Estaba dichoso, las reformas y amplitud del Concilio Vaticano II alcanzaron su vida personal. Salir del claustro e insertarse con la realidad social del mundo implicó que fuera a la universidad. Paralelo a sus estudios de filosofía y teología comenzó a estudiar teatro en la Universidad Autónoma de México. La apertura era total.
En las tablas encontró otra forma de expresar su vocación sacerdotal y de cumplir su compromiso con el otro, el más débil y humilde. Pero la dicha no duró tanto, los aires de apertura comenzaron a cambiar de camino y los que llegaron con Juan Pablo II lograron sofocarlo. Volver atrás no le pareció buena idea. Había que seguir adelante, pero por otra ruta. Solo había que cambiar de tácticas y estrategias, para evitar que lo siguieran tachando de revoltoso y comunista. Eso implicó una gran ruptura: se considera cristiano pero no quiere saber nada del engranaje católico.
El teatro resultó una buena opción y a él se dedicó con fuerza desde finales de los 60 cuando descubrió su otra vocación: la de director y dramaturgo. Sus sermones no se escuchan en las iglesias sino en los escenarios. Allí es donde pone de manifiesto sus inquietudes humanas, religiosas, políticas, sociales, culturales y hasta teatrales: la imagen, la estructura, la integración de artes que es como concibe la puesta en escena.
Ahora anda encarretado con dos propuestas, una temática (se metió con el cuento del alma) y otra estructural (producir teatro de lo invisible).
Pero mientras tanto, sus manos de largos dedos siguen dirigiendo al grupo de actores de la Casa del Teatro que vino desde México a presentar La noche de Hernán Cortés en el Teatro Colón.
De vuelta a casa dedicará a sus tres hijos, el tiempo que le invirtió al Festival.