Una distinguida pareja de la sociedad barranquillera, en un acto correccional , como lo califica su abogado, viola con un pedazo de madera a un menor, que acusan de haber violado a su hijo.
Aunque no esté plenamente demostrado que esta sea la causa de la muerte, en Medellín, un chofer de taxi endeudado la emprende contra su joven vecino a patadas y alega lo que la sociedad empieza a aceptar como razones muy poderosas: el muchacho era un pandillero, que fumaba marihuana y le hacía la vida imposible.
Hace unos meses, en la misma ciudad, otro vecino mató a un menor de un disparo porque lo estaba molestando. Si se le hubiera preguntado por qué, seguramente nos habría hecho llorar a todos.
En casos menos graves pero no menos sintomáticos se observa cómo cada cual aplica al castigo el rasero que le conviene: Me arrodillo y pido disculpas se autoflagela Samper al reconocer en una entrevista que no llegó a la meta global de generación de empleo.
Y hay funcionarios públicos que se dan el lujo de castigar a los periodistas, vetándolos por cuestionadores mientras premian a los que los adulan.
A los ciudadanos se les castiga a veces por la imprevisión de los funcionarios. O se concluye que como todo el mundo es culpable, nadie es culpable.
Según la propia definición y el criterio de cada quien, los castigos se autoproclaman así equitativos, compensatorios o justificables.
Lo extraño no es que en una sociedad tan individualista como la nuestra se aplique la vieja teoría del ojo por ojo y diente por diente, según la mordida o la visión del agraviado. Lo que resulta increíble es que no importe la desproporción entre el acto cometido o la omisión, comparados con la sanción; o ese cinismo amable con que los victimarios miden la responsabilidad por sus actos.