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El futuro no perdona

Hace poco, en su prodigiosa columna quincenal de L’Espresso, Umberto Eco contó una de esas historias suyas que oscilan entre la erudición y la locura, y que suelen ser absolutamente ciertas; aterradoramente ciertas.

En este caso se trata de una organización italiana –la Cicap– que verifica
desde la “ciencia y la crítica” las proclamas de fenómenos paranormales en
el mundo, y que publica además un informe anual con todos sus triunfos sobre
el misterio y el milagro, sobre el fraude metafísico.
Así han caído toda suerte de dementes bienintencionados –lo que prueba que
no eran ni lo uno ni lo otro–, entre cuyas actividades figuran las más
famosas ciencias del asombro y de la fe: la ufología, la parapsicología, la
numerología, la astrología, la orinoterapia, la indexación de las revistas
académicas en el Tercer Mundo, la política colombiana, etcétera. Pero el
gremio predilecto de la Cicap (cuenta Eco) es por supuesto el de los
adivinos, al cual le va siguiendo los pasos con minucia, y al final de cada
año publica una lista detallada e implacable: quién predijo qué, y cuándo y
para cuándo.
Como el paisita ese que en la Quito bucólica de los 70 ejercía de adivino, y
siempre les predecía a los personajes del mundo los mayores cataclismos, el
destino más sombrío, las muertes más obscenas. Así, de su boca volaba, año
tras año, la visión de que la Reina de Inglaterra sería estrangulada por su
esposo, el Príncipe consorte, mientras al Papa lo sodomizaba alguno de los
cardenales de la burocracia pontificia; y es de agradecerle a Dios que no se
hubiese cumplido aún la profecía medieval de Patrizi –el fin del mundo con
un Papa niño–, porque entonces el paisita habría tenido más posibilidades de
acertar en lo segundo. Y decía: “Ome, yo sí esajero. Pero el día que le dé a
una…”.
Lo cierto es que el ser humano es un animal adivinatorio, que vive
obsesionado por conocer su destino, la vida que le espera a la vuelta de la
esquina. Y les confieso que esa es una de mis grandes pasiones
historiográficas: coleccionar profecías, coleccionar historias del futuro.
Desde las de los augures romanos que intuían el porvenir con el vuelo de las
aves, hasta las de Roger Glaber que prometía, en el año 1000, que al mundo
lo iba a acabar un cometa, una estrella perdida. Y hace unos días, en el
parque Santander, compré un libro maravilloso del economista Fritz Baade: La
carrera hacia el año 2000, publicado en 1962. Y lean ustedes lo certero:
“Para el año 2000, la población del bloque comunista habrá ascendido a 2.600
millones de personas. Cuando Occidente pierda la batalla, el mundo de
nuestros hijos será sin remedio soviético”. Predicciones algo inferiores a
las de su colega Julio Verne.
Pero si el futuro es una bola de cristal sobre la que se asoma a tientas
nuestra especie, el pasado no lo es menos: otro misterio que la magia revela
con el arpón de la ciencia. Decía Goethe que el historiador es un adivino
del pasado, y no se equivocaba: la historia es también un acto de fe, una
visión iluminada. Le pasó al pobre Walter Raleigh, que escribía en el siglo
XVI sobre los asirios y los romanos. Pero una noche hubo una algarabía bajo
su celda que no lo dejó dormir, y al otro día nadie pudo decirle con certeza
la causa del escándalo. Entonces escribió en su diario: “Cómo voy a saber
sobre Roma hace 2.000 años, si ni siquiera soy capaz de averiguar lo que
pasó ayer bajo mis pies”.
Vivimos obsesionados por las encuestas, los horóscopos, la extensión
retorcida de las rayas de nuestras manos, y se nos olvida siempre leer la
antología de las profecías fallidas que en el mundo fueron. De hecho, no hay
mejor manera de conocer el espíritu de cada época que con sus predicciones
del futuro, porque todo profeta es un vidente de su tiempo.
Somos adivinos de nuestro presente, en el mejor de los casos. Pero como
decía el paisa: el día que le peguemos, se acordarán de nosotros.
catuloelperro@hotmail.com
HELGON
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