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LAS CAPITULACIONES DE ZIPAQUIRA 1781

Sin incurrir en exageraciones, podríamos afirmar que la historia de nuestro derecho público comienza con el convenio de paz acordado en Zipaquirá el 8 de junio de 1781 entre Juan Francisco Berbeo, el orondo y discutible jefe de la Revolución de los Comuneros, y la comisión realista negociadora, integrada por el alcalde de la capital, Eustaquio Galavís, y el oidor Joaquín Vasco y Vargas.

Así, sin pena ni gloria, languidecía la formidable gesta épica del común entre el 16 de marzo de 1781, cuando estalla el motín en El Socorro, hasta la fecha de la claudicación, y que había estremecido al virreinato de la Nueva Granada en la más genuina y auténtica rebelión popular de la historia patria. Artífice maquiavélico de la victoria realista había sido su ilustrísima el arzobispo Antonio Caballero y Góngora.
El documento fue redactado a varias manos. Por el alzamiento popular participaron Berbeo, los jefes tunjanos comuneros y el súbdito peruano Agustín Justo de Medina; y por el gobierno, los comisionados, el tribunal de la Real Audiencia y el entrometido marqués de San Jorge, Jorge Miguel Lozano de Peralta. Después de algunos reparos y enmiendas, y cuando los amotinados palparon la enojosa dilación de su aprobación, se oyó el amenazante clamor revolucionario: Traición. Traición. A Santafé, a Santafé ; entonces, sí se allanaron las dificultades y se suscribió el convenio.
El texto de las Capitulaciones lo forman 35 puntos, repartidos así: 25 se refieren exclusivamente a reclamaciones económicas relativas a rebajas y supresión de impuestos y de la renta estancada del tabaco (monopolio estatal); dos aludían a prioridades eclesiásticas y ocho versaban sobre asuntos políticos y administrativos, incluyendo el destierro del visitador-regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, autor del plan fiscal que había motivado la protesta popular. Empero, dos cláusulas implicaban, ni más ni menos, la independencia de la monarquía. Una se refería a la exigencia del criollaje respecto al desempeño de cargos públicos, con lo que quedaba la chapetonada en el asfalto; y la otra, la conservación de las milicias populares con sus jefes, armamento y la práctica de ejercicios tácticos los domingos. Esto es, con los criollos gobernando y el respaldo de un ejército nacional popular, la independencia era un hecho.
Como es bien sabido, las Capitulaciones fueron burladas, los comuneros engañados y una terrible represión azotó al país, que inició con el ajusticiamiento en la plaza mayor de la capital de los jefes comuneros Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz, Manuel Ortiz y de José Antonio Galán, el caudillo invulnerable de aquella trágica y frustrada epopeya colombiana.
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