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El valor de la utopía

La polémica en torno a la reforma de la Ley 30 pone de manifiesto la
importancia de tener marcos de referencia ambiciosos en cuyo contexto puedan
entenderse las propuestas secundarias. A mi juicio, la discusión que se está
dando no toca lo esencial del tema, lo que desvía la atención hacia asuntos
que, siendo sensibles, ocultan el fondo del problema.
Para comenzar, educación superior y Universidad (con mayúscula) no son
exactamente lo mismo. Mientras la educación superior entendida como servicio
público destinado a la formación de técnicos, tecnólogos y profesionales
orientados a la productividad económica se evalúa de acuerdo con parámetros de
cobertura, eficiencia y calidad, la Universidad, en su función social, debe
valorarse según la capacidad de producción de ciencia, tecnología y
comprensión de los fenómenos sociales y culturales de la humanidad. Si bien
una de las funciones de la Universidad es la formación de profesionales, no
todas las instituciones que forman profesionales pueden llamarse
universidades.
La Universidad, en el contexto de la historia de la cultura, es un espacio
para la utopía. Por ella atraviesa la gran aventura de la modernidad y en sus
claustros se han forjado los grandes debates sobre la filosofía, la economía,
la política y el derecho. Los premios Nobel de ciencias se han madurado en los
grupos de investigación de estos centros del saber, que son reservorios de
memoria y agitadores del descontento que impulsa a la innovación y a la
búsqueda de nuevos horizontes humanos. En las grandes Universidades,
concebidas como un bien público imprescindible para la civilización, se
albergan bibliotecas, museos, escuelas de arte, orquestas, deportistas
olímpicos y una élite intelectual sin límite de edad.
La pregunta, entonces, es si el país merece desgastarse discutiendo si algún
promotor privado está interesado en salir a vender educación para los pobres,
porque los ricos ya la tienen en abundancia y de muy buena calidad (en
Colombia y en el exterior), o si una reforma seria debe comenzar por la
necesidad de que tengamos al menos tres o cuatro Universidades de verdad, en
las cuales el Estado y los particulares estén dispuestos a invertir en un
futuro a largo plazo para la cultura nacional. Esta es una discusión que no
pueden dar los tecnócratas y los administradores de presupuestos precarios de
corto plazo.
La propuesta del Gobierno es miope y mezquina. No contiene una sola idea
ambiciosa. Se le quedan por fuera los asuntos que importan a un país que tiene
que sobrevivir en la sociedad del conocimiento. No contempla la universidad
pública como el único espacio posible de articulación social, y por ese camino
los centros privados asumirán a los ricos, y los oficiales, a los pobres, lo
que profundizará las grandes distancias sociales. Para que una sociedad sea
equitativa, no basta que haya pupitre para todos: debe haber pupitre para
muchos en el mismo lugar, en la misma clase, con el mismo maestro. Eso
significa que debe haber Universidades de verdad, grandes, con capacidad de
albergar la mayor diversidad en torno al saber, a la ciencia, a la cultura.
Si la propuesta del Gobierno es pobre, la reacción de los activistas es
paupérrima: ¿cómo defender la Universidad si quienes asumen la vocería de los
estudiantes se encapuchan y cambian la palabra y el saber por la piedra y la
pólvora?, ¿cómo decir que es pública cuando su espacio se ha convertido en un
gueto cerrado por muros?, ¿cómo puede madurar el saber público, la cultura y
la universalidad en espacios clausurados por rejas, como si fueran enclaves
privados?
Todavía hay una leve esperanza de que, a partir del caos inducido, los
representantes serios de la academia saquen del sombrero un conejo y empiecen
a discutir lo que es urgente discutir.
frcajiao@yahoo.com
La propuesta del Gobierno es miope. Se le quedan por fuera los asuntos que
importan a un país que tiene que sobrevivir en la sociedad del conocimiento.
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