje para cerrar las puertas de una: la gente espera a ver qué es este bicho. Me ha ido muy bien siempre, salvo mamarme gallo, no pasa nada. Menos en Magangué: hice un recorrido por el bajo San Jorge, en el 2006 o 2007, y me hicieron llegar el mensaje de que una persona como yo no era bienvenida en la región, que por favor no volviera.
¿Le gusta el país que le tocó?
Me encanta. A menudo he tenido oportunidades de quedarme por fuera y solo hasta hace poco empecé realmente a considerar la posibilidad de irme. Si no se resuelve el conflicto armado en Colombia, considero que es inútil quedarse.
¿Y cómo lo ve?
Soy optimista. Sobre todo para mí, que trabajo en ecología, que trato de entender la diversidad biológica. La guerra lo inhibe todo. Involucrarse más activamente en las razones del conflicto implica unas habilidades que ya no tengo. Entonces, en ese caso, pensaría irme con mis hijas a alguna parte.
¿Qué rol ha tenido el conflicto en la ecología del país?
Hay unos efectos secundarios del conflicto interno en cuanto al acceso al territorio, que son buenos y malos a la vez, que han permitido que Colombia tenga todavía muchas regiones inexploradas, desconocidas, y poco transformadas. Pero como efecto secundario eso es mal consuelo, porque impide también la apropiación del territorio, impide conocerlo y proponer cosas. No resolver el conflicto, o agradecerle al conflicto que eso haya pasado, es como agradecer que uno no ha engordado porque no tiene con qué comprar comida. La falsa conservación que provee también colapsa tarde o temprano. Además, la pregunta es para qué, para cuál sociedad funciona ese bosque si están exterminando a los indígenas.
¿Y el posconflicto?
Para mí representa una oportunidad de lanzar el país al siglo XXII. Dar un salto cualitativo en la forma en que hemos vivido el territorio, encontrar un espacio para no cometer los mismos errores que se cometieron en los años setenta y ochenta con una idea de un desarrollo que causó una cantidad de daños terribles. Me preocupa que no lo estoy viendo. Sin embargo, sí hay más sensibilidad, mejor información, más capacidades. Veo muchos líderes de opinión, empresarios y políticos más preocupados por la sostenibilidad.
¿Qué proyectos le han arrancado sonrisas últimamente?
Me siento muy satisfecha con el trabajo que hemos hecho en páramos, en ecosistemas estratégicos. Con la manera en la que le hemos mostrado a Colombia que somos un país anfibio, pero también de páramos o de bosques secos. Con el trabajo que hemos hecho para dar a conocer a Colombia como el país que es, no un país inventado que queremos adaptar a las malas. También me siento orgullosa del trabajo que hemos hecho con comunidades indígenas, tradicionales: los hemos fortalecido, hemos construido un diálogo entre ellos y la ciencia, y ha sido muy especial.
Habla de ser “cyborg wannabe”, ¿qué opina de la manipulación genética?
¿Más manipulación genética que la que hizo la humanidad cuando se inventó la agricultura? De no ser por esto no habría frutas grandes ni agricultura para alimentar a 7.000 millones de personas. Lo hemos hecho de distintos métodos. Ahora tenemos nuevos métodos que están en cuestión porque no sabemos sus resultados. Yo no me opongo a los transgénicos, no creo que constituyan un riesgo para la humanidad o el ecosistema. No me parece peligroso un maíz transgénico, me parece más peligrosa Monsanto y la dependencia tecnológica. Sin duda no se me paran los pelos cuando hablamos de manipulación genética.
¿Cuál es la importancia de la declaración del presidente Santos sobre el programa Colombia Sostenible?
Colombia en su relación internacional con lo ambiental ha sido muy retórica, de mostrar espejitos: que la importancia de la biodiversidad, que tenemos la Amazonia, que somos Magia Salvaje. El mundo nos respeta profundamente por eso, pero también es muy escéptico, porque ha visto nuestro comportamiento, porque no hemos hecho nada acorde a esa realidad, solo la hemos utilizado para atraer cooperación internacional, para cierto ambientalismo incipiente. Entonces, cuando comienzan a llegar inversiones grandes con ciertas condiciones y aplicaciones concretas sobre la administración del territorio, nos damos cuenta de que el juego es a otro precio. Me parece muy bien que el país quiera ser parte del club de buenas prácticas de países decentes, de los países transparentes, de los países desarrollados, porque implica un abandono de la retórica. No porque esté de acuerdo ideológicamente con que ese es el camino que deba seguir Colombia, sino porque uno tiene que acostumbrarse a no decir mentiras. A Colombia le toca salir del clóset.
POR: Carolina Venegas Klein
FOTOS: Pablo Salgado
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 48 - DICIEMBRE 2015
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