En fin, Teotihuacán era la gran metrópolis de su tiempo.
Los mexicanos, que se las saben todas en historia (y de hecho parece que todos fueran guías turísticos), se sienten orgullosísimos afirmando a viva voz que esta ciudad era más grande que la Roma Imperial. Y ahí, en esa afirmación, y pisando Teotihuacán, que de verdad es impresionante, se puede entender por qué el Estadio Azteca tiene capacidad para más de cien mil personas. Por qué los mexicanos tienen la Plaza de Toros más grande del mundo, y por qué Ciudad de México tiene más de 30 millones de habitantes: estos señores no podían ser inferiores a su pasado.
Teotihuacán queda más o menos (en un bus turístico cargado de franceses, españoles y japoneses tipo Sony Handycam ) a 45 minutos de Ciudad de México. Antes de entrar a la zona de las pirámides, hay vendedores de tequila casero, artesanías de obsidiana (una clase exótica de vidrio volcánico negro) y silbatos con la forma de los guerreros míticos aztecas. Chucherías. Ese es solo el preámbulo para un recorrido que agota al deportista más consagrado y descresta al más escéptico o al más enajenado con el cuento de las pirámides de Egipto.
Teotihuacán alcanzó una extensión de 20.5 Km2 y una población que osciló entre los 120 mil y los 150 mil habitantes. Obviamente sus dos máximos atractivos son las pirámides. Cada turista, por abuelito que sea, no resiste la tentación de subir, escalón por escalón, hasta la corona. Y las dimensiones no son aptas para cardíacos: la altura de la Pirámide del Sol es de 65 metros, y su base cuadrada mide 225 m. por 222 m. La base de la de la Luna (rectangular) es de 120 m. por 150m. y su altura es de 40 metros, y aunque es más baja que la del Sol, es mucho más difícil de escalar: las gradas son más altas que anchas y se tiene que subir colocando los pies paralelos a cada escalón.
A un lado de esta pirámide está el Templo de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el dios del agua, el animal que tenían, en varias edificaciones, rematando una construcción. Justamente, una de esas cabezas de culebra encontrada en una excavación, y que en tamaño no es similar al de una serpiente sino al de un elefante, viajó de México a Colombia como parte de la muestra Entre lo sagrado y lo profano: Teotihuacán, una ciudad cosmopolita del México Antiguo .
La muestra, fructífero intercambio cultural entre mexicanos y colombianos (ojalá algún día nos trajeran unos cuantos cuadritos de Frida Khalo), presenta un total de 177 piezas halladas en excavaciones arqueológicas, y buenas piezas: los mexicanos llevan la bobadita de un siglo estudiando Teotihuacán, y estos son hallazgos recientes. Ahora, las piezas que trajeron pesan nueve toneladas, y eso no es nada: si se pesaran los materiales de la ciudad el peso sería de 2.5 millones de toneladas, por eso, para representar a Teotihaucán, se necesitaba un montaje inteligente. Y el del Museo del Oro lo es.
La ciudad entera está en una maqueta, que, con la ayuda de un guía (el domingo la exposición tuvo seis mil visitantes), resulta totalmente clara. Alrededor de la maqueta están las 177 piezas, y a diferencia de otras muestras arqueológicas, esta tiene un significado real: no es una muestra de artesanías, es una muestra de costumbres, de vida. A través de estos objetos creados por los sofisticados teotihuacanes se pueden descubrir vestimentas, ritos, una vida familiar intensa entre las madres y sus niños. Se pueden ver incensarios, o braseros, absolutamente barrocos. Se puede ver su relación con su muerte, su forma de observarla, de sentirla: una pieza como el dios gordo, dice mucho (por favor véala).
Teotihuacán está ahí, en el centro de Bogotá.
Museo del Oro, Banco de la República, Carrera 6 esquina calle 16, Parque Santander.