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Bocas

CLEMENCIA ECHEVERRI, ENTRE FRAGMENTOS

FOTOS ENTREVISTA CLEMENCIA ECHEVERRI

FOTOS ENTREVISTA CLEMENCIA ECHEVERRI

Foto:Sebastián Jaramillo

HA PASADO POR LA PINTURA, LA ESCULTURA Y, DESDE HACE 25 AÑOS, SE DEDICA A LA VIDEOINSTALACIÓN.

Diana Estrella
CLEMENCIA ECHEVERRI NACIÓ EN SALAMINA, CALDAS, ES LA SEXTA DE SIETE HIJOS, TIENE 69 AÑOS Y ES UNA DE LAS ARTISTAS PLÁSTICAS MÁS IMPORTANTES DEL PAÍS. HA PASADO POR LA PINTURA, LA ESCULTURA Y, DESDE HACE 25 AÑOS, SE DEDICA A LA VIDEOINSTALACIÓN. SUS OBRAS –QUE FORMAN PARTE DE LAS COLECCIONES DEL MUSEE LES ABATTOIRS, EN TOULOUSE; EL MUSEO DE ARTE LATINOAMERICANO DE LOS ÁNGELES O LA COLECCIÓN ARTE LATINOAMERICANO ESSEX, EN INGLATERRA– SON UNA RADIOGRAFÍA DE COLOMBIA, ADEMÁS DE SER UN ESPECTÁCULO VISUAL IMPRESIONANTE. HOY, EN EL BANCO DE LA REPÚBLICA, PRESENTA SU RETROSPECTIVA LIMINAL. ESTA ENTREVISTA HACE PARTE DEL LIBRO “GRANDES ENTREVISTAS CON GRANDES ARTISTAS Y OTRAS FIGURAS DEL ARTE” QUE ACABA DE LANZAR LA REVISTA BOCAS CON INTERMEDIO EDITORES.
Un apartamento de tres habitaciones y cocina abierta se convirtió en el estudio de Clemencia Echeverri. Allí pasa gran parte del día leyendo, investigando, actualizando su página web y editando imágenes que luego formarán parte de sofisticadas videoinstalaciones que son capaces de tocar las fibras más profundas. En el lugar tiene un amplio archivo con recortes de periódicos y revistas, una biblioteca, una mesa llena de libros, dos sofás, cuatro computadores, equipos de sonido, amplificadores, monitores de video, cámaras, trípodes, proyectores, fotografías y guiones de sus obras, los cuales son una mezcla de fotografías, apuntes, dibujos y pinturas.
Clemencia tiene el pelo corto y la cara lavada. Es sencilla, tímida y elegante. Habla con calma, con un acento que aún conserva un dejo paisa, mientras los dedos de las manos se mueven al compás de las palabras. A los 69 años, tiene claro que las rupturas no la asustan. Encontrar su lenguaje la ha llevado a indagar diferentes medios y técnicas que, lejos de definirla, han sido parte de su búsqueda como artista. Ha pasado por la pintura, la escultura y, desde hace 25 años, se dedica a la videoinstalación, un medio que ha sido idóneo para la exploración de sus intereses más profundos.
Clemencia nació en Salamina, Caldas, y es la sexta de siete hijos (cuatro hombres y tres mujeres). Cuando tenía siete años, su familia se trasladó a Medellín, donde estudió piano con Teresita Gómez y empezó a recibir clases de pintura a los 13 años. Estudió Comunicación Social y Artes Visuales, y durante 27 años fue profesora en la Universidad de Antioquia y en la Universidad Nacional de Colombia.
En 1994 realizó en Londres una maestría en escultura en el Chelsea College of Arts, donde empezó a pensar seriamente en los problemas del país y abrió la puerta para la llegada de la imagen en movimiento, la fotografía y el sonido. Aunque cada obra tiene su proceso y su afán, Clemencia ha realizado 21 proyectos entre los que se destacan Casa íntima, Apetitos de familia, Juegos de herencia, Treno, Río por asalto, Cal y canto, Sacrificio y Nóctulo, obras que han abordado temas como la violencia, el abandono, el conflicto armado, la deforestación, los desaparecidos y el olvido.
Sus obras forman parte de las colecciones del Musee les Abattoirs, en Toulouse, Francia; el Museo Hishrom, en Texas; el Museo de Arte Latinoamericano de Los Ángeles; el Museo MEIAC, en Badajoz, España; la Colección Arte Latinoamericano Essex, en Inglaterra, y el Banco de la República, en Colombia, donde ahora está presentando Liminal, una maravillosa exposición que reúne una selección de videoinstalaciones, fotografías, dibujos y guiones realizados entre 1998 y 2018.
Las piezas de Clemencia son una radiografía del país, pero también un espectáculo visual impresionante. Sus videoinstalaciones, que realiza con la ayuda de un camarógrafo y un sonidista, son obras sólidas elaboradas con una tecnología impecable y un montaje virtuoso. En espacios inmensos, llenos de intimidad, instala cuatro, ocho o nueve pantallas o telas gigantescas sobre las que proyecta imágenes con un ritmo y un tono propios, y en las que la poderosa mezcla de sonido se convierte en un lenguaje más que invade todo el espacio.
Sus obras no caen en facilismos. Por el contrario, envuelven al espectador, lo cuestionan y lo exponen. Permitirse entrar en las piezas de Clemencia Echeverri es darse el regalo de comprender la historia de Colombia desde otros ángulos, el regalo de estar presentes en una obra dura e impactante que se cuela en la piel y que sacude conciencias.
FOTOS ENTREVISTA CLEMENCIA ECHEVERRY

FOTOS ENTREVISTA CLEMENCIA ECHEVERRY

Foto:Sebastián Jaramillo

Viene de una familia numerosa. Usted es la sexta de siete hijos.
Mi familia era anticlerical, muy cercana al campo, a lo agrícola y ganadero, pero con una aproximación a la cultura muy especial. Mi padre tenía fincas y mi madre siempre nos inculcó interés y respeto por las artes.
¿Su primer amor fue la pintura?
A los doce años aprendí piano con Teresita Gómez, pero no tenía paciencia para estudiarlo, especialmente con los métodos de esa época, y preferí la pintura. Tenía unos patrones muy altos: Leonardo, Miguel Ángel, el impresionismo, pero no conocía mucho más porque había poco acceso a la comunicación y escasez de libros. En Medellín había un almacén de un español que se llamaba Rafael Esteban García. Él traía materiales importados y para mí era una fascinación, no podía dejar de ir a comprar papeles, la atracción era permanente.
¿Cómo es la historia de su primera caja de pasteles?
Yo tenía diez años, y en esa época no pasábamos de dibujar con lápices de colores y una libreta cualquiera, y una amiga mía tenía una caja de pasteles para dibujar, era importada, marca Faber Castell. Me enamoré de esos pasteles y logré que mi madre me la comprara. Todavía la conservo.
Si tenía tan claro el tema del arte en su vida, ¿por qué decidió estudiar Comunicación Social?
Por querer estar en contacto con otros medios, como la fotografía, la imagen en televisión y el sonido. Sentí mucha frustración porque no había cámaras de video, lo digital no había iniciado y la radio estaba en otras esferas. Apenas entré a comunicación, me di cuenta de que no era el camino. Sin embargo, tortuosamente la hice porque siempre he querido terminar lo que empiezo.
Cuando terminó Comunicación Social, ¿por fin llegó la pintura?
Sí, me pasé a la escuela de artes de la Universidad de Antioquia. Era una pintura muy gestual, muy autocontenida, muy de la experiencia de la época del cuerpo, del deseo, de la sexualidad, y creo que la pintura fue una conversación conmigo misma. Trabajé con una euforia tremenda en unos formatos enormes. Estuve apoyada, bien mirada, y eso me dio mucha fuerza para continuar. En el 80 presenté mi primera exposición individual en la galería La Oficina, de Alberto Sierra.
Con Alberto Sierra tuvo muchas diferencias cuando usted fue subdirectora del Museo de Arte Moderno de Medellín y él curador. ¿Qué pasó realmente?
No coincidíamos en las maneras de manejar y de entender el papel de las instituciones versus las galerías, lo privado y lo público. No tuvimos nunca una pelea personal, pero sí nos diferenciamos completamente, y yo nunca supe realmente él qué tanto influyó negativamente en mi proceso, porque había gente que decía que sí.
¿Cree que las diferencias con Sierra le cerraron las puertas de Medellín?
No soy capaz de decir eso. Creo que las puertas de Medellín nunca han estado abiertas para todo el mundo, ha sido una plaza para los artistas pesada y compleja. Ha mejorado a medida que el Museo de Arte Moderno ha ampliado las posibilidades, pero apenas están naciendo galerías, no hay un comercio de arte claro ni coleccionismo. Ha sido muy lento y no ha sido fácil para nadie.
Volviendo al tema de la pintura, ¿sintió que como lenguaje se había agotado?
Había un muy mal respaldo a la pintura en esa época, empezó a tener mucha resistencia, como si el arte tuviera que responder a otras expectativas. El arte conceptual llegó con mucha fuerza, el minimalismo invadió mucho los haceres y entró muy fuerte en la escultura en Colombia. Yo no era una persona tan bien parada para pensar que solamente la pintura me iba a acompañar, ni me interesaba depender de una técnica para ser yo y para hacer valer mi trabajo. No quería ser pintora ni escultora ni videoartista, sino trabajar en el arte y, de acuerdo con las preocupaciones, encontrar los medios para trabajarlas.
También fue escultora. ¿Cómo fue esa etapa?
Me metí unos ocho años a desarrollar proyectos de escultura pública en Medellín, pero llegó un punto en el que me di cuenta de que lo que había era un trabajo más formalista, determinado por unas líneas del edificio, y dejó de interesarme. Hice la ruptura y dije: “Me voy”.
Y se fue a Chelsea a hacer una maestría en escultura.
Yo fui, y lo primero que les dije es que quería dejar de hacer lo que estaba haciendo, que había cosas que me reclamaba que no encontraba cómo hacerlas. Quería hacer algo vital, que comprometiera más la vida, el tiempo y el espacio de todos, y no solo mis ansiedades por ejercer una técnica depurada. Fue un cambio drástico, duro y difícil, pero era el territorio donde quería entrar. Ya no me interesaba trabajar tanto desde mi misma. Empezaron a entrar todas las preguntas del drama terrible que estábamos viviendo en Colombia, como los procesos del narcotráfico en Medellín.

CREO QUE LAS PUERTAS DE MEDELLÍN NUNCA HAN ESTADO ABIERTAS PARA TODO EL MUNDO, HA SIDO UNA PLAZA PARA LOS ARTISTAS PESADA Y COMPLEJA

Tengo entendido que usted vivió al lado de una de las casas de Pablo Escobar. ¿Qué recuerda de esa época?
La recuerdo como una zozobra por mi familia y mi hijo. Vivíamos con mucho miedo de saber que en esa casa estaba él y que ahí se escondía. En Medellín se decía que había cuarenta y tantos lugares de él y que todas las noches dormía en una casa distinta, pero algunas noches se sabía que él estaba ahí. A medianoche llegaban motos embarradísimas, llenas de cocaína que entraban a esa casa para esconderla en los tejados. Puede haber mucho de leyenda, pero esos inicios del narcotráfico me tocaron a mí y esa pregunta entró en Chelsea, me di cuenta de que lo que estaba buscando estaba adentro, en esos recuerdos.
¿Eso abrió la puerta del video?
Yo creo que sí porque cuando regresé a Colombia comencé a trabajar de manera diferente. Quería poner el pie en el lugar de los eventos. Todo empezó cuando quise ser testigo de la destrucción de una casa de familia en Chapinero que se iba al suelo porque iban a abrir una vía en Bogotá. Fue un punto de quiebre en mi trabajo. Ahí se hicieron presentes la cámara de video, de fotografía y el sonido.
Estamos hablando de Casa íntima, su primera videoinstalación. ¿Cómo fue ese proceso?
Conocí a Helena Uribe, la dueña de la casa y quien hacía traducciones, cuando la visité para que me tradujera un texto. Ese día me contó que iban a desmembrar completamente la casa, un lugar que había sido punto de encuentro de intelectuales. Duré un año desarrollando la obra. Yo iba cada cierto tiempo, cuando me decían que ya iban a empezar a tumbar algunas partes de la casa, que iban a sacar objetos, que estaban empacando. Me di cuenta de la simultaneidad de eventos: la pérdida de la familia y este país en llamas al mismo tiempo.
CLEMENCIA ECHEVERRI

CLEMENCIA ECHEVERRI

Foto:Sebastián Jaramillo

Después de haberse dedicado a la pintura y la escultura, ¿qué le dijeron cuando presentó Casa íntima?
Me vine a vivir a Bogotá en 1991 y aquí no tenían mucha referencia de mis trabajos anteriores. Me postulé con esa obra al Salón Nacional de Artistas, y quedé. La propuse como instalación, con cuatro proyecciones en simultánea. Fueron rupturas tras rupturas, pero lo fuimos logrando. La obra fue bien recibida, para mí fue una sorpresa porque era un lenguaje no tan común, pero me fui sintiendo cómoda con el procedimiento.
¿En ese primer trabajo descubrió el sonido, clave en todo su trabajo?
Yo sí creo, la voz se volvió una materia importante que circulaba entre la piel de la casa. En ese momento trabajaba sola, no concebía que necesitaba mejores cámaras, equipos y personas que pusieran el ojo mejor que yo en la fotografía. Me di cuenta de que tenía que conseguir micrófonos poderosos y que necesitaba equipos de mayor calidad para tener un mejor resultado en el estudio.
¿Fue difícil entrar al mundo digital?
Lo hice lentamente. Mandé editar tres proyectos con un francés y cuando vi su mesa de edición supe que debía tener una igual. No me asustaba la tecnología, me di cuenta de que de manera natural entendía el tema de las conexiones, los programas de edición, los computadores, y entré a ese universo.
¿Qué la mueve a hacer los proyectos que hace?
La palabra “mueve” es la palabra. Lo que me moviliza frente a un evento es lo que me lleva a hacer, sea porque me movilice afectivamente, emocionalmente, políticamente o por razones de frustración. A veces veo algo en el periódico y me pregunto ¿cómo así?, lo marco y lo guardo como un archivo silencioso. Pero lo que marco de alguna manera queda marcado en la mente, y me persigue. Es una manera de avanzar, uno sigue trabajando sin darse mucha cuenta.
En sus videoinstalaciones la violencia está presente pero nunca está explícita. ¿Por qué eligió ese camino?
Siempre estamos confrontando cosas explícitas en las noticias, en las fotografías de los periódicos, y no sabemos qué hacer con eso. ¡Es tan abrumador! En mis obras la violencia se siente, está ahí, pero nunca hay un acto violento. Eso abre muchas interpretaciones y le deja al espectador la responsabilidad de tomar una decisión sobre lo que pasó.
Son piezas que tampoco concluyen nada.
Vivimos enfrentados a una indefinición y a una no concreción de cosas. Parece que siempre queremos la paz y nunca la logramos, que queremos tener un país con estadísticas de muerte más bajas y no es tan fácil. Ese estado de no conclusión hace que las piezas tampoco concluyan nada. Por el contrario, exponen y proponen esos encuentros y choques entre las mismas imágenes.

QUIERO QUE EL ESPECTADOR ENTRE A ESE ESTADO DE COSAS, QUE DESCIFRE LA CONDICIÓN DE TIEMPO Y DE ESPACIO CASI IMPOSIBLE DE ARMAR Y DE CONCLUIR

¿Qué busca generarle al espectador?
Quiero que el espectador entre a ese estado de cosas, que descifre la condición de tiempo y de espacio casi imposible de armar y de concluir. Con la imagen en movimiento, cuyos orígenes son el cine y la televisión, tenemos la tendencia a armar una historia, a darle un inicio y un final. Pero con el arte trabajamos de otra manera y tratamos de hacer que el espectador tensione sus propios miedos, se enfrente a sus propias dificultades de concluir y de comprender un tiempo complejo, fragmentado y fracturado. Pero también sería un montón si la obra lograra explorar en el espectador la solidaridad, la ética y el respeto por el otro.
En Juegos de herencia mostró un juego que se realiza en el Chocó en el que entierran a un gallo para luego matarlo. ¿Por qué le interesó desarrollar esa obra?
En el año 2000, cuando no nos podíamos mover de las ciudades por las carreteras, acuñé una frase que decía: “No hay viaje, no hay paisaje”. Me di cuenta de que quizás a través de las fiestas de celebración en las regiones el pueblo se tranquilizaba y podíamos viajar por Colombia en épocas difíciles. En un libro del Ministerio de Cultura, en el que salían todas las fiestas del país, encontré la fiesta del gallo en el municipio de El Valle, Chocó. Dije: “Qué horror esta vaina, hay que ir”, y en 2009 me fui para allá una semana.
Esa obra expone un ritual violento que para muchos es incómodo. ¿Cree que es necesario incomodar para generar conciencia?
No tengo esos intereses. La incomodidad está afuera, puesta en la realidad, creo que estamos llenos de situaciones duras e incómodas que tenemos la tendencia a darles la espalda. En esa incomodidad hay muchas claves de uno mismo. Si como espectadores estamos dispuestos a dejarnos meter, la obra nos confronta y nos plantea muchas preguntas: cómo somos capaces de hacer lo que estamos haciendo o qué es lo que no soportamos cuando ese gallo nos mira de frente.
Hábleme de sus procesos creativos.
Cada obra tiene su propio afán y no hay un proceso creativo igual. Tengo una época larga de lecturas, investigo, busco entender un problema en particular, voy a los sitios, grabo las imágenes, regreso, las miro, imprimo, hago guiones. A veces me dedico a mirar las imágenes grabadas un rato y así determino las fuerzas, las potencias, el ritmo, dónde están las voces del proyecto puestas y dónde la imagen pide volver para mirar lo que está sucediendo.
¿Qué la llevó a un proyecto como Treno, en el que el río Cauca es protagonista?
Treno quiere decir “canto fúnebre”. Todo empezó por una llamada que recibí de una trabajadora de la finca nuestra cerca al Cauca. En 2007 se llevaron a su hijo a medianoche y no se sabía dónde andaba. Con esa llamada me di cuenta de lo lejos que estábamos nosotros de darle ayuda a alguien que tuviera problemas. Fue una sensación de no tener Estado, de estar en un país entre dos orillas, eso me configuró el río. Me fui y empecé a mirar el río Cauca, invité a varios campesinos a que hicieran unos llamados de búsqueda de una orilla a la otra, los cuales estimulan esa sensación de abandono. También sentí el cauce del río como cuerpo que se revela y que ha sido depósito de los desaparecidos. Así empecé a armar la película completa.
En Versión libre entrevistó a desmovilizados de la guerrilla y el paramilitarismo. ¿Cómo llegó a estas personas?
El proceso fue estar sometida a la mentira. Ser parte de un país que se lamentaba por no encontrar salida a tantos problemas, un país donde no sabíamos si un secuestro venía de la guerrilla o el paramilitarismo. Toda esa situación gris en la que nos hemos mantenido por tantos años me movió a querer confrontar a un grupo de gente para pedirles la verdad. Empecé a tener contacto con unos chicos cercanos a una ONG de Medellín, fue un proceso muy largo hasta que llegó el momento de grabar en una bodega. La preparé para que fuera completamente negra, con ellos vestidos de negro para que caminaran hacia una luz, una verdad, que esa movilización física diera cuenta de esa intención. Me dijeron que no se podían quitar el pasamontañas porque eran desmovilizados ilegales y no podían revelar abiertamente que habían participado en masacres. Entonces, les pedí que hiciéramos una presencia a la cámara de medias a medias. Y así construí la pieza, desde la media verdad.
En sus obras aborda el tema de la violencia, la muerte, los desaparecidos. ¿Qué sucede dentro de usted cuando realiza estos trabajos?
No me dan miedo, ni me angustian ni me ponen a llorar. Yo voy detrás de algo que creo que vale la pena contar y no hay nada que me pare. Pero dar papaya no me gusta. No me gusta meterme en lugares desconocidos que yo no pueda descifrar, donde en cualquier momento me toque una bala perdida o me secuestren. A eso nunca me he querido someter.
CLEMENCIA ECHEVERRI

CLEMENCIA ECHEVERRI

Foto:Sebastián Jaramillo

¿Hay obras que se han transformado durante el proceso?
Eso pasó con Nóctulo. Fui a grabar a una casa abandonada en Caldas que tipifica el gesto de casas que han tenido que ser abandonadas por invasiones de la violencia. Pero cuando visité la casa la encontré habitada por los murciélagos y la presencia de este animal, que es revitalizador y sembrador por excelencia, le dio otra connotación. La obra está en el escenario de la tragedia, de esas personas que emigran y han sido testigos de la historia del país, pero también en el escenario de la revitalización y el encuentro con la vida.
Al terminar cada pieza, ¿siente que hay algo que se transformó o se sanó en usted?
No sé, lo único que sé es que las obras lo ponen a uno a mirarse en el tiempo, a mirar cómo se relaciona con las cosas y se enfrenta a ellas. Pero sanar, esa palabra me da mucha dificultad. Nunca he sentido que he estado enferma ni creo que las obras sanen a nadie.
Y el arte, ¿cree que tiene una responsabilidad social?
Para nada, sería muy aburridor. El arte es el arte y trabaja con la sociedad, pero no es un problema de responsabilidad; tiene que ver más con el hecho de si el arte es capaz de transmitir una ética y unas experiencias que posiblemente construyan una mayor capacidad creativa para el otro. Pero nunca desde una moral, eso me aterra.
En muchos foros de arte se habla de la “estética de la violencia”. ¿Qué opina de la expresión?
No me gusta, creo que es peyorativa, como si estuviéramos abusando de un estado de cosas porque se ha pensado que el arte ocupa otro lugar y unas categorías de contemplación que han hecho parte de otras épocas. Si desde el arte nos acercamos a esos problemas podría alguien decir que eso es una estética de la violencia, pero yo no los pondría juntos.
¿Cree que en Colombia hemos normalizado la violencia?
Creo que esta es una sociedad que protesta poco, que es poco sensible a la tragedia y que ha reaccionado poco frente a los eventos de muerte, los hemos tenido tan lejos, tan distantes. Es una sociedad que está algo anestesiada y no es tan solidaria con lo que ha pasado en el campo. Solo hasta ahora, con el proceso de paz, el país está intentando mirar más a las regiones.
¿Alguna vez ha abandonado una obra?
Hay obras que abandono. Las inicio y se bloquean en el camino, pero las tengo consignadas en mis archivos como obras no desarrolladas porque estaban mal planteadas o sin suficiente nervio o razón para continuarlas.
¿Qué ha querido hacer y no ha logrado todavía?
Quise trabajar con niños que han sido capturados por los grupos ilegales, pero lo vi muy difícil porque el trabajo con los niños también tiene un peligro enorme. Sé que ahí hay unos testigos muy valiosos, pero no echo a rodar el proyecto porque no veo cómo hacerlo.

LO ÚNICO QUE SÉ ES QUE LAS OBRAS LO PONEN A UNO A MIRARSE EN EL TIEMPO, A MIRAR CÓMO SE RELACIONA CON LAS COSAS Y SE ENFRENTA A ELLAS. PERO SANAR, ESA PALABRA ME DA MUCHA DIFICULTAD. NUNCA HE SENTIDO QUE HE ESTADO ENFERMA NI CREO QUE LAS OBRAS SANEN A NADIE

La videoinstalación hasta ahora se está insertando en el mercado del arte. ¿Cómo financia sus proyectos?
Nunca puse al lado del arte la preocupación de la venta o de lo económico, si no dejaría de hacer cosas porque no tengo cómo. Yo me las arreglo y le vamos buscando a cada proyecto su manera. Muchos se han hecho con el dinero mío del día a día, pero luego lo compenso porque una fotografía se vendió o un museo compró un proyecto. A veces es por convocatoria. No es tan fácil como vender una pintura, pero las instituciones cada vez se interesan más. Tengo coleccionistas privados que las han adquirido para luego prestarlas en exposiciones. Es un coleccionismo muy solidario con la sociedad.
¿Qué le dejaron 27 años de docencia?
Disfruté mucho la docencia, me pareció una beca que tuve desde las universidades públicas para poder producir mi trabajo, porque era un espacio de investigación, conocimiento y seguimiento a los procesos de investigación de los chicos. Cuando uno habla con un estudiante y le propone procesos de trabajo, se está hablando a uno mismo.
¿Qué piensa de la enseñanza del arte?
Siempre he sido muy crítica con la enseñanza del arte, he creído que más que enseñar lo que necesitamos es propiciar un espacio para que el estudiante pueda identificar posibilidades. Trabajar desde lo propio, desde lo que uno es, es de las cosas más difíciles que hay. Uno se va volviendo temático en las academias y se necesita que el artista como persona aparezca para que se diferencie del otro.
Y a usted, ¿qué tanto le costó encontrar su voz?
Mucho tiempo. Y no creo que uno termine encontrándola del todo, pero no hay que tenerle tanto miedo. Lo importante es que esos asuntos encuentren el medio y el lenguaje apropiado para que esa conexión con el espectador se dé. Eso es lo que siempre estamos esperando.
¿Piensa en la posteridad?
La posteridad la tenemos siempre a la vuelta de la esquina. Más que en eso, pienso en la permanencia. Si las obras están siendo bien recibidas y contamos con apoyo institucional, lo único que podría permanecer es mi trabajo.
POR MARÍA ALEXANDRA CABRERA
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 90. OCTUBRE - NOVIEMBRE DEL 2019
Diana Estrella
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