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DIÁLOGO REFLEXIVO OREPRESIÓN OBLIGADA

Cuandoquiera se habla de cultura de vida desde la cátedra de San Pedro, los colombianos nos sentimos aludidos e interpretados por los rigores con que su polo opuesto tortura al país. En la misma forma, cuando se señala el diálogo como la vía para hallar caminos equitativos y se advierte que la esperanza en las armas contradice la verdad sobre el hombre, sobre su destino y sobre su capacidad de hallar la paz en la Tierra.

El problema está en que el diálogo supone la disposición de realizarlo por parte de los interlocutores. Si uno lo rechaza, la prueba de fuerza se torna inevitable, a falta de posibilidades de entendimiento. Sutil modo de negarse es formular exigencias desproporcionadas a la autoridad democrática y legítimamente constituida. Por ejemplo, la de compartir con el Estado el monopolio de las armas o cualquiera otro de sus exclusivos atributos.
Puede haber el propósito de destruirlo o de sustituirlo creando un nuevo derecho, como se hiciera en las revoluciones francesa y soviética, pero en tal hipótesis las perspectivas de diálogo dejarían de ser válidas.
El Gobierno colombiano ha hecho una aproximación a la guerrilla proponiendo con audacia la humanización de la guerra. Lo que parecía utópico, casi extravagante en quien tiene la ley de su lado, se concretó en torno de una norma de carácter internacional. El Protocolo II de Ginebra fue presentado al Congreso para su ratificación.
Un acto unilateral de semejantes alcances, reclamado en otras épocas por la subversión, parecía llamado a merecer claras señales de correspondencia, dentro de la idea aparentemente compartida de colocar a la población civil al margen del conflicto. Pero no.
En nuestros tiempos juveniles gustábamos repetir las palabras de Andreiev según las cuales el amor como las lágrimas aspira a ser recíproco. No otra cosa debió pensar el Papa respecto de los hermanos separados cuando repetidas veces destacó la participación muy sobresaliente de una monja luterana en la procesión del viernes santo en Roma. Fue la notificación inequívoca de una línea de tolerancia para el clero y los feligreses del ancho mundo, a la vez que mano tendida a cuantos comparten la fe en Cristo, cualquiera sea su ubicación religiosa.
Sin abdicar de sus deberes constitucionales, las autoridades colombianas han abundado en declaraciones y actuaciones de cordial avenimiento. No han omitido proponer negociaciones concretas en el interior o en el exterior, con prescindencia de la cesación del fuego, aunque presumiblemente con el requisito de la humanización de la guerra. Hasta el desguarnecimiento de un circunscrito escenario geográfico se ha aceptado. No obstante, la actitud recalcitrante se mantiene, en particular por algunos grupos que no han vacilado en ver de estropear las relaciones con Venezuela mediante acciones vandálicas.
Imagínense sus implicaciones y repercusiones si con esos grupos se hubiese estado negociando la paz en conversaciones formales. Por salir de un conflicto interno, se habría entrado en guerra exterior, infinitamente más destructiva e irreparable. Nadie habría conseguido convencer a los agredidos por la guerrilla de origen colombiano (la del hermano Manuel , llamado así por Monseñor Castrillón) que el crimen no hubiera contado con la complicidad o la indiferencia complaciente de nuestro Gobierno.
De donde se deduce otro requisito ineludible para cualquier diálogo eventual: el de que no se violen los sagrados compromisos de Colombia con otros pueblos, sus deberes de nación civilizada, sus principios jurídicos internacionales. De lo contrario, con la mejor de las intenciones podría desafiarse una catástrofe, tanto más si se hubiera anunciado la voluntad de repetir la delictuosa hazaña. Tampoco es negociable, por obvias razones, el tratamiento del problema del narcotráfico.
Ante la reticencia para establecer diálogos de paz, se observa en varios sectores no escasos por cierto algo así como la tendencia exasperada de desear para Colombia un Fujimori que entierre en vida las cabezas de la subversión y liquide sibilinamente la partidocracia por corrupta e inepta.
Con un golpe de fuerza al comienzo y ulterior refrendación electoral, o invirtiendo los términos sin menoscabo de las formas democráticas, pero realizando una drástica operación de cirugía que restablezca el orden, y, con la bandera de la democracia directa, prescinda de intermediarios.
La tentación sube de punto al observar cómo un gesto dictatorial engendra un régimen legitimado en las urnas por el clamor popular, le imprime carácter de civilidad y le abre las puertas de la prosperidad económica. Con autocrático sello propio, aunque en algunos aspectos se inspire en el ejemplo de Pinochet.
Su artífice no se arredra al advertir, en la cima de su victoria, que seguramente otras naciones latinoamericanas seguirán su senda. La inclinación a hacerlo no faltará si se dieren circunstancias similares a las que provocaron el sismo político en el Perú.
Los plazos acaban por agotarse y la paciencia también. Así debe entenderlo la subversión. Por sincera que sea la mentalidad conciliadora de un gobierno, si se pretende colocarlo contra la pared o desconocer tenazmente sus facultades y obligaciones, su predilección por el diálogo puede quedar desplazada por su deber constitucional de restablecer el orden público y garantizar la vida y los derechos humanos.
Para cumplir esta tarea, si no hubiere alternativa, no se requiere un Fujimori, un golpe preliminar de mano y un eclipse transitorio de las libertades públicas. Al régimen democrático le incumbiría demostrar su vitalidad y su aptitud de gobierno. Como a los partidos la decisión de rescatar sus valores marchitos y la credibilidad política y moral.
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