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CARLOS HOLGUÍN HOLGUÍN

Está de moda hablar de la sociedad civil. Nadie tiene bien claro el concepto. Corresponde a la vieja noción del país nacional frente al país político, o de las mayorías silenciosas frente al país bullanguero. Los límites entre la sociedad civil y el país político y burocrático no están bien definidos en Colombia. Existe la vaga delimitación entre gentes valiosas nacionalmente, cuyo ascenso se ve entorpecido por no pertenecer al mundo político de los partidos tradicionales.

Redacción El Tiempo
El ejemplo más claro que me viene a la mente es el de Carlos Holguín Holguín. Me atrevería a decir que fue un colombiano subutilizado. No alcanzó dignidades como la Presidencia, la Cancillería, la Magistratura de la Corte, o su asiento en una Constituyente como la del 91. Tenía la estatura para haber descollado en cualquiera de estos cargos, de los cuales se vio desplazado por personajes cuyos conocimientos en las distintas ramas del derecho, de la economía o de la historia no le llegaban al tobillo. Dominaba por igual el derecho internacional, el derecho constitucional, el derecho administrativo, el civil, el comercial, cátedras que regentó por años.
Dominaba la historia universal y la patria con una propiedad increíble, gracias a su privilegiada memoria. Además, la historia de Colombia del siglo XIX y la de los primeros años del siglo XX estaban tan estrechamente ligadas a su propia vida, que eran una crónica familiar. Conocía al dedillo la historia de su tatarabuela, Nicolasa Ibáñez, la de los Holguín y Mallarinos, que ejercieron la Presidencia de la República; la de los Caro, cuya estirpe patricia entroncaba con la suya propia, y por esta vía estaba familiarizado con la vida de José Asunción Silva y de Tomás Rueda Vargas, el uno enamorado silencioso de una tía Holguín y Caro y el segundo casado con doña Margarita Caro. Era haber conocido el mundillo político y cultural como parte del propio recuento de sus apellidos.
La suerte quiso que fuera homónimo de su ilustre abuelo y que en último término fuera, en mi generación, el más ilustre vástago de la estirpe Holguín. Le faltó haber sido político para haber contado con un reconocimiento nacional mucho más extenso del círculo elitista que lo admiraba, lo quería y lo respetaba.
En un mundo de celos y envidias, de la lucha por la supervivencia del más fuerte y empujador, Carlos, por su discreción y su buen juicio, no se granjeó un solo enemigo. Muere sin que en el territorio colombiano haya un compatriota que hable de él con desvío o lo considere su rival. A nadie atropelló, a nadie humilló, a nadie menospreció. Contaba, sin embargo, con una clarísima inteligencia y atributos excepcionales que lo dotaban de un raro encanto.
Conocía el panorama nacional a cabalidad. Desde el Cauca grande, en donde se originó la estirpe, hasta la Costa Atlántica, eran regiones que conocía como la palma de su mano. Lo veo apenas salido de la adolescencia y haciendo sus primeros pinitos de abogado, bailando con las morenas de Plato y El Difícil en los sábados de descanso, cuando ejercía sus funciones al servicio de la Shell. Le encantaba la música. Lo mismo aquel Hombre caimán de Peñaranda, que surgió precisamente de la región que menciono, que la música clásica, que se deleitaba cantando a capela. Conocía el repertorio musical como un maestro. Recuerdo muy bien su análisis de la Flauta encantada de Mozart y sus conexiones con la masonería, cuando dictaba una cátedra comparable a aquellas que dictaba en los distintos claustros en su calidad de jurisperito.
Con brillo se desempeñó en misiones diplomáticas, y en la penumbra fue consejero de casi todos los gobiernos entre 1940 y 1998. Un estudioso y un lector infatigable, lo mismo se paseaba por las altas cumbres de la teología católica que por la historia de la música, la filosofía del derecho, la influencia de los pensadores ingleses y franceses en la formación de nuestra cultura política. Católico convencido y de contera latinista, profesaba una gran admiración por los politólogos españoles anteriores al siglo XIX, casi ignorados en nuestro medio.
Supo aprovechar debidamente dos fuentes de interlocución que lo enriquecieron culturalmente por años: su hermano Andrés, un heterodoxo brillante, y su mujer, doña Magdalena Fety, imbuida de civilización francesa, poetisa de quilates y un alma grande, muerta hace cuatro años y a quien en una nota necrológica pude rendirle el tributo de mi admiración.
Un justo, en el sentido evangélico, como fuera Carlos Holguín, debe tener su puesto en el Cielo. Lo imagino, como debe ocurrirles a sus amigos más próximos, en el coro de los ángeles, cantando con su voz de barítono, las alabanzas al Señor, en quien creyó tan firmemente. Muere dejando un legado de honestidad y de sabiduría, cuando había llegado a la cima de su carrera académica y profesional.
Su autoridad moral le había granjeado una clientela que sabía de sobra qué tanto, como sus conocimientos de derecho, valía la respetabilidad de las causas que defendía. Era todo un carácter en una época en que se pueden adquirir vastos conocimientos, pero el carácter se tiene o no se tiene. Carlos Holguín Holguín lo tenía en grado sumo.
Redacción El Tiempo
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