La crisis de nuestra sociedad es una crisis de progresiva disolución. Es una crisis de miserias espirituales más que de carencias materiales de infraestructura. Es una crisis que esencial y fundamentalmente se expresa como un divorcio entre la cultura y la vida. Y todo aquello que tienda de alguna manera a mitigar o a eliminar el dramático significado de esa fisura no solamente es importante sino que es lo único absolutamente prioritario para evitar la hecatombe final, para imposibilitar que la barbarie criminal y generalizada borre para siempre cualquier vestigio de civilización que pueda subsistir y hayamos edificado entre nosotros.
Me niego a entender cómo algunos, cuando se enfrentan a la existencia de una idea generosa y esperanzadora, lo único que pretenden es mezquinizarla y empobrecerla. Quizá eso se explique por una confusión en torno de los significados verdaderos que han entrañado para nosotros algunos conceptos esenciales como los de cultura, estado o vida. Por ejemplo, ha sido habitual confundir el Estado con el gobierno. Nuestra incapacidad para formularnos una teoría esclarecedora sobre el rol estratégico e insustituible que juega el Estado en la construcción y en la orientación de la vida social, nuestra incapacidad de pensarlo como la única y verdadera sustancia ética consciente de sí misma, nos ha llevado a confundirlo con la gris, anodina y perversa sustancia que alimenta la burocracia o los gobiernos de partido. La cultura a su vez la hemos visto como la ridícula suma de eventos de salón donde poetisas, divas, o escritores del ridículo hacen sus cómicas piruetas para que alguien, en un gesto de urbanidad caduca que evoca el mecenazgo, termine concediéndoles reconocimiento, un puesto burocrático, permitiéndoles ganar un concurso literario o, en fin, premiándolos con cualquier prebenda que mitigue su sed de arribismo y su dolorosa carencia de talento. Pero por supuesto que la cultura no es eso, la cultura entraña, implica y posibilita todos los factores de convivencia solidaria y civilizada con los cuales el hombre puede convertir su tránsito en la historia en una parábola de dignidad que a su vez se funda en una creciente y acumulativa conquista de libertades.
Si algún elemento hubiese para medir nuestra crisis y nuestra miseria espiritual, bien podría considerarse este lánguido e insignificante debate, donde lo que está en juego es nuestra propia supervivencia histórica, pero en el que algunos sólo han visto un posible incremento de la cuota burocrática, el nombramiento de un ministro que esté a la altura de sus grandezas, pero por supuesto, donde se ha negado a ver que este debate es un problema que articula lo más esencial y prioritario de nuestra vida tanto personal como colectiva.