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De memorias y olvidos

En El libro de la risa y el olvido, Milan Kundera describió un momento memorable de la historia de la antigua Checoslovaquia. Se trataba de un discurso que pronunciaba el líder comunista Klement Godwald en 1948. Lo pronunció desde un balcón y lo acompañaba el camarada Clementis. De aquello se hizo una foto que circuló masivamente. Pero, cuatro años después, el camarada Clementis fue acusado de traidor y colgado. Entonces, el departamento de propaganda difundió otra foto del mismo discurso en donde sólo aparecía Godwald. A Clementis no sólo lo mataron, sino que lo borraron de la memoria colectiva. Y con los años ya nadie recordaba que había estado en ese balcón.

CRISTIAN VALENCIA
Esa es la manera como los regímenes absolutistas acaban con el pasado. Es su
estilo: borrar las evidencias históricas a toda costa.
Y es aquí donde entra la historia oficial de Colombia. Afortunadamente tengo
43 años y recuerdo algunas cosas que han pasado. Como la toma de la embajada
dominicana por el M-19. Aquella embajada quedaba cerca de la Universidad
Nacional, en una casa generosa, construida en los años 60. Y de la casa no
queda nada: ni una placa memorable. Fue arrasada por un progreso inclemente,
y en su lugar, hoy en día, hay un edificio cualquiera. Nadie dijo nada
cuando la demolieron. El poco interés por la historia comenzaba a ser
evidente. Podríamos decir en este caso que se trató de un negocio: una casa
vieja se reemplaza por una nueva. Y podríamos decir que el Estado no
participó directamente en eso. Pero hay más.
Tengo muy presente en mi corazón el momento cuando un tanque le disparó a la
fachada del Palacio de Justicia y todos esos eventos funestos para el país.
Recuerdo que, cuando terminó todo, pensé que dejarían el edificio intacto.
Que aquella ruina estaría para recordarnos los estados de locura colectiva
que hemos atravesado. Pero se trataba de un pensamiento adolescente, porque
aquel edificio fue demolido con premura. Y creo que me dolió tanto como la
toma, cuando las palas mecánicas derribaron las paredes. Con los años
emergió una nueva construcción, de proporciones magnánimas, que no tiene
ningún parecido arquitectónico con el antiguo palacio. Y ahí sí se notó la
mano del Estado para derribar la memoria. Nadie se tomó el trabajo de
sugerir, al menos, que levantaran un obelisco con los nombres de todos
quienes perdieron la vida. Y, si alguien lo sugirió, seguramente lo miraron
como a un loco, porque se trataba de un borrón y cuenta nueva, como si ese
refrán fuera posible en la vida real. Y hay más.
El desdichado lugar de Bogotá conocido como El Cartucho ya no existe. Nada.
En su lugar hay un parque que da pánico. Porque es un parque que no se usa.
Y no se usa porque no hay barrios alrededor. Es una cosa desolada, que
recuerda las fotografías de Brasilia recién construida: enormes espacios sin
gente; esculturas sin admiradores, zonas verdes sin enamorados. Y cuando
comenzó aquella demolición también pensé que el parque se llamaría El
Cartucho. Pero no. Tiene el rimbombante nombre de Parque del Tercer Milenio
para que nadie recuerde que una vez hubo un lugar triste, parecido a una
ciudad bombardeada, lleno de sobrevivientes de la hecatombe. Gente de la
calle, ñeros, indigentes: un producto más de la democracia más antigua de
América Latina, a escasos metros del palacio presidencial. Recuerdo con
mucha pena aquella calle y por eso para mí se llamará siempre parque de El
Cartucho. En memoria de toda la desolación. La Fundación Mapa Teatro hizo un
sentido homenaje a ese lugar y esas personas en su obra Testigo de las
ruinas. Y cuando lo presentó al público hace pocos días, no hubo un solo
asistente que no apretara el pecho, conteniendo las lágrimas por esa manera
tan brutal de acabar con el pasado.
En fin, como decía Milan Hübl, intelectual checo: “Para liquidar las
naciones, lo primero que se hace es quitarles la memoria”.
cristianvalencia@yahoo.com
CRISTIAN VALENCIA
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