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EL JEROGLÍFICO DE LA LUZ

Además de su formato tipo cartilla, que apabulla de entrada el ánimo del bolsillo, el recibo de la luz es tan indescifrable como un jeroglífico egipcio. Piedra roseta de los servicios públicos, que exige invocar al espíritu de Champollion, el célebre arqueólogo francés, para que acuda en nuestro auxilio cuando iniciamos la desalentadora tarea de interpretar aquel enigmático sistema de signos.

Por Diego Marín Contreras
En efecto, todo en él es confuso y parece diseñado por una personalidad esquizoide, con evidentes tendencias sádicas, cuyo goce supremo estribara en sembrar el terror mediante el recurso de retorcer hasta la sinrazón los mensajes más elementales. Una personalidad que, en vez de buenos días , debe decir: KV2-980 KWH, VALOR PAGADO . Alguien que, de una u otra forma, estuviera visceralmente interesado en alcanzar el grado cero de la información, el más alto nivel de la ineficiencia, la estupidez perfecta. Y ello con el patronato esotérico de una tecnología que, en el otro lado de la moneda, puede dejarnos sin luz días enteros, bajar el voltaje en forma repentina, como un juego diabólico de perversos extraterrestres, o incendiar nuestras viviendas con el chisporroteo de sus cables anacrónicos.
En la ideología del atraso, lo incomprensible goza de un misterioso prestigio. De modo que el jeroglífico de la luz, que seguramente fue concebido bajo ese iluminado criterio, mantiene a la ciudadanía de un estado de sumisión abyecta frente a sus herméticos mensajes. Y de eso se trata; es un problema de lenguaje. Con qué palabras reclamar sobre aquello que no se entiende? Y si se reclama, allí están los iniciados en los santos misteriosos , es decir, los funcionarios de la Electrificadora que, en tono condescendiente, mirándolo con la expresión del sacerdote azteca en el momento de clavar el puñal en el pecho de su víctima, le dirán con obvio desgano que el estúpido es usted, incapaz de entender las diminutas explicaciones en incandescente naranja que se encuentran al reverso de la factura.
En lugar de esas ilegibles redundancias, la empresa debería enviar a los usuarios un manual de instrucciones para leer el recibo de la luz, o dictar cursos, talleres y seminarios sobre tan oscura temática, con el fin pedagógico de que todos sepamos a ciencia cierta sobre qué materia versan esas hojas angustiosas. Porque la idea general, muy a pesar del papeludo jeroglífico, es que la facturación tiene que ver con operaciones mágicas, ejecutadas por las deidades surreales que rigen el destino de la urbe. En el inconsciente colectivo, que con justa razón desconfía de la jerga técnica, pervive la creencia de que las llamadas empresas de servicios son, en realidad, enemigos públicos que darán su temible zarpazo justo cuando el usuario menos lo esperaba. Y la cartilla críptica (que, bien mirada, sirve para hacer avioncitos de papel) solo confirma tan sólida sospecha.
Para colmo, hay que pagarla. De modo que, como paganinis, deberíamos tener por lo menos derecho a recibir una factura redactada en buen romance, con cuentas claras y sintéticas, sin tanta alharaca técnica que a nadie convence y con un poquito más de conciencia ciudadana en el cobro de unos impuestos que quién sabe (o quién no sabe) a qué bolsillos van a parar. Porque la modernidad no está en la factura, ni en el camión, ni en los computadores, ni en el aire acondicionado; la modernidad, esa por donde todavía no se decide a entrar Barranquilla a dos pasos del siglo XXI, está en la actitud de creación urbana, en el espíritu de servicio, en el pensamiento sensible expresado en acciones comunitarias.
Mientras tanto, mientras el futuro nos alcanza, seguiremos en la ciudad de los dos lenguajes. Un lenguaje mágico, intuitivo, irracional, y profundamente creador, que es el de la gente que azota las calles; y otro lenguaje neutro, castrado y prestado, con ridículas pretensiones técnicas, la misma mentira con diferente disfraz, que es el del jeroglífico de la luz. Y, para colmo, hay que pagarlo. Bien caro, por cierto.
Por Diego Marín Contreras
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