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UNA CIUDAD COMESTIBLE

Montería es una ciudad comestible. No porque se pueda comer. Son muy duras y charcosas la mayoría de sus calles. Muy inhóspito su espíritu cívico. Digo que es comestible porque lo único que cada semana crece es un puesto de comida. De la llamada comida desechable, o comida light. Ya no sólo la circunda un cinturón de cantinas, directas o disfrazadas, sino un inacabable rosario de puestos de perros calientes, suizos, arepas, pizzas, hamburguesas. Esta parece ser la única o preferida forma del rebusque cotidiano. Desde el barrio El Recreo, por toda la circunvalar hasta la calle 41; y de allí hasta la calle 29, lapso en donde llegan a su apogeo las ventas ambulantes; de la 27, se extiende, con alguna interrupción para las naranjas y patillas, como una cintura de cemento, hasta el mismo puente metálico; para luego girar hacia la derecha, tomar la avenida primera, enfrentar al río, y continuar, otra vez, hasta la calle 41.

A cualquier visitante primerizo le puede parecer que Montería es una ciudad menú. No, no lo es. O una ciudad hambrienta. Tal vez en una franja social se padece esa triste calamidad. Los puestos de comida no son expresión del espíritu gastronómico de la capital de Córdoba. Es manifestación, sí, de la apretazón económica que sufren los monterianos. Frente a una situación difícil se ha optado por acudir a una solución rápida o supuestamente fácil. Todo el mundo debe comer, vendamos comida, piensan los posibles comerciantes. Y empiezan las gestiones mercantiles.
Relativamente, en ninguna capital de la costa se ve tal movimiento de comida desechable, especialmente cuando cae la tarde. Esta dinámica permanece hasta pasada la media noche. A la vera de la carretera se estacionan carros, motos, bicicletas y gentes de a pie. En determinadas ocasiones los vehículos obstruyen el paso, propician trancones, y más de una vez sus ocupantes han armado camorra con los visitantes o los conductores de otros automotores.
Por otro lado, como complemento, las ventas de fritos campean por toda la ciudad. Hoy hay varios centros de fritanguería. Uno de ellos queda en la calle 37, en la estación de buses de la avenida primera. Otro está ubicado en la calle 29 con carrera 4a., en donde antes quedaba el legendario teatro Montería. El tercero queda en el sur, frente al hospital San Jerónimo, el cual presta los servicios día y noche. El cuarto centro fritanguero está a todo lo largo de la calle principal del barrio La Granja, combinado con puestos de comida desechable. En todos estos lugares se consiguen chicharrones, vísceras, patacones, carimañolas, empanadas, buñuelos, pedazos de queso, huevos cocidos, y todo acompañado de la consabida venta de avena, guarapo o gaseosas.
Ahora bien, la ciudad comestible tiene también un pasado. Por ejemplo, muchos monterianos recuerdan los famosos mondongos de la calle treinta y seis con tercera, que eran el recostadero de todos los que después de unos tragos, largos o cortos, se sentaban a sus mesas y pedían el líquido, la pezuña, la toalla o el ñervo del mondongo y todo lo encendían con un chorro de picante guaguao que en un garrafón se combinaba con suero y agua de coco.
Esas mesas mondongueras, con ese estilo y esa aureola, desaparecieron. Hoy hay una caterva de ofertas, entre bares y medianoche, que no alcanzan la grandeza gastronómica de los cocineros del ayer. Esto sin mencionar las ventas de comidas que quedaban en la muralla y en Pueblo Pescao , donde el bocachico y el bagre, frito o en sancocho, era un banquete para el paladar y un orgullo para la bromatología sinuana.
Allí cerca, en la avenida primera entre calles treinta y cinco y treinta y seis, está aún el viejo mercado público. Subsiste pintado de azul antiguo, cercado por tenderetes que venden ropa barata, vitualla al por mayor o al detal y electrodomésticos de contrabando. Pero dentro de él todavía subsisten las tradicionales mesas de comida. Allí se expenden a plenitud los platos de la comida criolla: un sancocho de gallina, o un guiso de hicotea, cuando es su tiempo, es una muestra cabal de las destrezas de nuestras mujeres en el arte de la sazón. En largas banquetas pintadas de tiempo, los clientes se sientan a las mesas cubiertas con manteles de hule, brillantes por el frote del trapo y el correr de los platos.
Como puede deducirse, así, a vuelo de pájaro, la comida rápida o desechable está, en Montería, fundamentalmente ubicada como un cordón en la periferia. Pues en el centro, aunque en forma precaria y casi olvidada, está la comida tradicional del Sinú, haciéndose y consumiéndose frente a la luz del día. En el centro de la deforme ciudad, en el lugar aproximado donde palpita el corazón.
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