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¿Quién le teme a SoHo?

La Constitución Política de Colombia consagró la separación del Estado de la Iglesia pero esta, a través de los más intransigentes defensores del confesionalismo, quieren hacer una lectura religiosa de las leyes. Lo dijo con mayor precisión Humberto de la Calle en su columna de El Espectador: “una cosa es el pecado y otra el delito.”

Si los actos simbólicos tuvieran algún efecto sobre las decisiones de la
justicia, yo pediría figurar en ese tableau vivant, cuadro en vivo recreado
por la revista SoHo. Y no sólo pediría figurar al lado de los personajes de
la vida pública que aceptaron participar al lado de la belleza desnuda de
Alejandra Azcárate. Les pediría a los artistas plásticos que siguen creyendo
en el encuentro de la libertad y la imaginación que realizaran en la Plaza
de Bolívar una gigantesca instalación, réplica de la última cena replicada a
su vez por la revista SoHo.
Quisiera ir más allá, si al hacerlo no incurriera en plagio: escribir, con
exactitud absoluta, cada una de las líneas de Fernando Vallejo, las que han
sido condenadas por un juez y no sé cuántas organizaciones religiosas.
Repetir las mismas líneas de la blasfemia, figura religiosa que no debería
tener efectos civiles.
Hecho lo anterior, saldría a la defensa de Daniel Samper Ospina simulando
que repito exactamente las páginas de ese estupendo reportaje gráfico, ahora
y desde hace meses en la picota. En otras palabras: me declararía cómplice
de todos ellos, repitiendo sus “delitos”.
Los creyentes de todas las religiones deberían aceptar que la grandeza de la
fe es como una fortaleza blindada: pueden asediarla y hostigarla pero no
destruirla. ¿Por qué entonces esa histeria defensiva? ¿O es que no es tan
fuerte la fe? ¿Es tan frágil que, para preservarla, hay que defenderla con
las leyes que juzgan los crímenes pero que, al mismo tiempo, garantizan la
libertad y la tolerancia? En muchos sentidos, somos una sociedad que se
resiste a salir al campo abierto y complejo de la modernidad. Agrarios sin
reforma agraria, dijo un amigo ocurrente. Somos, al mismo tiempo, una
sociedad plagada de hipocresías: con demasiada frecuencia, profesar una fe
no es garantía de integridad moral.
El juego de la imaginación, al cual no escapan las religiones cuando
conciben la creación del mundo o el origen de la especie humana; ese juego,
que no hace daño a nadie, a menos que alguien se sienta dañado por la
libertad de los demás, ese es el juego que ahora escandaliza.
No escandalizan las imágenes atroces de nuestra realidad. La pornopolítica
sigue allí, incluso bendecida y aceptada: el robo, el crimen, la corrupción
de la integridad ciudadana, esos sí deberían ser delitos de la fe y las
leyes humanas. La misma Iglesia que en épocas no lejanas usó los púlpitos
para llamar a la violencia, no debería azuzar a la jauría ni alimentar la
intolerancia.
El sentido del humor, el sarcasmo, la hipérbole grosera y cotidiana, las
ganas de blasfemar son prácticas habituales en los pueblos más creyentes del
Occidente cristiano. ¿A cuál juez se le ocurriría condenar la réplica
paródica y popular de la pasión de Cristo hecha en Semana Santa? ¿Qué decir
de los creyentes que blasfeman? Por otra parte, ¿qué hace pensar que
Leonardo da Vinci no puede ser glosado, que su obra no puede ser recreada
como un cuadro viviente?
¿Cuántos católicos de la derecha delirante se excitan hablando de la pérdida
de los valores familiares, de las amenazas que rondan a la familia
tradicional? ¿Cuántos, desde la simulación de la fe, se han vuelto
riquísimos burlando las leyes de los hombres?
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