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ALEPH

En Colombia ha ocurrido el caso singular de que los focos literarios que marcan hitos no se han registrado precisamente en la capital, sino en las provincias. Una serie de revistas van señalando las etapas de la vida intelectual, al punto que podría hacerse una historia de nuestra literatura apoyándola en lugares dispersos por todo el país, como si Bogotá mismo no fuera rectora del mundo literario.

GERMAN ARCINIEGAS
Casi puede hacerse el cuadro nacional de las letras con una serie de revistas que agrupan a los hombres de letras que acaban imponiéndose en la vida colombiana. No hay sino que pensar en las revistas Popayán, de don Tomás Maya; en Voces, de Ramón Vinyes, en Barranquilla; en Alpha, de los antioqueños, o Aleph, de Carlos Enrique Ruiz, en Manizales.
Cuando en España, Unamuno o los que se interesaban por las letras de nuestra América estaban familiarizados con Tomás Carrasquilla o los escritores de Medellín, no había en Bogotá una revista que despertara el mismo interés en la capital española. Eugenio D Ors sabía más del grupo colombiano que se asomaba a la vitrina de Voces, de Ramón Vinyes, que de ningún otro de nuestra América. De la misma manera, las relaciones que cultiva Carlos Enrique Ruiz con su revista Aleph, de Manizales, le sirven a Colombia más en la sociedad literaria de nuestra América y España que ninguna revista de Bogotá.
Todo lo anterior se explica. Los escritores colombianos, si se exceptúan Silva o Rafael Pombo, no solo han surgido en las provincias, sino que han llevado fuera de Colombia la imagen múltiple de nuestro territorio. El primer novelista que alcanzó una difusión en todo el mundo hispánico, Jorge Isaacs, lo que llevó desde México hasta la Patagonia fue la imagen del Valle del Cauca. Cuando la segunda novela colombiana se impuso internacionalmente.
La Vorágine, el heraldo de nuestras letras, no solo era de Neiva, sino que la tierra de promisión con que embrujó a los lectores de poesías hispanoamericanas estaba impregnada de la magia de nuestra selva. Alejandro Sux, que recorrió desde México hasta la Patagonia todos nuestros países, y era un periodista objetivo y sagaz, decía que el poeta más universalmente conocido en esta parte del continente era el cartagenero Luis C. López.
Todo esto encuentra la más rotunda confirmación en Cien años de soledad, de García Márquez: por Aracataca, las letras colombianas se han sostenido en el puesto que hoy tienen en el mundo entero.
Aleph, de Carlos Enrique Ruiz, sostiene desde Manizales el hogar que ofrece Colombia a los hombres de letras. Carlos Enrique Ruiz se ha empeñado en sostener una casa abierta para ellas, con una devoción que recuerda sumados los nombres de Tomás Maya, Ramón Vinyes, Antonio J. Cano y cuantos han dirigido revistas literarias en Colombia. Ese es el lado bueno de la nación colombiana. Durante un siglo se habló de Bogotá como la Atenas de nuestra América.
Era una bondadosa manera de salvar a Bogotá, y a lo menos nos favoreció con una etiqueta diferente en medio de una muchedumbre de repúblicas ensombrecidas por las historias de los caudillos bárbaros. Pero convengamos en que había demasiado optimismo al colocarnos en una categoría ilusoria que más se apoyaba en la fama de barbarie, que entonces disminuía a los países más castigados por los déspotas descritos por Alcides Arguedas, Rafael Pocaterra o Juan Montalvo.
Aunque no lo parezca, Aleph cumple una función política, como la han cumplido todas las revistas literarias. La literatura ha sido la armada de Colombia que ha llevado la bandera nacional hasta el Japón, Egipto, la India y todos los países de Europa.
Hay creencia de que aquí se estiman las letras. Es evidente que a veces una sola novela, un solo poema, sostiene el prestigio nacional. El Nocturno de Silva le ha servido más al prestigio de Colombia que la batalla de Gepí, y desde luego que sus grandes esfuerzos por combatir el tráfico de drogas, en que ha gastado miles de millones y que le ha costado a Colombia las vidas de muchos de sus soldados y policías, sin mayor reconocimiento de los Estados Unidos, que tienen mayor responsabilidad.
No le da tanto crédito como Cien años de soledad. Keats pedía para su tumba esta inscripción: Aquí yace un poeta cuyo nombre quedó escrito en el agua . Y no hay quien no recuerde, mientras la lengua inglesa permanezca en el mundo. Las revistas, que un día fueron hogares efímeros de poetas que recordará Colombia, mientras haya poesía, seguirán siendo los puntos de referencia en que se apoye el estudiante de las letras entre nosotros.
GERMAN ARCINIEGAS
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