Nunca será bien recibida la intervención del clero en política. Hay un natural rechazo a que los sacerdotes, sean ellos simples curas o destacados obispos, intervengan en asuntos que nada tienen que ver con la salud espiritual de las gentes. Porque una cosa es opinar sobre los problemas nacionales y otra bien distinta es tomar partido.
Nefastos tiempos aquellos en que los curas enarbolaban banderas azules, satanizando todo lo que oliera a liberal y excomulgando a diestra y siniestra sin parar mientes en el daño que a la misma Iglesia se causaba. Y para mal de nuestros pecados, parece que aquella triste situación quiere resucitarse a estas alturas de fin de siglo, cuando lo civilizado y lo lógico enseña tolerancia y comprensión. No se lee en noticia foránea alguna, actividades similares en otros países. Hay libertad de cultos y respeto a todas las ideas religiosas, pero no pastores entregados a la lucha partidista o a la lid política.
Mezclarse en asuntos terrenales hace mal a la Iglesia, ya emproblemada por crisis de vocaciones a la par que por la creciente emigración de fieles hacia otras creencias. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
La misión del político es hacer buenas leyes y ver que se cumplan; la del sacerdote es velar por la salud espiritual de las gentes y salvar almas para el cielo, dos actividades bien distintas. Ninguna actividad tendiente a intervenir en los asuntos de la Iglesia se ve en persona alguna diferente de sus regulares; ninguna debería verse de parte de estos en cuestiones mundanas. No es ese su campo, no es esa su tarea, no es esa su misión.
Opinen, aconsejen, pero no se mezclen en luchas que solo perjuicios van a causarles.