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QUIÉN DEFIENDE A COLOMBIA

Cuando en mi última columna advertí que la guerrilla se estaba jugando a fondo y el orden público se iba a poner color de hormiga, no pensé que la cosa sería tan rápida y brutal.

La emboscada de las Farc en Nariño, la que más bajas militares ha causado en los últimos 30 años, indica a qué extremos de confrontación está llegando nuestra guerra interna. Después del paro armado del Eln, y en medio de los cotidianos ataques a estaciones de policía en pueblos y ciudades, o de los rocketazos contra la Escuela de Carabineros en la capital, se produce esta nueva acción guerrillera, cuya envergadura demuestra cómo se ha escalado el nivel del enfrentamiento. Y preparémonos para lo que viene.
La matanza de más de 30 soldados que custodiaban el oleoducto trasandino impresiona por la frialdad de su ejecución y el número de víctimas. Pero no debe sorprendernos. La subversión le ha declarado la guerra al Gobierno y esto fue un acto de guerra contra un objetivo militar.
El presidente Samper ha dicho que nadie puede considerar este tipo de acontecimientos como hechos de guerra, porque son actos de barbarie, además de cobardes y terroristas . Se equivoca el Presidente. Porque pueden ser todo lo bárbaros y cobardes que se quiera, pero responden a la sórdida lógica de nuestro conflicto armado.
Aquí no se trata del enfrentamiento de dos ejércitos regulares en un campo de batalla convencional, con protocolos y reglas de juego. Es una guerra soterrada y sucia, donde se violan todas las normas humanitarias, y en la que los enemigos del orden establecido golpean cada vez con más saña y poder destructivo.
En esto hay que ser realistas. Poco valen ya los adjetivos para descalificarlos. Bárbaros . Dinosaurios . Bandoleros . Terroristas . Narcoguerrilleros . Todo cierto, pero solo sirve para desahogar la indignación y la rabia.
Y salvo que Samper sea capaz de ir y aplicarles la pena de muerte que ha propuesto a los jefes de la subversión, tampoco sirven de mucho los consejos de seguridad ni los improvisados decretos de emergencia y conmoción interior. Su eficacia ha resultado por lo menos discutible, si se analiza a la luz del progresivo auge subversivo.
Más valdría preguntarse cómo y por qué la guerrilla ha logrado acumular poder regional, militar y económico. De qué manera están fallando los servicios de inteligencia y cómo perfeccionarlos. Por qué las Fuerzas Armadas siguen cometiendo los mismos errores y contraviniendo su propias normas de seguridad. Cómo reestructurar internamente al Ejército para que pueda cumplir mejor su misión. Qué medidas legales, cambios institucionales y reformas sociales hay que tomar para que el Estado sea menos vulnerable a la acción subversiva.
Pero la inquietud central del momento se refiere a la incidencia de la ofensiva guerrillera sobre la creciente ingobernabilidad que padece el país. Es cierto que llevamos largos años de ataques guerrilleros, pero pocas veces antes la subversión se había mostrado tan agresiva en una situación sin precedentes de inestabilidad política e incertidumbre económica.
Y la cosa es más grave. Porque a la arremetida guerrillera se suma otro factor de violencia de tenebroso origen, que ya se demostró está vinculado con la crisis política. Se trata del secuestro del hermano del Presidente Gaviria, que se atribuyó el mismo enigmático grupo Dignidad por Colombia , el cual se responsabilizó por los demás actos de terrorismo que han acompañado a este proceso: el atentado de Medellín, el secuestro fallido del abogado Cancino, el asesinato de Alvaro Gómez y, ahora, el secuestro de Juan Carlos Gaviria.
No hay coherencia política alguna entre estos hechos y los argumentos con que se ha pretendido explicarlos son totalmente contradictorios. Pero ya se está viendo que se trata de una incoherencia y un confusionismo deliberados. Que sirve para despistar sobre la identidad de sus autores.
Lo único que tienen en común estos actos es la sigla tras la cual se esconden, su pretensión intimidatoria, su efecto desestabilizador y el hecho de que se dirigen contra símbolos del sistema. Ya sea la escultura del padre del entonces ministro de Defensa; el abogado del Presidente; un destacado opositor del Presidente o el hermano de un ex Presidente.
Un sagaz violentólogo comentaba y concuerdo con su análisis que estos hechos hay que entenderlos como mensajes subliminales del narcotráfico al Establecimiento. Se trataría de sacudirlo, por encima de sus contradicciones internas, golpeando a sus figuras representativas, a manera de siniestra advertencia de lo que son capaces de hacer si se les arrincona demasiado y, sobre todo, si se pretende revivir la extradición.
Todo esto, camuflado en medio de confusos mensajes políticos y altisonantes proclamas patrióticos. El contenido del primer comunicado tras el secuestro de Gaviria, que dice que el problema del país no es el narcotráfico sino la injerencia gringa, tiende a confirmar la tesis sobre el origen del misterioso grupo. Utilizar la imagen de Luis Carlos Galán y reivindicar la de María Eugenia Rojas es parte del deliberado confusionismo.
En todo caso, uno de los efectos de este secuestro ha sido el de involucrar al ex presidente Gaviria en el problema y crear un grave factor adicional de intimidación colectiva y desestabilización institucional. Estaríamos, pues, ante la aparición de una nueva versión del narcoterrorismo.
Esto ocurre bajo un Gobierno que ha perdido toda iniciativa en el manejo del orden público. Y hay que preguntarse seriamente si un Presidente abrumado por sus problemas personales, y más dedicado a defenderse a sí mismo que a defender a sus conciudadanos, es el indicado para liderar la batalla que reclama la sociedad colombiana contra quienes pretenden doblegarla a punta de atentados y secuestros.
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