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Nariño, un carnaval de destinos

TEXTO Y FOTOS: JUAN URIBE ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO* En medio de la exagerada proliferación de destinos turísticos en los que es imposible caminar sin rozarse o atropellarse con muchedumbres es reconfortante descubrir sitios que aún no son invadidos por frenéticos viajeros que apuntan con sus cámaras hacia todos lados.

JUAN URIBE
Una sensación de alivio y tranquilidad invade cuando se llega a Nariño. En
este departamento del sur de Colombia hay sitios para nada pretenciosos,
pero encantadores, como la vereda El Puerto, a sólo 40 minutos de Pasto.
Allí, a orillas de la laguna de La Cocha, es posible andar por las calles,
golpear las puertas de las casas –adornadas con geranios, rosas, primaveras
y tulipanes– y charlar con sus dueños. Un gesto amistoso, difícil de
imaginar en las agitadas ciudades.
El Puerto, un caserío donde habitan unas mil personas, tuvo la fortuna de
librarse del inevitable destino de decenas de pueblos y ciudades de Colombia
que, a causa de su falta de planeación, terminaron siendo una colección de
construcciones sin forma ni identidad.
Aquí todo tiene sentido. “Dicen que El Puerto es una Suiza pequeña”, afirma
Ana Julia Tulcán, una mujer de 42 años nacida en el cercano corregimiento de
El Encano y que explica por qué el proverbial orden de aquel país de Europa
impera en esta esquina colombiana. Al menos en la arquitectura.
Todas las casas –fabricadas en forma de chalets suizos– son de madera y
están asentadas sobre troncos de helecho debido a que el terreno es muy
blando y no soportaría el peso de construcciones de cemento. Este estilo se
vio aquí por primera vez a mediados del siglo pasado, cuando Walter Sulzer,
un chef suizo que había llegado a Colombia huyendo de la Segunda Guerra
Mundial, llegó a la zona a trabajar en el hotel Sindamanoy.
Él y su esposa, Heidy, se enamoraron de la tierra y de la gente; le
compraron un lote a un francés y en él levantaron un hotel: el Chalet
Guamuez. “Ellos lo diseñaron al estilo suizo, en madera”, recuerda Ana
Julia, que entonces, como ahora, ya trabajaba en la cocina del hotel. “Las
casas siempre las hacen altas para que no se inunden cuando llega el
invierno y sube el nivel de la laguna”, cuenta.
Ella aprendió de Sulzer a preparar la trucha ahumada, una delicia a la que
en este sitio sólo le añaden sal y aceite. El toque especial lo da una caja
diseñada por el fallecido hotelero suizo en la que el pescado es pasado por
humo durante unos 20 minutos. El resultado es maravilloso. Tanto, que el
arroz, las papas a la francesa, el pimentón y el cuarto de rodaja de limón
con que se sirve bien podrían ser ornamentales.
Otro sabor de Nariño que queda grabado en el paladar es el del cuy, el plato
típico de esta zona. A pesar de los prejuicios de quienes afirman que jamás
se atreverían a probar nada que se parezca a un ratón, cualquier escrúpulo
se desvanece apenas los dientes se hunden en un jugoso pedazo de carne
blanca y sabrosa, y con el cuero tan crocante como una galleta fina.
Ya sin arrepentimientos, es hora de llevar algunos recuerdos del viaje. La
trucha y el cuy, bien empacados, son excelentes souvenirs.
Lo que si no puede envasar es el aire puro que se respira aquí. En Nariño
los pulmones descansan, al igual que los ojos, ya que lo quebrado del
terreno hace que los paisajes sean más variados y coloridos que en otras
partes de Colombia.
Por Las Lajas
No se puede perder, a una hora y media al sur de Pasto, Ipiales, donde se
levanta el santuario de Las Lajas, una iglesia de arquitectura neogótica
atrapada en un precipicio rodeado por cerros de múltiples verdes.
Al llegar al parqueadero, donde se inicia el camino peatonal que desciende
hasta el templo, dan la bienvenida dos llamas ataviadas con gorros
mexicanos. Perfectas para la foto.
Entonces se inicia un recorrido por una vía angosta y quebrada, flanqueada
por tiendas donde exhiben toda clase de objetos. Aquí es posible comprar
imágenes de la Virgen de Las Lajas y del Divino Niño del 20 de Julio; pero
también muñecos del Chapulín Colorado y del Hombre Araña. La oferta la
completan cuadros del papa Juan Pablo II, balones de fútbol, CDs piratas de
música ecuatoriana que acompaña a los peregrinos con su ritmo pegajoso de
aires andinos y cumbia; veladoras, rosarios, minutos de celular…
Los creyentes bajan por este sendero para postrarse ante la Virgen de Las
Lajas, cuya imagen, según la tradición, apareció en una piedra y le devolvió
el habla a una niña sordomuda, a mediados del siglo 18.
Este lugar de fe, aunque se ve abarrotado de visitantes en fechas de
importancia religiosa como Semana Santa, es durante la mayor parte del año
un espacio tranquilo donde no es común encontrar multitudes. Un rincón que
devuelve la esperanza a quienes buscan esos sitios que aún no padecen el
asedio de turistas despistados que pretenden tomarle foto a todo lo que ven.
* INVITACIÓN DE LA GOBERNACIÓN DE NARIÑO Y SATENA.
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JUAN URIBE
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