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ESTAMPA DE ROBERTO

Amplísima la frente abombada, sonrosado el rostro como si fuera de niño, grande y pensativa la cabeza, los dedos envolviendo distraídamente la romántica melena, robusto el cuerpo, delicadas las blancas manos de artista, Roberto García-Peña no daba la impresión del luchador cargado de rara energía y continuos insomnios sino del alma poética y soñadora sacudida por fuertes emociones y profundos sentimientos. Su apariencia exterior delataba una faz de su personalidad, la más íntima, que su reserva natural velaba haciéndola distante, excepto en la efusión bohemia de sus versos. Latente se mantenía, con su siempre viva pasión estética, mientras el reflexivo varón de pelea lanzaba sobre los adversarios los filos de su pluma.

Las dos convivían armónicamente en su carácter. De ordinario prevalecía, sin embargo, la que se expresaba en su defensa ardorosa de la libertad, de la democracia, de la decencia, de la cultura y la tolerancia políticas. De su gran partido liberal. Visceralmente bondadoso y susceptible, Roberto era hombre de principios. Capaz de morir por su causa sin ceder a los desfallecimientos de su atormentado corazón. En cuya casa de flores, al decir de Carranza, sombreaba el árbol de tu hombría de bien, a un tiempo tierna y poderosa, que es el modo de ser santandereano .
Como pocos tenía el valor de sus convicciones. En los años de la resistencia civil a la arbitrariedad sufrió la tortura de las peores amenazas. En la alta noche se le llamaba a notificarle el propósito de agujerearle los ojos si no se avenía a claudicar. En una sensibilidad tan exquisita como la suya, aquello no podía menos de sobresaltarlo y estremecerlo.
Hay espírtus impávidos, inmunes al miedo. No era éste el caso de Roberto. Su heroísmo provenía de su mente, del fondo de su conciencia. De la voluntad firme y obstinada de sofocar temores en aras de su enhiesto sentido del honor y de sus imprescriptibles ideales. Si en otros tiempos hubiera vivido, habría sido de los que marchaban resueltos y resignados al cadalso, con una oración en los labios y el dolor de dejar a Rosita, su dulce compañera de vicisitudes y esperanzas.
Porque, además, Roberto era místico. De un misticismo abrevado en la fuente de los clásicos españoles, devoto creyente en Dios, templado el libre pensamiento en las enseñanzas bíblicas. Henchido de amor y de sueños, con la temprana vocación sacerdotal fallida emergiendo de cuando en cuando en prédicas profanas, meditaciones sobre el más allá y cantos celestiales.
Recién llegado de su nativa Bucaramanga, de donde viniera ya con la afición a las letras, cultivada de la mano preceptora de su padre, ingresó Roberto al periodismo mientras estudiaba derecho. Ahí habría de encontrar el destino de su vida.
No lo interrumpiría sino que lo enriquecería el interludio diplomático en Lima, al lado de su entrañable amigo Gabriel Turbay, y en Chile en la época revolucionaria de don Arturo Alessandri y la efervescencia poética nerudiana. En el Perú, anudó estrecha amistad con los líderes apristas y de la nación austral trajo, junto con su especialización en derecho internacional, el hermoso poema que al calor del vino solía recitarnos con palabra emocionada y fluida, sin los encantadores tropiezos de su habla habitual.
Para el país fue una sorpresa y acaso para él mismo verlo pasar más adelante de la secretaría del Ministerio de Relaciones Exteriores a la dirección de EL TIEMPO, donde había recorrido todas las escalas de la reportería, vedada todavía la posibilidad de escribir editoriales. Nadie debió imaginar que en ella fuera a durar más de cuarenta años y que con su título honorario lo sorprendiera la muerte.
El presidente Eduardo Santos, de cuyo pensamiento fuera intérprete y vocero, solía exaltar como su condición superior la del buen juicio. Incomparablemente útil para moverse con pulso seguro en azarosas circunstancias, opinando sobre la marcha respecto de los más diversos asuntos, problemas y conflictos, sin ocasión de consultar otros criterios. Ese privilegiado buen juicio le permitió mantener y prolongar la tradición del periódico en medio de insospechados avatares. Presidir la lucha contra la censura de prensa, desafiarla en veces, resistir a abrumadoras presiones. Escribir sin dejarse ofuscar por la magnitud de los acontecimientos.
Era de verlo, tecleando velozmente con dos dedos en su vieja máquina, mientras la rotativa esperaba su impecable editorial. O dictando con entonada voz al linotipista lo que pocas horas después estaría en manos de los ávidos lectores. Con el transcurso de los años, había ganado pleno dominio de la artesanía del oficio, pero lo que admiraba más era la lucidez, el buen juicio de que hablaba el doctor Santos, para fijar una clara posición intelectual y política en materias de suyo vidriosas. Sobre la base, eso sí, de su vasto acervo cultural y de su exacto concepto de la vida y de las cosas.
Durante dieciocho años tuve el privilegio de compartir con él desvelos y responsabilidades. Me consta por consiguiente que nunca lo invadió el desmayo o la amargura ante la adversidad. Fielmente practicó y encarnó la consigna de fe y dignidad . Quizá en determinadas ocasiones apareciera, y apareciéramos, intransigentes, pero ello no era fruto de bajas pasiones. Era amor de patria, ansia de libertad y fervor democrático que no cejaba frente al peligro.
Le dolió sí en lo más hondo de su ser que el régimen al que había ensalzado y en el cual había depositado generosas esperanzas hubiera resuelto castigar una protesta suya imponiéndole a EL TIEMPO la pena de la clausura. Pero supo soportar con estoicismo la dura prueba y trabajar tenazmente por su renacimiento, con el respaldo del comandante en el puesto de mando, Eduardo Santos, y la solidaridad afectuosa de sus compañeros.
En la dirección de EL TIEMPO, Roberto no se limitó a trazar el derrotero cotidiano y a escribir caudalosamente en una prosa elegante y limpia, de sobria ascendencia literaria. Fue experto director de orquesta que sabía cómo utilizar los conocimientos de quienes bajo sus órdenes trabajaban y cómo estimular sus esfuerzos premiándolos con la generosidad de sus palabras. Cuando llegué de subdirector a EL TIEMPO, había pasado la época bohemia. Las extenuantes jornadas no concluian ya libando copas en el café vecino. Reinaba una jubilosa disciplina que la alacridad del temperamento de Roberto animaba y su persuasiva laboriosidad abonaba.
Con él se va un trozo vital de este periódico y del periodismo colombiano. De su capacidad de servicio, de su abnegación, de su honestidad sin tacha ni repliegue. Para mí, un fraterno compañero de vigilias inolvidables, cuyas virtudes mucho echaré de menos en su definitiva ausencia. Su proverbial hidalguía, su sentido de la amistad, su don de consejo, su natural alegre y sereno, su inquieta y bien apertrechada inteligencia.
Haya encontrado en el otro mundo la luz divina que con afán buscara en sus anhelos terrenales.
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