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OLÉS DE DUELO PARA UN TORERO

Como a los mejores toreros, a los han cumplido con la faena de su vida, Don Hernando Santos Castillo fue despedido ayer con aplausos, flores y pañuelos blancos.

Los aplausos estallaron en el cementerio Central a las 11:34 de la mañana, mientras el ataúd color caoba se deslizaba, despacio, en una de las bóvedas del mausoleo de la familia Santos Castillo y Urdaneta Santos, empujado por las manos de sus hijos y nietos.
Las flores lo acompañaron desde su Cámara Ardiente, en la sede EL TIEMPO. Y los pañuelos se agitaron cuando el féretro abandonó el edificio en una calle de honor. Igual sucedió en el cementerio, durante los minutos finales del sepelio.
En realidad, la mayoría de pañuelos fueron reemplazados por cuartillas de papel blanco, del mismo al que Don Hernando, en otros tiempos, se enfrentaba en su Remington, en el cuarto piso del edificio de la avenida Jiménez con carrera séptima.
Allí compartía en esa época la misma oficina, el mismo escritorio y la misma máquina con su hermano Enrique, cuando los dos eran jefes de redacción de este diario.
Luego, el periódico se trasteó al edificio de la avenida Eldorado.
En las últimas 48 horas, por primera vez, en los pasillos, oficinas y balcones de ese edificio reinó el silencio y el color del duelo. Desde estos mismos balcones llovieron serpentinas hace ocho años, cuando Francisco, el hijo menor de Don Hernando, regresó al periódico tras ocho meses de secuestro.
Ayer, Francisco, Rafael, Guillermo y los demás hijos de Don Hernando sacaron el ataúd hasta el parqueadero, donde esperaba el carro fúnebre. La caravana tomó la avenida Eldorado, dobló por la Rojas al norte y luego por la calle 63, en busca de la iglesia del Divino Salvador, en la calle 56 con carrera 17.
Allí lo recibió el padre Alfonso Llano, amigo y confesor de Don Hernando desde hace más de treinta años. El olor a sahumerio se extendió desde la sacristía. Al lado izquierdo del ataúd, en la primera banca, se sentó el presidente Andrés Pastrana y su esposa. En la segunda banca, los ex presidentes César Gaviria, Belisario Betancur, Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala. Más atrás lo hicieron algunos ministros.
Al lado derecho se ubicaron los hijos y nietos de Don Hernando. Seis sacerdotes, de alba y casulla blancas, oficiaron la misa, mientras las luces y flashes de las cámaras y fotógrafos caían sobre el féretro del padre de muchas generaciones de periodistas. Un grupo coral de capas púrpuras entonaba sus cantos en el balcón de la capilla.
En esta iglesia escuchaban misa a menudo los padres de Don Hernando, Enrique Santos y su esposa Noemí Castillo, cuando estos vivían a cuadra y media del Divino Salvador. Por esa razón, los hijos de Don Hernando Santos escogieron esta iglesia en lugar de la Catedral Primada, como había sugerido el padre Llanos.
Al terminar la misa, medio centenar de repartidores de periódico, en moto y con los chalecos anaranjados que los identifican durante la madrugada en las calles de la ciudad, se lanzaron detrás de la limosina azul que llevaba el ataúd.
Siempre nos escuchaba y estaba atento a colaborarnos , dijo Jairo García, distribuidor de EL TIEMPO desde hace veinte años.
Más de la mitad de los asistentes al sepelio se quedaron por fuera de la iglesia. Entre los que alcanzaron a entrar estaba una delegación de enfermeras del Hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos.
Don Hernando Santos fue siempre un radical de la tolerancia , escribió ayer Daniel Samper Pizano. Siempre estuvo dispuesto a conciliar, a escuchar las razones de todos.
Y por eso todos fueron a despedirlo ayer al Divino Salvador: lustrabotas y ex presidentes, señoras del tinto y ministros, los jubilados y el Presidente, liberales de diversos matices...
Al Cementerio Central, la caravana entró en medio de motos y vehículos policiales. Siete fotógrafos y cinco camarógrafos se encaramaron en panteones vecinos. Una voz ronca rompió el silencio: Señoras y señores... como ciudadano del común, declaro que el Partido Liberal está de luto!, grito un hombre de unos 70 años, vestido de azul impecable. Eran las 11:27 de una mañana de brisa suave, con un cielo que comenzaba a despejarse.
Siete minutos después el cajón de Don Hernando se deslizó despacio, junto a la tumba de su esposa Helena Calderón de Santos. Dos obreros vestidos de caqui tendieron siete hiladas de ladrillo y colocaron una lápida de piedra de cantera, con su nombre y la fecha de nacimiento y muerte.
Bromista de toda la vida, el director de EL TIEMPO le había dicho a unos de sus hijos que le colocaran el siguiente epitafio: Aquí yace Hernando Santos, no lo jodan más! .
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