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Mal manejo de la reforma tributaria

Las relaciones entre Gobierno y Congreso obedecen  a un ritual preestablecido que debe conservarse. Uno de los cánones más importantes de dicho ritual es el de que a partir del momento en que el Gobierno radica un proyecto de ley en el Congreso debe abstenerse de cambiarlo unilateralmente o de negociarlo por fuera de las instancias parlamentarias.

Esta regla de procedimiento tiene su razón de ser: implica un reconocimiento
de parte del Gobierno a las prerrogativas del Congreso para hacer las leyes.
Y un gesto de respeto mínimo del ejecutivo para con el poder legislativo.
Pues bien: esta norma de cortesía política se ha roto abruptamente la semana
pasada. Habiendo ya radicado el Gobierno el proyecto de reforma tributaria
en el que no se contemplaban modificaciones al impuesto a las transacciones
financieras, el Presidente concurrió a la asamblea anual de la Asociación
Bancaria y allí anunció (contrariando lo que decía el proyecto radicado por
el propio Ministro de Hacienda hacía pocos días en el Congreso) que el
Gobierno era partidario de iniciar un desmonte gradual del 4xmil. Anunció
además, que revisaría la tarifa de renta propuesta para personas naturales.
También confirmó un reversazo en materia de exenciones para inversiones de
tardío rendimiento. Y concurrió a una reunión en Barranquilla donde echó
para atrás lo que el Ministro y la propia reforma proponían en cuanto a
zonas francas.
Por el momento no vamos a profundizar sobre el contenido de las
modificaciones que -por fuera de las instancias congresionales- le está
haciendo el Gobierno a su propia propuesta. Pueden ser convenientes. Pero no
es el punto que deseamos subrayar. Queremos señalar es el aspecto de
procedimiento. El Gobierno como el Dios Saturno anda devorando a sus propias
criaturas ante las asambleas gremiales. Pero lo está haciendo antes de que
comience oficialmente el ‘banquete’ en el Congreso Nacional.
Si en Colombia tuviéramos unos partidos menos dóciles, y si las directivas y
voceros de las bancadas parlamentarias comprendieran que es indispensable
para la democracia hacer respetar los fueros parlamentarios, de seguro las
protestas no se hubieran hecho esperar.
Pero no habrá tales protestas. Habrá -como en tantos otros temas- un
silencio sepulcral. Acorde con el temor reverencial que existe de decir
cualquier cosa que pueda molestar al ejecutivo omnipotente. Los partidos y
sus directivas parecen resignados a que los avasalle el Gobierno. Aún
tratándose de temas y de procedimientos que deberían ser de su exclusiva
competencia e interés.
Como lo es ésta regla -tan simple pero tan importante de cortesía política-
que prescribe que las modificaciones que se le hagan a los proyectos de ley
una vez radicados se conviertan en asunto que incumbe exclusivamente al
Congreso y no al Gobierno. Pues se considera que el Gobierno al radicar un
proyecto de ley ya opinó; y quien tiene la palabra a continuación es el
Congreso.
A ésto le sumamos la costumbre muy propia del Gobierno -al que le encanta,
en cada asamblea gremial a la que concurre, llegar con algo para endulzar el
oído de los asistentes. Y si ese ‘algo’ consiste en cambiar sus propios
proyectos de ley aún antes de que los ponentes de las comisiones respectivas
del Congreso hayan tenido siquiera la oportunidad de pronunciarse, la cosa
se torna mucho más delicada. Pasamos así de la democracia representativa a
la corporativista. La que llegó a entusiasmar a algunos en el siglo pasado.
Y en la que lo audible no era la voz del Congreso sino la de los grupos de
presión.
"Hay que evitar la sustitución de la democracia representativa por el
corporativismo”.
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