Collor de Melo irrumpió en la política del país vecino como un príncipe encantado y encantador. Tenía de todo: juventud, figura atractiva, fortuna familiar y favorables medios de comunicación. Hasta se dio el lujo de crear un partido político. Cuando la corrupción era un problema mayúsculo, apareció como un verdadero redentor, dispuesto a sacar del templo a los fariseos. Así lo aceptaron y lo consagraron los cariocas. No llevaba las condiciones de estadista ni otras más importantes, como es la grandeza que debe rodear a todo dirigente de cualidades necesarias para asumir el comando de una nación. Todo lo contrario. Ambiciones de dinero, negociados, debilidad ante amigos y protegidos que se aprovecharon de todo y para todo. Nada faltó. Hasta disputas familiares de facetas casi repugnantes acompañaron su breve paso por el palacio de los presidentes.
Como a esos dioses consagrados por las masas, el mismo pueblo se encargó de bajarlo del pedestal, y de qué manera. Confiado en el juego de lo que aquí habríamos llamado un fervoroso clientelismo o caciquismo regional , no pensó que la Cámara de Diputados lo condenara cuando aspiraba a que las largas y generosas manos del poder y del tesoro público contuvieran el torrente de la opinión. Más le valió haberse retirado a tiempo. No lo hizo y la aplastante derrota lo lleva ante un juicio que sin duda le será triste y vergonzosamente condenatorio.
Estos desbordes surgen como una explosión que lentamente se va decantando y es fundamental saber el rumbo que tomen los acontecimientos. La opinión pública alaba y condena, a veces olvida, con increíble volubilidad. Imaginamos cómo será el Brasil dentro de pocos meses para sumirnos en un mar de dudas. Podrá el serio y austero vicepresidente, Itamar Franco, enderezar a la nación más grande de Suramérica? O por el contrario el vacío creado propiciará brotes cercanos a la anarquía? Se ha disipado el peligro de un golpe militar? Imposible responder los interrogantes. Solo el transcurrir de los días podrá resolver la inquietantes dudas.
Vendrán para América deseos de imitar la innegable muestra democrática del pueblo brasileño. En los países del Continente, especialmente aquellos donde no se han consolidado los regímenes elegidos democráticamente, no están los tiempos para una desaforada fiebre de imitar lo que podríamos llamar el maracanazo político del año. Habrá demagogos que clamen por seguir al Brasil. De manera que hay que estar atentos a todo lo que ocurra en el poderoso vecino donde nada parece imposible.
Cuando se observa el desarrollo de los acontecimientos no se puede menos de recordar esa frase sabia, producto de la experiencia, que ofreció el maestro Echandía a sus alumnos de ciencia política: A los hombres públicos decía se les perdona que metan la pata, pero no las manos . Eso fue lo que ocurrió en Brasil. La corrupción desbordaba los límites. El palacio presidencial se convertía en una casa de negocios donde se aprovechaba hasta el chofer personal del jefe del Estado. Es una lección para toda la América y casi diríamos para el mundo entero. Lo más positivo que podemos sacar de estos episodios es la reacción y el castigo del pueblo contra los corruptos. Lo que, además de lección, debe ser guía inviolable para quienes creemos que en los sistemas democráticos se pueden cometer equivocaciones. Ilícitos, jamás.