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Noche navideña

Cerca del primer puente, entre mi casa y la cabecera municipal, había un remolino de polvo y basura. Cuando se disolvió quedó en el andén la anciana de un metro cincuenta de estatura, llena de arrugas, junto al sucio talego. En la cantina, unos albañiles borrachos daban vueltas en una felicidad injustificada. Ciega. La vieja me hizo una señal. El sol comenzaba a ocultarse.

EDUARDO ESCOBAR
La había llevado otras veces con su talega, sus arrugas, su olor. La miseria
tiene un olor característico. Mientras subía al jeep –le cuesta llevar
tantas arrugas, más la sucia talega– dijo: “Gracias, señor. Vivo junto a la
escuela. Los colectivos están escasos por navidad”. Cerró la puerta con
timidez. Aferró la barra frente a ella. Y yo le dije: “La voy a llevar hasta
el segundo puente, si le parece”. Aceptó con resignación.
Olía a fogón de leña. Y a meados. Nunca me atreví a preguntarle qué llevaba
en la sucia bolsa. Un equipaje muy parecido siempre: algo como unas tablas,
como unos huesos largos. A los pobres todo les sirve. Una tabla para el
fogón. Un pedazo de alambre para apuntalar una puerta. Un clavo para colgar
un harapo. Un hueso para una sopa.
“¿Qué va a hacer esta noche?”, pregunté para llenar el silencio. “Nada. Soy
sola –respondió sin amargura–. Quizás me ponga a rozar las maticas cuando
llegue”. Y agregó, con orgullo y esperanza: “O quién sabe. A veces, la
vecina me manda alguna cosa. Si no, hago mi comidita y me pongo a ver
televisión. Tengo un televisorcito ahí. Lo veo hasta que me coge el sueño”.
Debe de tener 80 años. O 50. A veces estas viejas envejecen rápido, como si
se afanaran por completar la rueda del camino. En la gallera del segundo
puente, un parlante escupía una canción norteña, envilecedora, de
narcotraficantes furiosos: puercas aventuras, rebeldías mortales, torpes
desesperaciones. Le había prometido dejarla ahí.
Pero no fui capaz después de la mirada que me dirigió, y de oír su
propuesta: “Le doy 300 si me lleva hasta la escuela”. Sonrió. Esperando mi
decisión. Yo también sonreí. Y cuando vio que tomaba la cuesta de la escuela
suspiró. Al bajarse en la escuela puso el joto a su lado, escarbó en un
monedero roto y, envueltos en un billete ajado como ella, contó 300 pesos.
Dos monedas: una más grande que la otra. “No voy a cobrarle –le dije.
Tranquila. Feliz Navidad”. Me miró incrédula. Me llenó de jaculatorias y
bienaventuranzas, invocó a la Santísima Trinidad, a la Santísima Virgen, al
Dios del Dios se lo pague. No como los mendigos desvergonzados que mientras
tanto hacen pactos con el diablo de la rabia en la trastienda, pero sí con
un dejo de desconfianza. Si no había podido poner a los santos de su
parte...
“Vivo aquí abajo, estoy muy cerca ya”, dijo. Alzó su carga. Y la vi alejarse
por el camino, encogiéndose a cada paso bajo las hojas negras de los cedros.
Hasta que el metro cincuenta se redujo al tamaño de una cucarachita con la
talega a cuestas.
“Mi país es esta vieja diminuta con una talega al hombro –pensé, como en una
revelación–. Esta vieja, que se pierde entre las sombras de unas hojas. En
un silencio fatigado.”
Por la noche, el cielo tuvo un festín de voladores sobre la casa de su
vecino, el viejo burócrata corrompido, lleno de condecoraciones y de
ínfulas. Los palos quemados se precipitaban sobre el río. Las comitivas de
los escoltas de los invitados alborotaban en la portada, yendo y viniendo.
Quise ver desde mi casa el rancho de la vieja. Pero apenas asomaba el techo
magro con las tejas revueltas bajo los relámpagos de fantasía de la pólvora.
Y me dije: “Lo que da rabia no es que se roben el país y lo hagan humo. Lo
que indigna es que cuando roban, le roban a esta hembrita seca, cuyo tesoro
cabe en un monedero roto. Eso es lo que revuelve el estómago. O tal vez me
estoy convirtiendo en un sentimental”. Reflexioné. ¿A quién le importa esa
vieja? Y me fui a dormir sin remordimiento.
eleonescobar@hotmail.com
EDUARDO ESCOBAR
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