Se ha vuelto costumbre mencionar a Colombia como el nido de la delincuencia internacional. Dos de las películas más recientes y taquilleras volvieron a caer en el juego. En una de ellas, Connair, con el actor Nicholas Cage, es tal el extremo al que llegan, que si no fuera por el terrible daño que se le hace a Colombia, sería como para sentarse a reír.
La película es sobre un avión que recoge a los más peligrosos delincuentes de las cárceles de los Estados Unidos para concentrarlos en una prisión especial. Todos son asesinos de la peor calaña, condenados a muerte o a varias cadenas perpetuas. Los prisioneros logran tomarse el avión, pero surge un problema: uno de ellos resuelve engañar y traicionar a sus compañeros y trata de escapar solo. Y ese malo entre los malos resultó ser un colombiano que quería refugiarse en su país, donde ninguna autoridad o ley lo podría tocar.
Claro que es una película, producto de la imaginación de un libretista que seguramente no distingue a Colombia de Bolivia. Pero el hecho es precisamente ese: de la misma forma como asocian a Brasil con el fútbol, a Rusia con el ballet o a Francia con la buena comida, a Colombia la identifican con droga, violencia y terrorismo. Es un macabro y costosísimo estigma del cual no va a ser fácil salir.
La mala fama también está haciendo estragos en escenarios importantes donde tradicionalmente el nombre de Colombia inspiraba respeto y hasta admiración.
Uno de ellos es el de la libertad de prensa. El país no se ha percatado de la magnitud del daño que la ley de televisión le hizo al buen nombre de Colombia en el periodismo internacional. Entre los periodistas existe una gran solidaridad de cuerpo, y de la noche a la mañana Colombia quedó manchada con el signo de la censura. Cuarenta años de muy buena fama en este frente se fueron al traste. A la ley se le agrega la reciente adjudicación de las emisoras de radio que ya fue interpretada por la prensa extranjera, con razón, como una descarada utilización del Estado para controlar la crítica. Y para colmo de males, las ridículas declaraciones de la presidenta del CPB sobre las inhabilidades de García Márquez para ejercer el periodismo le dieron varias veces la vuelta al mundo, para vergenza nuéstra.
La advertencia hecha la semana pasada por el chileno Sebastián Edwards, uno de los más connotados economistas de América Latina, en el sentido de que Colombia está perdiendo su prestigio de buen manejo económico, es otro golpe duro. Y no es sólo Edwards. Es una percepción creciente de la comunidad internacional, así el Gobierno quiera desconocerlo. Otro esfuerzo de muchos años que se desvanece con un costo inmenso para el país.
Ni hablar de los derechos humanos, hacia donde se están enfilando todas las baterías del garrote internacional. Causó mucha sorpresa en los círculos que manejan este tema en Suiza, que el gobernador de Antioquia se apareciera en Ginebra para explicar las Convivir, tras ser censuradas por la delegada de Naciones Unidas en Colombia. Aparte de la polémica sobre si las Convivir deben o no existir (sin duda Uribe Vélez las debió justificar con gran brillantez), lo que salió a flote es el gran despelote y atomización del Gobierno colombiano, pues no se entiende que un mandatario local vaya a dar explicaciones sobre un problema que compete a las autoridades nacionales. Es un precedente que no gustó, pues no demora otro colega (el gobernador del Valle o la alcaldesa de Apartadó) en ir a Ginebra a presentar la versión contraria. En qué queda entonces la política internacional y la imagen del país? En la de un hazmerreír donde cada cual tiene su propia política.
En fin, la poca buena fama que nos quedaba en ciertos frentes parece, para desgracia nuéstra, cosa del pasado.
Mucho de esto es producto de realidades internas, y hasta que no las corrijamos poco es lo que se puede hacer. En eso tiene razón la comisión que acaba de publicar el informe sobre las relaciones con Estados Unidos, tan duramente criticado por el ex presidente López. Pero también tiene mucho que ver con una Cancillería politizada e ineficaz, una Comisión Asesora inoperante (varios de sus titulares en la cárcel, qué tal?) y la ausencia de una política internacional que sea a la vez una verdadera política de Estado, como sucede en todo país serio.
Recobrar el buen nombre de Colombia va a costar mucho tiempo y trabajo. Se requiere una estrategia coherente, de largo plazo, y en la que estemos comprometidos todos los colombianos, sin distingo de partidos ni diferencias políticas locales. Porque en un mundo cada día más globalizado e interdependiente, donde la verdadera competencia es por la generación de empleo, el costo de la mala fama es cada vez mayor, como lo atestiguan el millón de colombianos sin trabajo.