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VOLVAMOS A LOS TAMALES

Algo he dicho ya sobre el apogeo de los tamales y otros envueltos en la tradición de la cocina criolla, sin olvidar su presencia en el Caribe y en algunos países de nuestro continente. En aquellas añoranzas incluí las hallacas, las humitas, los tamales verdes y en cazuela. Colombia también es tierra de tamales, y cada región o pueblo tiene a orgullo proclamar que el suyo es el mejor, el más gustoso, no sin agregar que la fórmula de los mismos pasó de madre a hijas, o de las abuelas, magas en las combinaciones en el arte de doblar las hojas prodigiosas.

Lacydes Moreno Blanco
El antioqueño, con maíz cocido y molido, enriquecido en su relleno con costillas y pulpa de cerdo, tocino, papas, arvejas, además de todas las especies criollas, como cebolla, ajo, etc., se encierra en hojas de plátano o achira.
En la agradable Lorica, Córdoba, lleva el cerdo y los mismos ingredientes; pero con la novedad sin duda de cierta influencia libanesa, ya que le agregan berenjena, de donde ha sido bautizado tamal de berenjena.
Más original se me hizo el de Nariño, dado que su masa es a base de arroz blanco cocido y molido; con el aditamento de queso blanco rallado, huevos batidos, polvo de hornear, mantequilla, sal pimienta, mientras que su farsa está preparada a base de cerdo o pollo. Me extraña que no le añadan carne de cuy, tal vez porque siempre lo comen asado.
Y se presentan en esta danza del comer nativo, los tamales de pipián, del Cauca; los del Valle, tamales cartageños; los de Tabio, Cundinamarca, tamales de calabaza, porque incluyen este vegetal. Y los santandereanos, abundosos en maíz, tocino carnudo, costillas de cerdo picadas, gallina, garbanzos, sin que falten todas las especias de la región, amén del tonificante vinagre, el cilantro, las alcaparras, para concluir en el hermetismo de las hojas de plátano. Imaginación indígena
Ah! y que no se me olviden los del Tolima, ricos en la combinación del arroz y el maíz blanco seco, gallina cortada en porciones decentes, carne de cerdo, huevos, y como en todos nuestros tamales que le conceden su uniformidad gustativa, los vegetales de nuestra conservadora cocina regional. Y novedad para mí, cuyas recetas registra mi buen amigo Carlos Ordóñez Caicedo en su hermoso libro sobre la cocina colombiana, hán sido los los tamales de chisgua, de nuestra región amazónica, elaborados con el fruto de esa palma trocado en masa, así como de maíz; los tamales de masa de arroz, más originales, sin duda, pues se confeccionan con arroz, agua-leche de coco, aceite de esta misma nuez, costillas de cerdo picadas, gallina en trozos, huevos duros y los condimentos conocidos, enclaustrándoseles, como los anteriores, en hoja de plátano. Lionel Wafer, quien estuvo por nuestras costas Caribes a finales del siglo XVII y escribió sus impresiones en un libro de viajes bajo el nombre de Desde el itsmo del Darién, breve reseña y descripción, nos dejó estas curiosas imágenes de tamal preparado por los indígenas de aquellas regiones del país: Para hacer la chicha muelen con agua el grano de maíz y forman una pasta que dejan fermentar. Cuando esta tiene un gusto ligeramente ácido hacen con ella tamales, poniendo en el interior de cada uno un plátano maduro. Los tamales envueltos en hojas los cuecen en una olla; de allí los sacan para ponerlos en artesa de madera, y una vez enfriados los pilan hasta obtener una sustancia medio líquida que distribuyen en grandes ollas, bien alineadas, llenas de agua caliente. Veinticuatro horas después le agregan jugo de caña. Luego tapan las vasijas con hojas de bijao, dejando libre una abertura rectangular para dar entrada a la totuma probadora, cubierta con otra hoja. Encima de las hojas colocan ají fuerte para que Niya (el diablo) no se tome antes que ellos el fermentado licor .
Gustosos son los tamales de Boyacá contrarios al anterior y explosivo brebaje, con su fina harina de maíz prodigiosamente aliñada a la hora de darle cuerpo, discretamente unida a los garbanzos y para que no digan que son tacaños, ahí van los trozos de carne de res, cerdo, tocino y alcaparras. La imaginación indígena los envuelven amorosamente también en hojas de achira o de raíz.
Y crece la revelación. Pues con la carne del sábalo, del bocachico o de la sierra, hacen también tamales en los mundos selváticos de la Amazonia. Y de los moluscos llamados pianguas, así como de la tortuga de río. Me pregunto entonces: La técnica de los tamales era ciertamente tan solo usual entre los aztecas, o común entre otras tribus indígenas del Nuevo Mundo? Pasteles de paella
Pero donde cambia radicalmente la forma y contenido del clásico tamal es en nuestra Costa Atlántica. Comenzando porque allí hablan de pasteles, y los hacen de tamaños más glotones de arroz, sin los cuales, como sucede con los tamales en algunos pueblos del país, e inclusive de la cuenca del Caribe, no se entendería tampoco la celebración de las navidades.
El de Cartagena, y muchas veces he reflexionado sobre ello, tiene una risueña concomitancia con la paella española. Es posible que los gandidos antepasados peninsulares no se satisfacieron con el ingenuo tamal indígena, y se les ocurriera meter entre hojas y hojas verdes un contagioso bijao los elementos de una sencilla paella como originalmente lo era, reemplazando los pistilos del azafrán por los rubicundos granos de achiote para proclamar el mestizaje manducario.
Por estas circunstancias hacer los tamales o pasteles era todo un arte y sabiduría vernáculos. Abrirlos constituía un placer sin disimulo ni precauciones. Se iba confiando al ritual. Hoy por el contrario, cada tamal o pastel puede traer el desencanto de una frustración, cuando al separar con golosa impaciencia aquellas hojas para hallar unas viandas apetitosas y ricas en la armonía de sus sabores nos encontramos con excesiva sal, las esquivas alitas del escuálido pollo, el ácido más allá de lo recomendado, y la masa misma del maíz o del maíz con arroz dando el bulto por la ausencia de lo vital y sustancioso.
Entonces podemos hablar de la decadencia de los buenos tamales y de los pasteles, porque los que generalmente se ofrecen ahora han perdido su autenticidad y expresión del arte, lo que no es poco como fatalidad para un pueblo que así ve mermado uno de los valores comestibles de su cultura.
No soy propiamente tamalista. Pero en el caso de elegir me quedo con los tamales de resplandor del Valle. Los prefiero por su finura, por la discreción de sus sabores y hasta por el mismo don de su nombre poético. Y, por aquello de los ululantes recuerdos de la tierra, los pasteles de arroz de Cartagena, la encantada villa, si es que los bárbaros no se la acaban de tirar. Si logramos conservar siquiera impoluta la tradición de estos dos envueltos, en su autenticidad y legendario prestigio, habríamos salvado indudablemente unas esquirlas de felicidad.
Lacydes Moreno Blanco
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