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CLAVE 1927 PADRE ALMANZA

A las 8:30 de la noche de este 28 de junio, las campanas de San Diego empezaron a doblar en toque de difuntos. Murió el santo, murió el santo .

La noticia se regó de portón en portón, se coló por los zaguanes, dobló las esquinas de esta Bogotá de 320 hectáreas y 200.000 habitantes, y despertó a quienes por tener que madrugar, ya habían calentado las yertas sábanas, en esta tiritante noche de martes.
Los bohemios y trasnochadores no podían creer que el padre Almanza, el único cura al que eran capaces de confesar sus pecadillos, no estuviera ya con ellos.
Los pobres, los menesterosos, los ricos, las mujeres de buena y mala vida, los generales, los voceadores de prensa, los zorreros, los comerciantes, los malandrines, los industriales, los cacos, los policías y los estudiantes, todos, todos quedaron conmovidos con la infausta noticia.
Treinta y tantos años atrás, cuando este cura, consagrado a San Francisco, arribó a Bogotá para encargarse del díscolo rebaño de la iglesita de San Diego, ya tenía acumulada una gran experiencia en el sagrado ministerio, pues lo ejerció durante tres fatigosas décadas por las breñas santandereanas.
Afincado en la fría Bogotá, el padre Almanza desarrolló su ministerio predicando con el ejemplo, impulsó obras sociales y se constituyó en un santo vivo, a quien la mística popular le empezó a adjudicar milagros.
La noche del fatal desenlace, mientras en la casa cural un grupo de amigos del Padre Almanza se reunía en torno a su lecho, recitando las oraciones de los agonizantes letanías que este respondía con plena lucidez cerca de allí, en el Salón Olympia, bochincheros jóvenes, pertenecientes al Centro Departamental de Estudiantes, celebraban el tradicional baile de coronación, con la asistencia de las reinas estudiantiles y sus comitivas. Cuando la noticia irrumpió como una tromba en el salón, los conmovidos muchachos suspendieron los compases del charleston, ese nuevo ritmo que apenas se estaba imponiendo, para retirarse silenciosos a sus hogares, como homenaje al santo.
Esa misma noche, el citado Centro de Estudiantes dictó una resolución para suspender los festejos en señal de duelo y comisionar a sus candidatas y comitivas a que visitaran la sala de velación en representación de la muchachada.
Cuando el padre era amortajado, una corriente de misticismo se tomó la voluntad de los presentes y, armados de tijeras, se distribuyeron pedazos pequeños del hábito con el que expiró.
Al día siguiente fue necesario reforzar las puertas de la iglesia con un piquete de policía para intentar ordenar la muchedumbre. El río humano ingresaba por la calle 26 y salía hacia la carrera 7a. Al caer la tarde del miércoles, una persona podía gastar cinco horas en llegar hasta el sitio donde permanecía el cadáver expuesto.
La gente, casi que poseída, reclamaba en voz alta reliquias del santo. Los sacerdotes de la parroquia decidieron distribuir pequeños trozos de todas y cada una de las prendas que el humilde Padre Almanza usó en vida. Así se repartieron, cortados en diminutas porciones, sus hábitos, su ropa interior y los tendidos de cama, hasta cuando, al mediodía, no había ni una hilacha para satisfacer las demandas de los fieles. Entonces, se distribuyó el ladrillo que hizo las veces de almohada en las largas noches de penitencia del fraile.
Miles de católicos en romería, portando medallas, crucifijos e imágenes de santos, pedían a los sacerdotes que pusieran en contacto esos objetos de culto con la rígida mano del Padre Almanza.
En la edición correspondiente al jueves 30 de junio, este diario daba cuenta del éxito que tuvo la publicación de la fotografía del Padre el día anterior: Muchísimas personas hicieron tocar del padre el retrato que publicó EL TIEMPO, para conservarlo como un recuerdo .
A las 9 de la noche, la banda municipal arrancó con los compases fúnebres de la retreta programada en el parque de San Diego, frente a la iglesita. Y al filo de la medianoche, la muchedumbre oraba en voz alta suplicándole al padre la solución milagrosa de sus necesidades.
El maestro Ramón Barba imprimió la mascarilla fúnebre, con el propósito de tallar en madera policromada una estatua yacente del sacerdote, e iniciar con ella el culto a su memoria.
En medio de la vocinglería y el aparatoso ceremonial; en medio de los responsos, los cantos y las peticiones de milagros, los dos seres que acompañaron con mayor fidelidad al santo en sus últimos años, permanecían sorprendidos y acoquinados en un rincón de la morada. Ellos eran el gato y el loro del beato.
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