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El Palacio de Justicia

“Esta casa aborrece la maldad, ama la paz, castiga los delitos, conserva los derechos, honra la virtud.” La inscripción al lado de la puerta del antiguo Palacio de Justicia que la periodista Ana Carrigan eligió como epígrafe para su libro El Palacio de Justicia: una tragedia colombiana (Icono, 2009) ya no existe. Al Palacio se lo tragó el fuego que muchos vimos un 6 de noviembre de 1985 y que jamás olvidaremos. ¿A qué demolición habrán ido a parar esas palabras? Mientras escribo, me imagino la D de derechos rota y alguna sílaba de “vir-tud” apilada entre mampostería, jirones de ropa de gente calcinada y peldaños destrozados de la escalera por la que trepó un tanque militar.

YOLANDA REYES
Así, como ese amasijo de destrozos, son nuestras imágenes de este duelo que
aún sigue doliendo, debajo de una vieja cicatriz. Esa herida que a todos nos
hermana y a la vez nos divide, la que heredaron nuestros hijos, como se
heredan el color de los ojos, el timbre de la voz y las culpas que patinan
por la sangre, nos partió la historia –no la Historia Patria, sino nuestra
historia personal y simbólica- en antes y después–. El asalto guerrillero,
la voz de Reyes Echandía, los magistrados y tantos otros muertos, y ese
tanque irrumpiendo en el Palacio, destrozaron nuestras certezas esenciales.
En estos días de crispación, resulta esclarecedor leer a Carrigan: “Es raro
que un solo evento pueda arrojar luces sobre toda una época: pero así fue la
tragedia del Palacio de Justicia”, afirma esta columnista de The New York
Times. Su libro, publicado en inglés en Nueva York (1993), debió esperar 16
años hasta que una pequeña editorial colombiana tuviera la osadía de
publicarlo. “Es todo un Estado que enfrenta al anónimo hermano de una
desaparecida durante un cuarto de siglo”, dice René Guarín, citado en el
libro. Su hermana Cristina reemplazaba a la cajera por licencia de
maternidad y hace parte de los “desaparecidos de la cafetería”. Por lo que
les sucedió después de haber salido –no por la cadena de locuras, omisiones
e improvisaciones que documenta la rigurosa investigación de Carrigan, cuya
lectura recomiendo– el Coronel Plazas acaba de ser sentenciado a 30 años de
cárcel. Conviene tener claro ese detalle: no es por la retoma del Palacio,
sino porque los sobrevivientes llegaron vivos a la Casa del Florero y luego
“desaparecieron”.
Así como regresan los fantasmas, resuenan en estos días las voces de esta
historia sin final: las familias de las víctimas exigen al Presidente que
acate los fallos judiciales y piden que les entreguen a sus seres queridos,
“así sean hechos polvo”; los magistrados de ahora vuelven a pedir respeto
por el ordenamiento de poderes, propios del Estado de Derecho. Sólo falta la
voz del abogado José Eduardo Umaña, quien asumió la causa de estos
desaparecidos, y que ya no dirá nada porque fue asesinado en 1998. Y sigo
oyendo voces: “Nuestro ejército combate con un fusil en la mano y la
Constitución en la otra” (J. M. Santos). “Cuando hay buena fe y cuando hay
patriotismo, no hay espacio para el dolo. Se excluye totalmente el delito”,
(Á. Uribe). “¿Cómo blindar a las fuerzas militares contra los excesos de la
justicia?” (Y. Amat). “Es un hecho en el pasado que nunca tuvo cierre” (F.
Santos). Me queda sonando esa última frase y pienso que, para dar cierre,
habría que pasar por el trance doloroso de resolver las preguntas de las
víctimas y reparar lo irreparable. Saber qué sucedió, sin falsas lealtades,
es la única forma de reconstruir las palabras del Palacio: “castiga los
delitos, conserva los derechos”.
Regreso al libro: “A las 8 de la noche, de acuerdo con lo prometido, comenzó
por televisión la transmisión de fútbol”. Ana Carrigan se refiere a ese
partido con el que nos distrajeron de las llamas. Hoy, 24 años después, va a
comenzar otro partido del Mundial del 2010. Y volvemos a tapar con goles las
voces de los magistrados y los gritos de las víctimas. Como hicimos
entonces, como hemos hecho siempre.
HERJOS
YOLANDA REYES
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