Un curioso ensamblaje humano encabezaba la revuelta. El médico Tulio Bayer, rebelde sin causa, nihilista absoluto más que desordenado discípulo de Carlos Marx. Rosendo Colmenares, supérstite de las guerrillas liberales de los Llanos que no se acogió a la paz del general Rojas Pinilla en 1953 y persistía en su insurgencia en pleno Frente Nacional. Los hermanos Alfredo y Julio Marín, más negociantes que revolucionarios y el primero con cuentas pendientes con la justicia que deseaba encubrir tras la máscara de una rebelión a la cubana. Fulvio Barney, reservista del Ejército y víctima de la violencia sectaria del decenio precedente y su hermano Eduardo, bochinchero, juvenil, viva la vida. Leonidas Castañeda, autoerigido secretario del movimiento y miembro activo del Partido Comunista de Colombia.
Cinco líderes del Moec constituían la célula castrista que cumplía, dentro de la agrupación, el papel asignado por la teoría de Fidel al foco guerrillero, del que debería irradiar el impulso revolucionario sobre las condiciones objetivas de marginación y abandono de una región dejada de la mano del Estado en medio de la naturaleza bravía que engendró las páginas estremecidas de La Vorágine. El desarme de la Infantería de Marina fue la chispa que incendió el pajonal reseco. La región se levantó como un solo hombre y emprendió al unísono los azarosos caminos de la revolución.
Cuando el Batallón Colombia hizo acto de presencia en la comarca sublevada, solo encontró ranchos vacíos y cartas insultantes. Si al infierno llegamos a buscar paz y ustedes vienen a traer la guerra, en el infierno nos hundiremos todos fue una de las frases rebeldes, aderezada con insultos de toda índole. Todo un formidable laboratorio para ensayar una pacificación sin tiros, basada en acción sicológica de persuasión y empresas cívicomilitares.
En el Vichada comienza la transición entre la Orinoquia de dilatadas sabanas ácidas y la Amazonia selvática e impenetrable. En un angostamiento del carreteable abierto por los camiones que enlazaban a Santa Rita con Villavicencio, delimitado por los ríos Vichada y Tuparro, con agua en todo tiempo, se instaló una base del Batallón desde la cual se podían controlar la vía y las colonizaciones espontáneas del área. Cumaribo. Caneyes de techo de palma y paredes de troncos. Una capilla. Y un poblado que pronto se convertía en polo de atracción para el pueblo trashumante que comenzó a creer en su Ejército.
Fue emocionante volver. El Batallón Colombia dejó huella imborrable en la región que lo recibió con insultos y lo despidió con lágrimas diez meses después, restaurada la paz. El subteniente Harold Bedoya Pizarro de aquella época, hoy general y comandante del Ejército, presidió una acción cívica en el pintoresco poblado que se trazó desde entonces y conserva la fisonomía que quiso dársele. Mucha gente de esas épocas daba la bienvenida con los ojos humedecidos: colonos, reservistas del propio Batallón, caciques indígenas, antiguos guerrilleros rescatados.
Cumaribo es imagen vívida de lo que Colombia podría ser si se recobrara la razón y nos decidiéramos a emprender juntos los caminos de rectificación que el futuro nos exige.