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RECORDANDO EL PELIGRO

Cada vez que alguien menciona el peligro mortal que entraña el poder nuclear, surge un argumento en contra: pese a todos los pronósticos, desde hace más de medio siglo, el mundo podría desintegrarse por una explosión nuclear, y, sin embargo, es evidente que ello no ha ocurrido. De hecho, la historia del último medio siglo registra momentos de enorme tensión la crisis de los misiles en Cuba, la guerra del sudeste asiático, el avión coreano derribado por la URSS, el desplome del socialismo real, etc. que fueron sorteados sin que hubiera existido inminencia cierta de un ataque nuclear.

Si esto habla bien de la responsabilidad humana o de la suerte que ha acompañado a la humanidad, es algo que podría discutirse. Lo que no admite discusión, en cambio, es el hecho de que el poder atómico ha demostrado ser una bestia esquiva e imprevisible. Desde cuando la división del átomo en laboratorio se convirtió en realidad tangible, el mundo ha afrontado sesenta accidentes nucleares de alto peligro. La gran mayoría han ocurrido en Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y por lo menos dos de ellos han sido realmente críticos: el de Three Miles Island, Estados Unidos, en 1979, y el de Chernobil, Ucrania, en 1986.
En Japón acaba de ocurrir el más reciente de estos percances graves, cuando se produjo accidentalmente una reacción en cadena en una planta de uranio. Es el primero de categoría crítica en ese país, pero es el décimo en una lista de tropiezos nucleares menores acaecidos en la isla. Con ayuda de Estados Unidos y Rusia, el incidente de Tokaimura no tendrá, al parecer, consecuencias muy lamentables. Pero el hecho de que se haya producido constituye un escalofriante recorderis acerca del potencial destructivo que nos rodea. Ante percances como éste, resulta inevitable pensar cuánto más imperarán la responsabilidad o la suerte.
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