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Un embrollo llamado Céline

La conmemoración francesa del cincuentenario de la muerte de Céline, truncada por asociaciones judías de hijos de víctimas de la guerra, nietos y bisnietos del holocausto, redundó en beneficio del repelente escritor. La Red se llenó de Céline. Y todos los periódicos serios de Occidente se acordaron de su figura maldita.

EDUARDO ESCOBAR
Supongo que muchos como yo en todo el mundo corrieron a buscar sus libros para
saber qué lo hacía tan execrable y le impedía ocupar el sitio que merece entre
los maestros de la prosa en Francia. Para acabar deslumbrados con Guignold's
band, Viaje al fin de la noche o Muerte a crédito. Es imposible permanecer
indiferente ante este poema cómico, formidable de vómitos, lodos y amarguras,
epopeya de la resistencia de los pobres contra sus adversidades. Uno queda
lleno de admiración y compasión. De admiración por uno capaz de mirar la
existencia humana a la cara en su mísera grandeza, sin flaquear, y de
compasión con una lucidez rayana en la rapacidad que se niega a llorar por
orgullo y elige maldecir.
Será el entusiasmo por una obra que me era desconocida y me desborda. Pero
estoy pensando que todas las novelas que leí frente a las suyas son meras
tapicerías de prosistas más o menos hábiles y debilitados por raquíticas
esperanzas. Muerte a crédito, encargado a una voz acezante, plaga de puntos
suspensivos que dicen que estamos frente a lo indecible, recuerda las peores
asperezas del genio del Rimbaud de Una temporada en el infierno. El estilo
entrecortado, la fuerza de los verbos, el estado de ánimo pútrido.
Pronto Céline se convirtió en el escritor más leído y traducido de Francia
después de Marcel Proust. Y el más odiado. Ya en vida las autoridades de su
país lo declararon desgracia nacional. Un título honroso para uno que había
pensado que el nacionalismo es una enfermedad, y que hizo de su obra un
manifiesto contra el colonialismo, la guerra y el poder. Céline deja dicho que
no hay guerras saludables, que ninguna razón justifica el envilecimiento, que
frente a la perversión uno tiene derecho a apelar a la cobardía, al cinismo o
la locura. Eso lo hizo detestable. Más que el antisemitismo que disculpó como
un error de percepción un tiempo cuando muchos pensaban que los sionistas
estimulaban la guerra conjurados con el comunismo contra la civilización
cristiana. Céline heredó de su padre el antisemitismo. Y el gusto por las
bailarinas.
Más comprensivo que las asociaciones judías opuestas a la celebración de
Céline en el cincuentenario de su muerte, el judío Trotski lo consideró un
moralista que desplegó el panorama de las crueldades y las mentiras de la
vida. Pero la justicia, divinidad vendada, suele establecer jerarquías
ambiguas. Vargas Llosa, en una nota sobre la nueva condena de Céline, advierte
que Polanski vive en Francia mientras las autoridades gringas lo piden en
extradición acusado de drogar a una niña para violarla.
Von Braun, que llevó a los gringos a la Luna, cómplice necesario de los
crímenes de Hitler, perteneció a la élite de los sabios norteamericanos a
pesar de su pasado. Céline barbotó porquerías para descargar la bilis. Pero no
violó niñas. Ni diseñó cohetes contra sus semejantes. Luego del apostólico
servicio como médico de pobres debieran perdonar sus retorcimientos
ideológicos. Pero mejor así. Para que siga reinando sin la intermediación de
las instituciones, aparte, y raro.
Es diciente que su tesis de grado versara sobre Semmelweis, microbiólogo
húngaro que descubrió que muchas parturientas morían porque los cirujanos no
se lavaban las manos en los hospitales. En sus novelas recurrió al habla del
arroyo porque pensó que así podía comprenderlo "la bestia vertical", y que
esta civilización pide revulsivos extremos contra sus locuras.
HERJOS
EDUARDO ESCOBAR
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