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EL YELTSIN DE YELTSIN

Aunque Rusia dejó de ser un país totalitario, los libros de sus dirigentes, destinados al mercado occidental, tienen que recibirse con cierto escepticismo. La lucha por Rusia, de Boris Yeltsin, carece de índice, defecto irritante y entorpecedor. Trae también un apéndice intitulado De los archivos del Secretario General , que nos suministra fragmentos de documentos de la KGB, hasta ahora no clasificados y que se refieren a Lee Harvey Oswald y a la ayuda soviética al Ejército Republicano Irlandés. No se sabe claramente aún sobre qué principio o con qué criterio se han escogido esos trozos, como no sean un simple señuelo para atraer lectores. Desde luego, el trabajo tiene poco que ver con erudición, pero mucho con negocio.

PAUL JOHNSON
De todos modos, el texto principal, bien traducido al inglés por Catherine A. Fitzpatrick, tiene un auténtico atractivo y no debe despreciarse. Buena parte de él pudo ser escrito por colaboradores de Yeltsin, pero me parece que es también mucho lo que proviene directamente de su boca o de su pluma.
Ha habido la tendencia en Occidente de subestimar a Yeltsin, más exactamente a describirlo como un operario tosco y limitado, bueno para un momento histórico, pero no estadista de largo alcance. Al destacarse primero como principal crítico y opositor de Mikhail Gorbachev, el consenso general del Departamento de Estado, del Foreing Office y del Quai d Orsay fue que se trataba, sencillamente, de un sujeto presumido, de un actor menor que jamás ocuparía el centro del escenario, en comparación con Gorbachev, hombre de sustancia y permanencia. La realidad resultó ser al revés.
Mientras que Gorbachev era, en el fondo, un mero apparatchik del antiguo régimen, perdido y desconcertado en el nuevo mundo que ayudó a crear, Yeltsin tocó poderosas cuerdas con los rusos del común y fue capaz de actuar en los angustiosos días del frustrado golpe de 1991, gracias a la fuerza de su voluntad y a su valor. Luego tuvo éxito al convertirse en el primer dirigente en Rusia elegido nacional y democráticamente. En verdad, se ha mostrado competente como nadie para resolver el problema de la transformación de una economía dirigida, a punto de zozobrar, en otra exitosa de mercado libre. Pero la tendencia de los diplomáticos profesionales a escribir sobre él superficialmente, como consecuencia de sus problemas actuales, debe evitarse. Conjeturo que permanecerá todavía algún tiempo.
Reflexivo y sensible
Lo que muestra este libro, presumiendo su autenticidad, es a un hombre más reflexivo y sensible de lo que habíamos llegado a suponer. El bien puede ser - y, por supuesto, necesita serlo- un matón político. Pero es muy observador y está consciente de los delicados matices que registra el comportamiento de colegas, subordinados y opositores. Estas cualidades se hacen visibles en sus relatos sobre encuentros y visitas en el extranjero.
Hay una brillante descripción de Margaret Thatcher como Primer Ministro, quien lo recibe en Downing Street cuando era, apenas, dirigente de la oposición en la Unión Soviética: ella insiste en aproximar su asiento al de Yeltsin para que la conversación sea más íntima y, contra la opinión de sus asesores, en acompañarlo después a su carro, aunque conceder esta distinción a un dirigente de la oposición iba estrictamente contra el protocolo. Para quien conozca a la señora Thatcher, este pasaje está muy conforme con la realidad.
A Yeltsin también lo impresionó, inmediatamente después de las elecciones en Estados Unidos, la forma como el presidente George Bush y el presidente Bill Clinton se pusieron de acuerdo, en amigables términos, para la tranquila transmisión y continuidad del gobierno estadounidense. Presenta esto como algo característico de una democracia madura, en la que la política partidista y los desacuerdos personales se subordinan a los intereses generales del pueblo y de la nación, y con tristeza reflexiona que en Rusia las críticas que se hicieron recíprocamente Clinton y Bush, durante la campaña, jamás hubieran sido perdonadas ni olvidadas. Yeltsin emerge de su libro como un hombre muy consciente de la enormidad de la tarea que espera a Rusia, particularmente en cuanto a forjar hábitos democráticos (así como instituciones) y en cuanto a lo que puede aprender de países como Estados Unidos e Inglaterra.
También muestra este libro que Yeltsin no es, y nunca ha sido, un dictador, ni siquiera en el sentido en que Gorbachev alguna vez lo fue. Es, sencillamente, el político más enérgico en un régimen complejo y pluralista en que el poder se distribuye más ampliamente todo el tiempo. Ciertamente, lo que importa en Rusia hoy no es tanto la autoridad legal -el presidente y el Parlamento la tienen a plenitud, y es a menudo contradictoria- como la voluntad de poder y la habilidad para aprovechar el momento favorable. La historia rusa ha demostrado, una y otra vez, que sus protagonistas, ya se trate de gobernantes o de conspiradores, revelan, a menudo, increíble lasitud e incompetencia, en momentos de crisis. Aquellos de línea dura del golpe abortado en 1991, como dice Yeltsin, fueron tan irresolutos en su torpe empresa como los liberales decembrinos de 1825, y la insurrección del Parlamento contra Yeltsin, en octubre de 1993, aunque más resuelta, no fue mejor planeada ni mejor conducida, que el golpe de dos años antes.
De igual manera, Gorbachev no demostró mayor comprensión de los acontecimientos revolucionarios suscitados por él a fines de los ochenta, que Aleksandr Kerensky, en la primavera de 1917; ambos, indecisos, montaron sobre tigres y cayeron. El tipo de intensa voluntad de poder que Lenin desplegó en el otoño de 1917, y durante algún tiempo después, es raro en Rusia (Pedro el Grande y Catalina la Grande lo tuvieron ambos, y lo mismo, a su manera, Nicolás I). Yeltsin, de vez en cuando, también lo exhibe. Pero, en ocasiones, parece adolecer del fatalismo que permite que los eventos concluyan en desastre.
Un capitán decisivo
De aquí que, algunas veces, un virtual don nadie llegue, casi accidentalmente, al escenario de la historia rusa y lo domine por breves instantes. Yeltsin, en esta narración, describe vívidamente una de tales ocasiones, que tuvo lugar en plena crisis, en octubre de 1993. Los conspiradores habían logrado consolidar su ocupación del edificio del Parlamento, conocido como la Casa Blanca, y el ejército no parecía capaz o deseoso de hacer algo para expulsarlos. Los comandantes dijeron que una unidad se hallaba demasiado ocupada recolectando papa, y que otra se mostraba renuente a movilizarse. Había escasez de tropas .
Yeltsin se dirigió en su carro al Ministerio de Defensa, donde se discutía en forma desordenada. Cuando llegó, escribe, debo decir que la expresión de los generales era ceñuda y muchos permanecían con la cabeza baja . Por extraño que parezca, Yeltsin no tomó la palabra para infundirles valor. Parece que dejó al azar la selección de un oficial muy joven, el capitán Zakharov, de la junta superior de seguridad. Este militar enjuto y fuerte y de cabello gris , según lo describe Yeltsin, fue convocado al salón, e inicialmente pareció intimidado al verse entre tal número de generales . Pero, consciente de lo que tenía que decir, se entusiasmó con el tema y al fin habló con confianza . Les dijo a los generales y a los políticos en forma exacta cómo debía asaltarse la Casa Blanca y qué tropas y armas serían necesarias. Elaboró, paso por paso, un plan sencillo y claro y solicitó su desarrollo inmediato. Súbitamente, dice Yeltsin, los generales volvieron a la vida , los políticos aplaudieron, se impartieron las órdenes respectivas, se ejecutó rápidamente el plan y se triunfó. El golpe había concluido.
Yeltsin no especula sobre lo que habría ocurrido si el capitán Zakharov no hubiera estado allí y no hubiera hablado en voz alta. El capitán no vuelve a figurar en la narración, desapareciendo (tan abruptamente como había emergido) en las mazmorras de la historia. La suya fue una de esas misteriosas epifanías que a menudo parecen ser la clave de los acontecimientos en Rusia, ya sea que ocurran en la realidad o en una novela de Dostoievsky. Uno no puede menos que pensar, a juzgar por el relato de Yeltsin, que sin el capitán Zakharov nada habría ocurrido durante varios días, se hubiera llegado a algún compromiso, y la recién nacida democracia rusa se habría visto fatalmente afectada. Como resultado, este libro no se habría escrito ni publicado.
Esto, a su vez, lo lleva a uno a reflexionar si aquellos en Rusia que creen en la libertad, y en la vigencia de la ley y la justicia, hallarán alguna vez la voluntad política y la claridad de propósito para que su causa prevalezca permanentemente. Los rusos saben, por larga y amarga experiencia, que aunque las fuerzas de la tiranía pueden vacilar, a veces -como ahora- siempre, al final, encuentran los hombres enérgicos que necesitan, un Pedro, una Catalina, un Lenin o un Stalin, a menos que los liberales desplieguen diligencia comparable. Este libro recuerda cuán delicada planta es la floreciente libertad de Rusia, y permite concluir que, en las actuales circunstancias, Yeltsin, con todas sus fallas, puede ser el mejor hombre para cultivarla: ciertamente el único.
(Traducción de Luis E. Guarín G.)
PAUL JOHNSON
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