La había llevado otras veces con su talega, sus arrugas, su olor. La miseria tiene un olor característico. Mientras subía al jeep le cuesta llevar tantas arrugas, más la sucia talega dijo: Gracias, señor. Vivo junto a la escuela. Los colectivos están escasos por navidad. Cerró la puerta con timidez. Aferró la barra frente a ella. Y yo le dije: La voy a llevar hasta el segundo puente, si le parece. Aceptó con resignación.
Olía a fogón de leña. Y a meados. Nunca me atreví a preguntarle qué llevaba en la sucia bolsa. Un equipaje muy parecido siempre: algo como unas tablas, como unos huesos largos. A los pobres todo les sirve. Una tabla para el fogón. Un pedazo de alambre para apuntalar una puerta. Un clavo para colgar un harapo. Un hueso para una sopa.
¿Qué va a hacer esta noche?, pregunté para llenar el silencio. Nada. Soy sola respondió sin amargura. Quizás me ponga a rozar las maticas cuando llegue. Y agregó, con orgullo y esperanza: O quién sabe. A veces, la vecina me manda alguna cosa. Si no, hago mi comidita y me pongo a ver televisión. Tengo un televisorcito ahí. Lo veo hasta que me coge el sueño.
Debe de tener 80 años. O 50. A veces estas viejas envejecen rápido, como si se afanaran por completar la rueda del camino. En la gallera del segundo puente, un parlante escupía una canción norteña, envilecedora, de narcotraficantes furiosos: puercas aventuras, rebeldías mortales, torpes desesperaciones. Le había prometido dejarla ahí.
Pero no fui capaz después de la mirada que me dirigió, y de oír su propuesta: Le doy 300 si me lleva hasta la escuela. Sonrió. Esperando mi decisión. Yo también sonreí. Y cuando vio que tomaba la cuesta de la escuela suspiró. Al bajarse en la escuela puso el joto a su lado, escarbó en un monedero roto y, envueltos en un billete ajado como ella, contó 300 pesos.
Dos monedas: una más grande que la otra. No voy a cobrarle le dije.
Tranquila. Feliz Navidad. Me miró incrédula. Me llenó de jaculatorias y bienaventuranzas, invocó a la Santísima Trinidad, a la Santísima Virgen, al Dios del Dios se lo pague. No como los mendigos desvergonzados que mientras tanto hacen pactos con el diablo de la rabia en la trastienda, pero sí con un dejo de desconfianza. Si no había podido poner a los santos de su parte...
Vivo aquí abajo, estoy muy cerca ya, dijo. Alzó su carga. Y la vi alejarse por el camino, encogiéndose a cada paso bajo las hojas negras de los cedros.
Hasta que el metro cincuenta se redujo al tamaño de una cucarachita con la talega a cuestas.
Mi país es esta vieja diminuta con una talega al hombro pensé, como en una revelación. Esta vieja, que se pierde entre las sombras de unas hojas. En un silencio fatigado. Por la noche, el cielo tuvo un festín de voladores sobre la casa de su vecino, el viejo burócrata corrompido, lleno de condecoraciones y de ínfulas. Los palos quemados se precipitaban sobre el río. Las comitivas de los escoltas de los invitados alborotaban en la portada, yendo y viniendo.
Quise ver desde mi casa el rancho de la vieja. Pero apenas asomaba el techo magro con las tejas revueltas bajo los relámpagos de fantasía de la pólvora.
Y me dije: Lo que da rabia no es que se roben el país y lo hagan humo. Lo que indigna es que cuando roban, le roban a esta hembrita seca, cuyo tesoro cabe en un monedero roto. Eso es lo que revuelve el estómago. O tal vez me estoy convirtiendo en un sentimental. Reflexioné. ¿A quién le importa esa vieja? Y me fui a dormir sin remordimiento.
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