Aquí y en todas partes, todo el tiempo, se ha consagrado la irresponsabilidad de los congresistas por las opiniones y votos emitidos en el desarrollo de su labor legislativa y de control político. No puede ser de otra manera, si se quiere, como es imperativo en la democracia, que los miembros de la rama legislativa obren con independencia, consultando solamente, como lo determina la Constitución, la justicia y el bien común.
No es cierto que los congresistas actúen alguna vez como jueces, ni que en desarrollo de sus funciones tengan la obligación de tramitar asuntos judiciales. En ese evento, se les exigiría ser abogados, dado lo absurdo de atribuir a ingenieros, médicos, economistas, veterinarios y comerciantes la tarea de investigar y juzgar las conductas criminales imputadas nada menos que a los más encumbrados funcionarios.
El trámite congresional es un filtro que evita abusos y anarquía, y una manera adicional de imponer la sanción de indignidad a los más importantes empleados del Estado cuando han incumplido sus deberes, y su conducta, oficial o personal, ha sido inadecuada, dada la enorme responsabilidad que tienen ante la sociedad. Pero la culpabilidad penal no la puede deducir sino la autoridad judicial, que asume competencia solo si el Congreso le traslada el caso para ese efecto, cuando concluye que efectivamente se violó la ley. Por eso, la actuación que se cumplió en la Cámara fue eminentemente política. Así ha sido siempre, como cuando se juzgó a Nariño, Obando, Mosquera y Rojas Pinilla.
Pero, sobre todo, el sistema democrático funciona si las ramas del poder público son independientes y actúan con libertad. Si a sus miembros se imponen parámetros que lesionen la posibilidad de actuar de acuerdo con sus propios conocimientos y criterios, el desbarajuste será enorme. Basta con imaginarse lo que ocurriría cuando un magistrado no está de acuerdo con sus colegas de sala, y salva el voto.
Hay de por medio, adicionalmente, una situación inquietante. Denunciados que fueron también los que negaron la preclusión, la Corte decidió que no había lugar a investigarlos. Es decir, determinó que no violaron la ley. A los otros sí, y por eso las indagatorias. Algo muy parecido a una condena anticipada. Con el agravante de que la alta superioridad se pronunció de esa manera sobre un asunto que nunca llegó a ser de su competencia: el diligenciamiento contra el ex presidente Samper.
En suma, la Honorable Corte no puede justiciar a los congresistas por sus pronunciamientos. No ocurre en parte alguna. Sería afectar su independencia en detrimento de la democracia y del funcionamiento de las cámaras. Si así fuera, se desquiciaría la rama legislativa, cuyos miembros serían en adelante magistrados y no legisladores, que irían a parar a la cárcel calificados de prevaricadores el día que la Corte respectiva declarara inconstitucional una ley.
Si el legislador se equivoca, obra con desatención o marrullería, o incumple las obligaciones propias de su investidura, no hay impunidad. Como lo señala la propia Constitución, responderá políticamente ante la sociedad y frente a sus electores.