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UN PUEBLO QUE SE RESISTE A MORIR

En 1933 se borró del mapa el municipio más próspero del norte boyacense. Un gringó que pasó por el lugar profetizó su destrucción. La única calle que quedó del desaparecido pueblo es hoy el campo de juego de niños y jóvenes.

Redacción El Tiempo
Sativaviejo es un pueblo que definitivamente no quiere morir. Los 150 habitantes que aún viven entre las ruinas en que quedó convertida la que hace 61 años era una floreciente ciudad, se aferran todavía a la esperanza de acercar a sus desolados predios el presente y el futuro.
Es como un pueblo de fantasmas. No hay una sola fachada nueva. Nadie ha vuelto a pintar una puerta o a resanar las fisuras que van desde los pisos hasta los techos. Todas, absolutamente todas las casas se están cayendo pero la gente ni las arregla ni se va. Parece un pueblo consumido por los siglos o ruinas de una guerra. Cuando se acerca la noche, antes de que se encienda el alumbrado público, el caserío parece que no fuera habitado por humanos.
En el casco urbano del extinto pueblo se mantiene erguida la torre de la iglesia principal, construida en piedra labrada, ahora convertida en refugio de murciélagos.
En la plaza central y su cementerio, que hoy tienen varios dueños, se cultivan pastos y hortalizas. Una placa que daba cuenta del paso por el lugar, en dos oportunidades, del Libertador Bolívar, descansa en el suelo, cerca del marco del desaparecido parque principal, sin que nadie le de algún valor.
La sede del colegio femenino, que fue de hermosa arquitectura, amenaza con desplomarse, como lentamente ha ocurrido con los pocos ranchos que quedaron en pie en la madrugada del 19 de noviembre de 1933. Las viejas ventanas en madera se han resistido a caer tras seis décadas de abandono.
Todavía hay sobrevivientes de la época que relatan con pánico cómo aquella madrugada, mientras dormían, un deslizamiento de tierra movió de su sitio y agrietó las viviendas, lo que obligó el traslado de la población a otro lugar.
Josué Gómez, Chepe Aparicio y Valentín Jiménez Gómez, son de los pocos ciudadanos que quedan para contar el drama que vivieron cerca de ocho mil conciudadanos, a quienes la emergencia los obligó a huir del pueblo en estampida. Por la época, recuerdan, Sativanorte se insinúaba como de los más prósperos del departamento.
Valentín Jiménez Gómez es el único que con su familia se quedó a vivir cerca del pueblo de sus antepasados y de sus afectos. Dedicado a las labores agrícolas, a sus 82 años de edad acostumbra a recorrer los caminos, a observar las pocas construcciones que quedaron en pie y, de vez en cuando, se reúne con las familias que retomaron las abandonadas y derruidas viviendas para no dejar morir la patria chica de sus mayores.
En su mente está viva la historia de Sativanorte. Como si estuviera viendo una película, relata minuciosamente cada uno de los pasajes sucedidos antes y después de que las fuerzas de la naturaleza desestabilizaran a tan pujante población.
Un bonito pueblo
Valentín Jiménez Gómez vivía con su familia en la vereda Téquita, a dos kilómetros del casco urbano de Sativanorte, municipio que a la vista de propios y extraños era muy bonito . Existía un colegio para niñas y una escuela urbana con 80 niños, dirigida por el profesor Panqueba. Las niñas que terminaban su primaria las mandaban a Santa Rosa de Viterbo, Duitama o Tunja a continuar estudios.
La iglesia fue construida por los españoles. Tenía en su torre una cruz metálica, con una piedra preciosa incrustada, que giraba. La plaza principal era muy amplia, de unos 200 metros cuadrados, con un mercado semanal muy grande. En una línea se ubicaban las ventas de granos, que se vendían por tazadas. En otra línea estaban los puestos de sal, añil, panela y algodón. También había venta de mantas, lienzos y bayetones. En otro sector estaba la venta de carne. Para cada mercado se sacrificaban 50 y más cabezas de reses, ovejas y chivos.
Hacia 1920, semanalmente los comerciantes movilizaban por el camino de herradura 100 mulas que transportaban, con destino a Socorro, San Gil, Mogotes y Bucaramanga, trigo y sal (que compraban en Chita). De las poblaciones santandereanas regresaban con arroz, café, azúcar, panela, añil y algodón. Al mercado de Sativanorte venían gentes de Onzaga, Paz Vieja, Susacón y Socotá.
En el marco de la plaza principal vivían los dos jefes políticos del pueblo, coincidencialmente, ambos médicos. El jefe conservador era Senén Arenas, el más acatado y quien siempre estaba en función de servir a sus conciudadanos. El liberal, Siervo Mejía, vivía pendiente de sus asuntos particulares.
Para la época no había policía que controlara las riñas que, sin llegar a mayores, eran frecuentes por el consumo de chicha y guarapo. Apenas había un comisario que atajaba los desórdenes y en los cuales siempre imponía paz el doctor Arenas , recuerda don Valentín.
Los campesinos participaban de las fiestas de la Virgen del Carmen, el 16 de julio, que eran muy concurridas, luciendo los mejores trajes. Algunos hombres vestían mantas de la tierra y lienzo, cotizas de fique y sombrero de paja, que llevaba unas varillas para evitar que se les agachara el ala, llamados ilos envigadosi, traidos de Mogotes, y el sombrero Socha que era de paja y fique. Las mujeres vestían de lana, falda y mantellina. Las camisas eran de lienzo adornadas con hilos de diferentes colores , reseña Valentín Jiménez.
En 1932 hubo una fiesta a la Virgen del Carmen muy hermosa. En esa época la carretera venía de Belén para abajo. Un frente de seis cuadras de esa carretera, saliendo de Sativanorte para encontrar la que venía de Belén, se abrió por iniciativa del médico Senén Arenas.
Vino la tragedia
El 18 de noviembre de 1933, por la noche, se inició el deslizamiento. Pero según unos testigos, no fue exactamente un alud. Lo que ocurrió fue una especie de hundimiento de la tierra, como se se hubiera generado un vacío profundo.
Ese día y los tres anteriores llovió incesantemente. El pueblo fue construido sobre una ligera pendiente, que desde tiempos atrás hacía temer una desgracia, dado que quedaba en medio de las quebradas de Sativasur y Las Leonas.
En alguna época anterior, pasó por la población un gringo y al contemplar sus construcciones expresó: oh, caraja, Sativanorte rico, vivir sobre un encanto, ser derrumbado por ese encanto . Nadie midió el alcance de esas palabras que resultaron premonitorias. Sus palabras se recordaron después del desastre.
A la una de la mañana del 19 de noviembre se escucharon las primeras voces de alarma. Un ligero movimiento del piso despertó a algunos de los moradores y éstos, a voz en cuello, llamaron la atención. En ese momento todo el mundo salió de sus casas. Unos corrieron hasta La Luciana, una finca situada a unas cinco cuadras del parque principal y otros hacia El Ensayadero, un punto a un kilómetro del perímetro urbano. Mientras los habitantes despavoridos buscaban refugio, las casas se caían, se desplomaban. El movimiento era cruel. A las seis de la mañana solo se oían lamentos y lloridos y gritos de angustia y de invocación al Santo Cristo , contó don Valentín al recordar que aquel día él se subió a una loma y desde ese punto observó la desgracia que consumió a su pueblo.
Ese día, una señora que estaba embarazada del susto dio a luz y murió. Polonia Patiño fue la víctima, esposa de Juan Alvarez. Su hijo, que posteriormente fue bautizado con el nombre de Carlos, sobrevivió.
Por iniciativa del médico Arenas, en 1934, en el sitio El Quintal o La Ovejera, se inició la construcción del nuevo municipio. Algunos habitantes del desaparecido pueblo levantaron allí sus casas, otros se trasladaron a Duitama, Sogamoso, Santa Rosa de Viterbo, Tunja y Bogotá. Unos pocos se negaron a abandonar la tierra donde nacieron.
Otro sacudón
En 1979 se presentó otro sacudón, fue un temblor de tierra, un simbronazo muy duro, que derrumbó otras viviendas. Fue necesario evacuar a quienes seguían viviendo entre los escombros. En el 79 mi casa sufrió. Durante 15 días yo estuve lejos de aquí con mi familia, pero de tenaz me regresé , dijo Jiménez Gómez.
Con los años fueron llegando descendientes de los viejos pobladores y le compraron al municipio los predios abandonados. El lote donde funcionó el cementerio, después que los restos mortales fueron trasladados al nuevo Sativanorte, lo compró Epifanio Orozco y uno de sus herederos lo dividió para venderlo a Maximino Sanabria y Alvaro Manrique.
Lo que fue la plaza mayor el municipio la vendió por 80 pesos a Juan Lagos. Hoy tiene cuatro dueños.
Entre las cabezas de familia que hoy viven en Sativaviejo se encuentran Martín Aparicio, Luis León, Gabriel Manrique, Jesús Quintero, Carmelo Blanco, Edilberto Manrique, Jaime Castro, Leopoldo Duarte, Antonio Mejía, María Engracia Corredor, María del Carmen Estupiñán, Pedro Aparicio, Honorio Camacho y Carlos Manrique, entre otros.
En total sus habitantes son unos 150. Entre todos empezaron a solucionar sus necesidades básicas. Con la colaboración de Acerías Paz del Río reconstruyeron la vía de acceso al caserío, que en el 79 se les daño y volvieron a reconstruirla. Desde hace 13 años, por el sistema de acción comunal, se dieron servicio de energía eléctrica y hace ocho años tienen acueducto. El alcantarillado no existe. En contadas casas se dispone de letrinas, los demás hacen sus necesidades fisiológicas entre los matorrales. Hace ocho año construyeron una pequeña escuela que alguien -al parecer Iván Avila- bautizó como Escuela Nueva Las Ruinas. Alli estudian 40 niños, varios de ellos procedentes de veredas vecinas. Compran los elementos de aseo para la escuela con la venta del pasto que crece en sus predios.
Necesidades a granel
María Salomé Gómez de Manrique, a sus 80 años de edad, está contenta de vivir en Sativaviejo. Hace 50 años fijó su residencia en este lugar. No tiene temor de otro deslizamiento o que un nuevo temblor acabe con las viviendas, cuya apariencia de abandono hacen temer que su fin está cercano. Lo que pasó pasó. Eso ya no se repite. Es mejor estar aquí que en la ciudad. Aquí tengo mis huevitos y mi leche y en la ciudad tendría que comprarlos diariamente , dijo la anciana de blanca cabellera, que aun atiende a la cocina y a su esposo, con quien se casó hace muchísimos años, no recuerda cuantos. Los vecinos dicen que hace 60.
Cecilia Quintero es, con Gloria Sandoval, profesora de la Escuela Nueva Las Ruinas. Nació en Sativaviejo. En Tunja terminó su bachillerato. Se casó y desde hace 15 años trabaja en este desolado caserío.
Dijo que las necesidades de su comunidad son todas. Especialmente aboga porque a los niños se les construya un lugar donde jugar. En la escuela no tienen espacio para hacerlo. La calle principal es el único sitio disponible que tienen los niños y los jóvenes. El fútbol es el juego preferido de la niñez, pero tienen problemas cuando el balón cae en las casas vecinas.
El correo no llega hasta este lugar, donde tampoco hay un teléfono ni droguería, ni enfermera, mucho menos médico. Son pocas las familias que tienen televisor en la casa. Por cercanía con Sativasur, asisten los domingos a misa y a proveerse de víveres y remedios caseros, pero cuanto deben atender a trámites de orden legal, como registros civiles de nacimiento o de documentos públicos, acuden a Sativanorte, que es el municipio al que geográficamente pertenecen.
Todos aceptan la situación en que viven: lo que tocó tocó y qué le vamos a hacer , es la respuesta conformista que tienen.
A las seis de la tarde la soledad empieza a reinar en el lugar, pues a esa hora los mayores se van a dormir, pero indefectiblemente se levantan a las cuatro de la mañana. En las vacaciones escolares, los muchachos se quedan un poco más en la calle, pero no más allá de las nueve de la noche, conversando o jugando.
Miguel Angel Mejía, de 13 años, terminó este año el sexto grado en el Colegio Señor de los Milagros de Sativasur, con muchos sacrificios. Todos los días debió caminar una hora para ir de su casa a clases. Salía a las 6:15 de la mañana y regresaba a las 4:30. Al mediodía, se encontraba a mitad de camino de su casa con su mamá, que lo esperaba con el almuerzo. El año entrante ese volverá a ser su itinerario escolar.
Aquí no hay fiestas populares ni familiares. En las noches, la radio es la mejor compañía, especialmente de los jóvenes.
Raimundo Duarte, nació en 1939 en Sativaviejo y apenas sabe leer y escribir. Es soltero porque como está la vida, mantener mujer es tremendo, y si no alcanza para uno, menos para alimentar otra boca . En la casa que vive no tiene luz ni letrina. Trabaja en una finca donde siembra, en compañía, papa, trigo, maíz, apenas para el gasto. Cuando el invierno es severo, siente temor de que se vuelva a repetir la emergencia que vivieron sus antepasados en el 33. Por lo demás, vive tranquilo.
Este es Sativaviejo, un pueblo que la furia de la naturaleza borró de la geografía boyacense, pero que unas pocas familias se resiten a dejarlo morir. Por la que hoy es la calle principal del caserío diariamente transitan los viejos dispuestos a morir en la tierra de sus antepasados y, también los niños y los jóvenes, que una vez van terminando sus estudios primarios se van a las ciudades con el anhelo de regresar para encontrarse nuevamente con su historia y con su pasado.
Nadie cree que Sativaviejo vuelva a ser víctima de un nuevo deslizamiento. Ya lo que pasó pasó, a menos que sea la voluntad de Dios , dijo Valentín Jiménez.
Redacción El Tiempo
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