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Barataria Estudios sobre el amor

LUIOCH
Después de una vieja y memorable confusión (al menos fue esas tres cosas para
mí) siempre tengo que repetir aquí, por si acaso, que no estoy en contra de la
ciencia ni del progreso, que no soy un intelectual nostálgico y romántico
queriendo consumar la venganza de Victor Frankenstein, y que en el abismo
entre "las dos culturas", la científica y la literaria, lo mejor para todos es
tender puentes, no saltar al vacío.
Quien resumió ese dilema innecesario fue C. P. Snow en una famosa y polémica
conferencia que se llama precisamente así, 'Las dos culturas', en la que el
autor, un físico de Cambridge y también un delicioso novelista (The affair es
una joya), se lamenta por esa tajante ruptura en Occidente después de la
industrialización y la modernidad, a saber: la de los científicos por un lado,
y los humanistas por el otro. Ambos atrincherados en sus prejuicios, en su
mutuo desprecio.
Y es una lástima que exista ese enfrentamiento, no solo porque a la sociedad
no le conviene -obvio que no-, sino además porque quien de verdad ama y busca
el conocimiento, desde donde sea, suele respetar todas sus versiones. Lo otro
es fanatismo, así se exprese en un poema o en una ecuación. Y la historia está
llena de ejemplos así, como el del propio Snow: físicos o químicos o médicos
con profundas inquietudes literarias, y escritores o filósofos con un gran
interés por los descubrimientos de la ciencia.
Lo que pasa es que llegó un punto en el que la ciencia -uso aquí la definición
callejera de la ciencia, la ciencia como conocimiento aplicado al desarrollo
material y físico, la ciencia como el relato de la evolución tecnológica de la
especie- empezó a crecer de manera exponencial, y entonces el viejo equilibrio
se rompió para siempre. El hongo nuclear sobre Hiroshima era también la sombra
de la criatura de Frankenstein.
Y nadie podría negar los beneficios que ha significado el progreso, ni más
faltaba, bendito sea. En la medicina, en el trasporte, en las comunicaciones,
en el difícil arte de sobrevivir. Pero a veces hay descubrimientos de la
ciencia que nos complican y nos hacen recordar al pájaro del verso de T. S.
Eliot: "La humanidad no puede soportar mucha realidad". Tampoco puede soportar
demasiada ciencia.
La arqueología demuestra, por ejemplo, que Jesús nació cuatro años antes de
Cristo y quizás en abril, no en diciembre. ¿Valdría la pena cambiarlo todo hoy
para ser rigurosos y corregir al tiempo? No se puede: la historia también es
un acto de fe, una apuesta. Lo decía, en una revista indexada, el gran
filósofo español Camilo Sesto: "La verdad no es necesaria si se trata de
vivir". Al menos no siempre.
Jim Pfaus acaba de publicar en Montreal, junto con unos colegas, un estudio
muy serio en el que demuestra el lugar exacto del cerebro donde se originan el
amor y el deseo. Algo que habían insinuado Descartes y luego Cabanis, y que
hace años explicó Andreas Bartels: que el amor más que un sentimiento es un
proceso fisiológico y químico, y que opera como la adicción a las drogas o a
los libros, por pulsaciones físicas.
Queda abolido así el consejo de amar con la cabeza y no con el corazón, porque
resulta que no hemos hecho otra cosa desde la expulsión del paraíso; quizás
por eso la expulsión. Qué equivocado estaba Stendhal, qué absurdo el trovador
Rudel cuando cantaba: "¡Amor de tierra lontana, por vos me duele el corazón!".
O el último terceto del soneto de Lope: "Creer que el cielo en un infierno
cabe; dar la vida y el alma a un desengaño; ¡esto es amor! Quien lo probó lo
sabe".
No en vano la universidad donde se hizo este estudio es la de Concordia.
Ciencia coherente, con el corazón.
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
LUIOCH
icono el tiempo

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