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EL NAVO DEL LTIMO INCA

LISBOA Es una historia fascinante reconstruida por dos arqueólogos franceses, que ayudados por la nueva tecnología, han resuelto los misterios de uno de los naufragios más famosos del siglo XVIII, que se vincula estrechamente a la historia de América Latina.

MIGUEL RIVERO LORENZO
Fue el 2 de febrero de 1786, aproximadamente a las 10:30 de la noche, cuando un navío de guerra de 64 cañones, que había partido de Perú, se estrelló contra las costas de Peniche, unos 120 kilómetros al norte de Lisboa. Venían a bordo cerca de 400 personas. Perecieron 128, entre ellos 17 presos políticos , en su mayoría indios procedentes del Alto Perú. Pero este no era un navío cualquiera. El buque San Pedro de Alcántara traía en sus bodegas una carga preciosa: un verdadero tesoro de cerca de 200 toneladas de oro y plata, más otras 600 toneladas de cobre, de Chile.
Dos famosos pasajeros no hacían el viaje por voluntad propia. Uno de ellos era el joven Fernando Túpac Amaru, hijo de José Gabriel Túpac Amarú, descendiente de la dinastía de los incas. En 1781, Fernando fue obligado a presenciar la escena de cómo su padre era descuartizado, atado de pies y manos entre cuatro caballos, por dirigir una rebelión contra los abusos de la administración colonial española. El último emperador inca, Túpac Amaru, había sido decapitado en Cuzco, en 1572. Por temor a que la historia pudiera repetirse, Fernando era conducido prisionero hacia Cádiz, lugar de destino de la embarcación. El joven peruano logró salvar la vida y murió años después, en una cárcel española. El otro viajero involuntario era el francés Alexander Berney, acusado de tentativa de golpe de estado, al movilizar a los nativos contra el gobierno colonial en Chile.
El navío también traía los resultados de una expedición científica , que había trabajado varios años en Perú, coleccionando piezas de cerámica chimú y otras reliquias. Pero, sin duda alguna, para la Corte de Madrid lo más importante era el cargamento de oro y plata, cuyo valor representa más del 10 por ciento de todo el tesoro español de la época. Por eso Peniche se convirtió en escenario de una de las mayores operaciones de salvamento naval que recuerda la historia de la época. Fueron contratados más de cuarenta buzos, los mejores de toda Europa, que estuvieron en la localidad toda la primavera y hasta principios del verano de 1786, cuando fue recuperada toda la preciosa carga: oro, plata y barras de cobre. El trabajo permitió confirmar la hipótesis que había sido denunciada en Callao: el navío traía una sobrecarga. En realidad, fue casi por milagro que llegó a las costas de Europa.
A pique
El San Pedro de Alcántara había sido construido en 1770, en los astilleros de La Habana, con caoba cubana. Su último viaje se inició en abril de 1784, en el Callao. Pero cuando navegaba cerca de las costas de Chile tuvo que regresar de nuevo a Perú, para realizar algunas reparaciones. Había mucha agua. El mando pasó entonces a manos del capitán Manuel de Eguía, quien dio órdenes de zarpar hacia la península, a pesar del mal estado de la nave, pues no quería que lo acusaran de cobarde. El viejo velero pasó por el Cabo de Hornos, pero cerca de las Malvinas ocurrió lo inevitable: comenzó a entrar agua nuevamente, a una velocidad de casi 20 pulgadas por hora. El navío, con su preciosa carga, tuvo que detenerse en Río de Janeiro, para nuevas reparaciones. Allí, algunos tripulantes abandonaron al caprichoso capitán Eguía. La nave zarpó de Río el 4 de diciembre de 1785 y el 22 de enero de 1786 ya se encontraba cerca de las Azores. A las tres y media de la tarde del 2 de febrero de 1786 avistaron tierra. El capitán consideró, erróneamente, que se trataba de las islas Berlengas. Dio órdenes de torcer rumbo y eso lo llevó a estrellarse contra las costas del saliente de Peniche, zona ya famosa por los naufragios; mar bravío y costas muy escarpadas y rocosas.
Durante 20 años, un matrimonio de arqueólogos franceses, Jean Ives y María Luisa Blot, se dedicó a explorar y reconstruir el naufragio y sus causas. Encontraron cuatro mil objetos y 24 osamentas de algunos de los que fallecieron aquella noche trágica. Evidentemente, uno de los esqueletos correspondía a uno de los indios prisioneros, pues aún conservaba un grillete de hierro en una pierna. Fue clasificado como la pieza arqueológica X-24 . En cambio, los nombres de los españoles que fallecieron quedaron registrados y hoy están grabados en piedras, a la entrada del museo de Peniche. Con la ayuda de diseños de computador, grabaciones de relatos y sonido ambiente, han quedado reproducidos los últimos instantes del navío, cuando se estrelló contra la costa. También en el museo de Peniche se conservan algunos restos de la caoba del barco, un lingote de cobre y algunas monedas de oro y plata. Los arqueólogos franceses están convencidos de que aún quedan en el fondo del mar piezas de cerámica y quizá algunos otros objetos de interés, pues el afán de los españoles se concentró en recuperar solamente los metales preciosos. Pero... no cuentan con recursos para una exploración minuciosa en el fondo marino. No obstante, la tragedia del San Pedro de Alcántara ha quedado reconstruida para recordar los vínculos de la metrópoli con el Nuevo Mundo y el afán de explotar las riquezas del continente americano. Es símbolo también del miedo colonial: al descendiente del último inca y a un idealista francés era mejor tenerlos como prisioneros en la península, para evitar así nuevos levantamientos contra la opresión. Sólo que, unas décadas después, en Madrid tuvieron que comprender que estaban totalmente equivocados. Cuando los españoles terminaban de recolectar las riquezas que trasladaban en el navío del último inca, Simón Bolívar tenía tres años.
Pararrayos del convento
En junio de 1786, cuando se llevaban a cabo los trabajos para recuperar los tesoros del San Pedro de Alcántara , se presentaron en Peniche dos eclesiásticos del Convento de Mafra, situado a unos 30 kilómetros de Lisboa. Eran portadores de una orden de la corte española, para que les suministraran cinco toneladas de cobre.
En marzo de ese año, durante una terrible tormenta, un rayo había caído en una torre del convento, chamuscando piedras y paredes y dejando un hueco en piso de mármol. Dos religiosos resultaron heridos. Uno de los monjes que se trasladó a Peniche también se dedicaba a la astronomía. Tenía fama de andar por los tejados, en días de tormenta, observando las descargas eléctricas, acompañado por un ayudante en pánico. Observó que ni las campanas de bronce, ni un gran reloj de cobre habían sufrido daños con la descarga, que cayó muy cerca de estos objetos. Frei de Asunción, que así se llamaba el monje-astrónomo, utilizó el cobre que obtuvo en Peniche para construir los primeros pararrayos. Así llegó a Portugal el invento de Franklin.
MIGUEL RIVERO LORENZO
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