En este sentido, Vélez fue un precursor. Pero también fue un pintor de su época, en ese difícil pero decisivo momento en que el impresionismo empezó a mezclarse de manera atrevida con los aires expresionistas.
Su pintura estuvo alimentada inicialmente por el paisaje rural de su niñez, y debatida luego en ese ambiente de fructífera bohemia que lo rodeó al llegar a Bogotá a mediados de los años 20.
En la Capital, Vélez compartía mesa en los más tradicionales cafés de ambiente santafereño con personajes de la talla de León de Greiff, Pedro Nel Gómez, Jorge Zalamea, Luis Tejada y Ricardo Rendón. Seguramente fue en aquellas tertulias donde comprendió, no la importancia, sino lo inevitable de armar maletas rumbo al viejo mundo.
De manera que unos años después saltó a Europa primero París, luego Roma, y se convirtió en alumno destacado de la Escuela de Bellas Artes de Florencia, desde donde tuvo la oportunidad de entrar en contacto con las grandes obras que el renacimiento dejó sembradas en ese gran museo llamado Italia.
Su trazo de aquellos años es, muchas veces, un homenaje a los grandes maestros en los cuales halló inspiración. Aunque de hecho, más adelante sabría esquivar el rigor de la marca académica.
Eladio Vélez cultivó el óleo y la acuarela también incursionó en la caricatura y la escultura y, además de insigne retratista, fue testigo por medio del arte de la transformación urbana de Medellín.
Sobre este pintor inolvidable, un grupo de entidades encabezado por la Alcaldía de Itagí, acaba de publicar un libro profusamente ilustrado que lleva su firma por título, y que cuenta con textos de Elkin Alberto Mesa y Darío Ruiz Gómez.