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UNA FIESTA ENTRE EL BLANCO Y EL MONO

Héctor Carvajal viajó desde El Banco, Magdalena, con tres mil pesos en el bolsillo y la caja de embolar que compró cuando salió de la cárcel. Luego de pasar 20 años tras las rejas primero en Manizales, luego en Gorgona, al final en Bellavista se convirtió en un especialista del rebusque.

Su tarifa normal es de 400 pesos, pero en tiempo de ferias y fiestas una lustrada común y corriente puede valer hasta el doble. Eso depende del paciente. Y de qué tanto haya que pagar por una cerveza, o por media de aguardiente.
Carvajal es uno de los hombres de negocios que cada año llegan a Ginebra, (Valle) en vísperas del Festival del Mono Núñez, y salen de ahí, sin rumbo fijo, en busca de otra fiesta, tres o cuatro días después, cuando se ha calmado ya el guayabo de los tipleros.
También llegan el vendedor de pollos de colores pollitos teñidos con anilinas verdes y rojas, que mueren a la semana, el prestidigitador que por sólo 300 pesos le ordena a un ruidoso perico verde que tome al azar una de las tarjetas con los pronósticos de los astros. El fotógrafo que convence a los campesinos a la salida de la barbería, la mujer que madrugó a batir el manjarblanco, las mujeres que llegan para batir otras cosas...
Y el Festival también es, por supuesto, la mejor oportunidad para los campesinos que han engordado con celo a sus gallinas, en espera de darles cristiana sepultura en un sancocho o en un arroz atollao . Porque si bien a Ginebra se lo conoce por su fiesta a la música andina, de justicia sería decir que muchos visitantes llegan hasta este municipio a una hora de Cali, instalado entre dos de los más grandes ingenios azucareros del Valle por cuenta exclusiva del sanchocho de gallina... el más famoso del departamento del sancocho de gallina, es decir, como asegura doña Trinidad, el mejor del mundo.
Y doña Trinidad prepara el suyo con todas las de la ley. Lo pone a hervir desde bien temprano en fogón de leña. Lo revuelve con palo de guayaba y selecciona las gallinas más pechugonas, preferiblemente con una sola postura que hayan dado a luz, pero no más que un huevo.
Por cinco mil pesos, doña Trinidad es capaz de provocar una oclusión intestinal: cazuela hasta el tope, tostadas de plátano, pechuga reforzada o pernil de doble ancho, arroz blanco sin medida, medio aguacate, ají al gusto.
Frente a estas gallinas, los pollos industriales resultan raquíticos. Esos que engordan en pocas semanas a punta de concentrado, y viajan hasta Ginebra a bordo de un kokorimóvil . En los alrededores de la plaza la plaza que preside una de las vírgenes más grandes de Colombia, encaramada con una camándula descomunal, entre las torres de la iglesia, se ubican desde el jueves en la mañana seis o siete camiones de estos de comida rápida. Los más citadinos de los visitantes se alimentan a punta de hamburguesas y pollos embadurnados con miel, mientras doña Trini y la otras dos docenas de cocineras tradicionales de Ginebra avivan el fuego para mantener en su punto el sancochito.
En las calles que conducen al Coliseo Gerardo Arellano, el palacete de la música andina donde cada noche se debaten los grupos venidos de todos los rincones de Colombia, se ubican los toldos de familias de Ginebra y Guacarí que aprovechan el festival para ganarse unos pesitos. Su especialidad son los chorizos, los chuzos de res, la cerveza y, por supuesto, el blanco del Valle, el elixir que durante cuatro días de festival mantiene siempre alerta los ánimos de las diversas delegaciones.
El Festival del Mono Núñez consta, en realidad, de varios festivales. Uno, el de las gallinas pechugonas, los pollitos raquíticos, las hamburguesas industriales y la rellena por metros que se instala en la galería y en las calles que conducen a la plaza.
Otro, el de los hippies que se toman los andenes para ofrecer las mismas argollas de plata y los mismos collares de piedras que venden en la Avenida San Martín de Cartagena, en la Jiménez de Bogotá o en la Sexta Norte de Cali.
Otro más, el festival de los vendedores de chucherías con inspiración musical: maracas de los más diversos tamaños, que todos compran porque suponen que no se requiere gracias ni técnica para hacerlo sonar; tambores para que los niños enloquezcan a sus padres; flautas para que los padres hagan el oso frente a sus hijos; y un surtido de casetes que, además de la música andina que es el alma del festival, ofrece desde los adormilantes ritmos de la Nueva Era hasta las aguardientosas canciones del despechado Darío Gómez.
Y luego, por supuesto, los dos festivales anunciados en pancartas, por un lado desde Buga, y por el otro, desde Palmira: el del Mono Núñez, que son dos. El del Coliseo Gerardo Arellano, donde este año se enfrentan 53 artistas desde los niños del Tolima que cantan a lo Oki-Doki, hasta las nonagenarias abuelas de las montañas antioqueñas que hacen desgarrar las lágrimas entre el público con el tradicional y lacrimógeno Camino de la vida , y el de la plaza de la virgen gigantesca.
El de la plaza arranca desde las primeras horas de la tarde, primero con estudiantinas y bandas escolares, y luego con quintetos de cuerdas que llaman a la nostalgia. Y luego de la nostalgia, los tríos del desamor. Y luego del desamor al ritmo del aguardiente la rumba total, en los callejones del parque, en las calles cerradas para los automóviles, en las tarimas montadas e improvisadas y hasta en el cementerio de Ginegra, donde no hay año en el que algún grupo no decida darle una sentida serenata al iniciador de toda esta locura, Benigno, el Mono Núñez, cuyo cuerpo reposa, al lado de su guitarra, en la cripta número 20 de uno de los cementerios más floridos de Colombia.
El del coliseo es el festival serio. Pero no por eso apagado, ni mucho menos seco. Allí también pulula el blanco , pero reina el silencio, por lo menos, mientras los grupos hacen su debut. Por allí pasan todos los grupos, para ponerse a consideración del jurado y del público, compuesto en su mayoría por los familiares y los amigos de los participantes. Su meta es llegar al último día, es decir al día de hoy, cuando los escogidos se disputan el máximo trofeo, en total, quince millones de pesos en premios, y la garantía de un respaldo que se convierte, casi siempre, en un acetato. Por lo menos uno.
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