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Esmeraldas violentas

De nuevo los esmeralderos están peleando y de nuevo nadie entiende muy bien por qué. Parecería que la famosa ‘guerra de las esmeraldas’ que se llevó a cabo entre grupos que, se decía, pretendían controlar la producción y el comercio de las gemas se repite. La discusión sigue viva sobre esta ‘guerra’ que describe los tres períodos de violencia que vivió la zona desde 1960 y terminó con la firma de un pacto entre los diferentes ‘patronos’ de las minas en 1991. Sin embargo, quedó el estereotipo del esmeraldero que a veces aparece en telenovelas y corridos. En casi todos los casos, la palabra ‘verde’ acompaña a algún sustantivo que denota pasiones violentas, como la ‘guerra verde’ o el ‘fuego verde’. Difícil negarlo: el mundo de los esmeralderos es violento, apasionado, popular, exagerado y tiene un particular gusto por la música mexicana.

La imagen de esta especie de Beverly Ricos violentos y bien armados ha
persistido gracias, también, a ellos mismos. El resultado ha sido un cierto
aislamiento social y cultural que los empresarios de las esmeraldas han
sabido aprovechar: el mundo que los rodea es casi hermético. Entre más
impenetrables sean el negocio y los propios esmeralderos, mayor será el
poder que logran acumular los patronos de las minas. Los esmeralderos viven
en sus propios barrios, sus hijos estudian en determinados colegios y
compran tierra (mucha) en ciertas zonas.
A diferencia de los narcotraficantes de los años 80, que luchaban por entrar
al mundo social de los viejos nuevos ricos del país, los esmeralderos
parecen contentos con lo que tienen: mucho dinero, ganado, caballos de paso
y un envidiable poder local. Pero, sobre todo, tienen un territorio que
manejan a sus anchas. Se valen de la violencia, desde luego, pero el poder
local que detentan no puede tan solo explicarse por esta. En este punto es
quizás donde los análisis sobre el conflicto en la zona parecen cojear. Al
insistir en el narcotráfico, en los ‘señores de la guerra’ o en escenarios
mafiosos, se desconoce la base sobre la cual se ha sustentado el poder
territorial de reconocidos grupos de esmeralderos. Esto es, la existencia de
una cultura campesina, en donde el honor, la palabra, la violencia y la
lealtad forman parte importante de las redes de poder.
Sobre la región esmeraldera se dice con orgullo que allí “no hay guerrilla”.
Y es cierto, allí no la hay, pero tampoco hay Estado. La zona esmeraldera,
como sugería un amigo, es más un ‘territorio en concesión’ cedido por el
Estado a los zares y a los patronos, quienes lo han logrado mantener con sus
propias leyes, reglas y cultura. Una ‘concesión’ que en apariencia ha
convenido a ambas partes: el Estado poco ha entrado en la zona y los
esmeralderos se han encargado de mantener el orden y a la región ‘sana’, o
sea, sin guerrilla.
Los esmeralderos sostienen sus guerras privadas (a diferencia de los
narcotraficantes, en su ‘guerra’ pocas veces ha muerto gente ajena al
negocio). Ante las críticas responden que su negocio es legal, así como lo
son sus ‘departamentos de seguridad’, a través de los cuales poseen las
armas que orgullosa y arrogantemente despliegan en la región. Armas que
supuestamente servirían para proteger las minas, pero que permiten también
imponer sus leyes y su orden, funcionar en una zona gris entre la legalidad
y la ilegalidad y, por supuesto, mantener a la guerrilla fuera de la zona.
Lo grave es que el equilibrio entre el Estado y los esmeralderos hoy parece
estar de nuevo en entredicho. Con la entrada de nuevos actores –los
paramilitares y el narcotráfico–, los grupos de autodefensas locales,
basados en la lealtad, en redes familiares y en la obediencia absoluta, han
comenzado a resquebrajarse, así como el poder de los viejos patronos, que se
ven obligados a disputar un territorio que durante años lograron mantener
lejos de la guerrilla, de narcos y ‘paras’ y del escrutinio estatal. El
pronóstico del asunto, según los hechos de los últimos meses, es
lamentablemente reservado.
* Directora del Departamento de Antropología de la Universidad de los
Andes
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