Soy partidario de las lecturas contemporáneas de las óperas; suelen acercarse al público joven y apropiarse de una estética sincrónica con la época en pos de una renovación lícita. Se impone, sin embargo, que partan de un concepto fuerte que, o bien aclare la trama, o que enriquezca la dramaturgia. No basta, como ocurrió con Don Juan en el Gaitán, con cambiar La Giralda por el Empire State, los floretes por pistolas de juguete y los jubones por calzoncillos.
El señor Vadja, responsable del espectáculo y director escénico, consideró que era suficiente con convertir uno de los mitos señeros del teatro europeo, dibujado con maestría por Mozart y por el libretista Lorenzo dal Ponte, en un hampón obsesionado por el sexo, y a las tres mujeres que figuran en la componenda, prototipos a su turno del eterno femenino, en unas piscas, como diríamos en Bogotá.
En un montaje de muy dudoso gusto, no se contempló la posibilidad de que la trama tuviera más que ver con lo psicológico que con unos innecesarios torrentes de lascivia. A pesar de ello, no dejó de ser una lástima que unos pocos momentos brillantes se le hubiesen escapado al director, como agua de entre las manos, por esa falta de concepto, o eje central, que transmutó la finura de uno de los títulos más importantes del repertorio operístico de todos los tiempos en una banalidad sin ton ni son, en donde el pésimo uso de una técnica tan válida hoy como es la multimedia, unas luces sin motivo, un vestuario que parecía de tiras cómicas y una marcación escénica burda e insustancial, atiborraron y ensuciaron lo que hubiera podido acercarse a una traslación atinada y hasta atractiva.
Atractiva en lo teatral, porque en lo musical, salvo algunos pocos pasajes interpretados por las sopranos Carolina Ortega, Giovanna Rodríguez y Sandra Caicedo, el asunto transcurrió con mucha más pena que gloria. Por el lado de las voces, para colmo amplificadas, abundaron los desafines, y los descuadres se dieron a porrillo, y una orquesta desconocida, acaso armada para la ocasión, como lo indica el nombre de Il natalizio, dejó la impresión de exiguo profesionalismo por una versión, carente de matices y sin miga, que sugería que en el foso se llevaba a cabo la primera lectura de una partitura exigente y depurada si las hay.
Una apostilla final sobre un hecho singular: Mozart tiene 21 óperas; la mayoría son desconocidas en el país. Sin importar a quién se le ocurrió primero, no es justo con el público que esta nueva compañía y la Ópera de Colombia programen ambas, con dos meses de diferencia, el mismo título.
¿Intención de competir, coincidencia o ganas de fastidiarse? En cualquier caso, ¡vaya majadería!