Son las 12:10 p.m. del martes 7 de julio del 2009. Me he unido a un grupo de oficinistas, frente a un televisor de centro comercial, a ver esa velación que parece una entrega de premios. Y la señora que tengo al lado, una cincuentona que se ha estirado demasiado las arrugas, me dice: Yo no sé qué le ven ustedes a ese tipo.
¿Cómo decirlo sin que suene a fanatismo? Desde que comenzó su carrera, a los 6 años, los mejores sospecharon que él era el mejor. Fred Astaire llegó a llamarlo el bailarín del milenio. Frank Sinatra dejó escapar la frase el único cantante superior a mí es Michael Jackson. Y, como si no bastara, mientras los auditorios de las últimas cuatro décadas lo miraban con la boca abierta, en el centro de un huracán de fama que habría dejado sordo a cualquiera, fue capaz de componer algunas de las canciones más brillantes del siglo pasado. Y en esas grabaciones, pequeñas películas dramáticas cargadas de paranoia, se atrevió a ver el mundo como una pesadilla, de la que solo despertaremos cuando seamos capaces de vernos en el espejo. Beat It, Billy Jean, Dirty Diana, Bad, Smooth Criminal, Leave Me Alone, Black or White, They Dont Care About Us, Whatever Happens: vivir es, en sus obras, encarar a los depredadores.
El psiquiatra Stan Katz, que tuvo que estudiarlo en el 2003, cuando por segunda vez fue acusado, en vano, de abuso de menores, definió a Jackson como una persona de 10 años: los gestos que hicieron famoso al cantante amanecer con miedo, evitar a los otros, derrochar el dinero prueban que el doctor tenía razón. Solo a un niño se le ocurre refugiarse, una vida entera, en una puesta en escena. Solo un hombre en blanco, que se ha quedado sin cara a fuerza de ponerse una máscara, puede contener nuestras contradicciones: nuestros dilemas raciales, nuestras batallas sexuales, nuestra obsesión por la juventud. Solo a los 10 uno es capaz de ser su propia obra de arte: de disfrazarse de sí mismo, de esculpirse a punta de cirugías plásticas, de dejar de ser un negro sonriente para volverse un mimo triste. Y de morirse de golpe para que todos sufran por no haberle pedido perdón.
Que los dueños de las cosas sepan leer el funeral de Jackson: que entiendan, por ejemplo, que no se trata de un fenómeno de allá, que es en la cultura en donde empieza la política, que los duelos colectivos son tan útiles como las alegrías. Asistimos todos a su sepelio, oímos a su hermano cantar y a su hija invocarlo, para recordar que no es necesario que lleguen los extraterrestres para sentirnos parte de la misma raza. Su ataúd es todo un símbolo. Ahí quedará sepultado ese planeta de narcisos que no lograba salir de los 80, que seguía buscando reyes para decapitarlos, que necesitaba que él muriera para darle paso a un nuevo tipo de héroe que lo sea por ser un hombre como todos.
¿Cómo decirlo sin que suene a nueva era? Todos vivimos en el mismo reino: un cuerpo que hace lo mejor que puede (que ama, juega y trabaja) para aceptarse como es. Y Michael Jackson nos sirvió para entenderlo.
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