Es impertinente observar que a la emisión de Caracol siguió el programa Decisiones, capítulo El Engaño. Es una falsa consecuencia. En realidad no parecía un enfrentamiento de políticos sino el examen de haiku de unos bachilleres perfumados. La migaja de un minuto es insuficiente para exponer alguna opinión razonable sobre nuestras desgracias, la guerra, la inequidad, o la bagatela del matrimonio homosexual cuando el heterosexual ya es un ritual excéntrico sin seriedad ni compromiso auténtico en el mundo de ahora.
Es comprensible que Uribe rehusara asistir como quinto a la parada aséptica (la prohibición de los aplausos fue innecesaria): habría sido la víctima inevitable de una encerrona por los otros cuatro postulados al Potro de Bolívar, impropia para la dignidad del poder.
Mockus, sin la pirámide, era reconocible por los titubeos telegráficos.
Leyva, con cara de quien tiene la llave, y Serpa, con el bigote encanecido y el trémolo en una jaula bajo el atril, repitieron lo de siempre. Leyva ofreció un millón de empleos, lo cual debió ponerles los pelos de punta a los perezosos. Serpa agregó a los empleos la educación, mejorándoles la tarea. Mockus descubrió que todos los colombianos deben tener un papel en la productividad. Solo Gaviria prefirió a las minucias de los pajaritos de oro, la propuesta de otro modelo político, en el cual el Estado retomará la dirección de una economía humanizada.
Sobre la extradición, todos dijeron, palabras o menos, que sí pero no.
Gaviria señaló la vergüenza del país que entrega sus delincuentes para ser juzgados en el extranjero.
Después de cuñas: cómo remodelar tu casa a crédito, adelantos de un melodrama, y los cebos lustrosos de las trampas de un banco, Serpa citó a Martí. Mockus juró que obligará a las Farc a respetar la vida (lo imaginamos hipnotizando a Tirofijo con una comparsa de mimos). Y Leyva dijo, con cara de quien tiene la llave, que tiene la llave y hará la paz en 30 días. Serpa garantizó el intercambio en 90. Alguien lamentó que los tramoyistas hubieran olvidado poner un micrófono apagado (¿con una U mayúscula?) que recordara la silla Rímax junto al Presidente Pastrana bajo el sol ridículo del Caguán.
Uno solo de los invitados sonrió en la hora perdida: Mockus. Leyva, interrogado por su posición frente al matrimonio gay y el aborto, recordó un viaje que hizo para conocer a un experto en cigotos que estaba muerto cuando llegó, y que el matrimonio entre iguales está consagrado por la Constitución y solo espera desarrollo jurídico.
Mockus y Gaviria ocuparon los extremos inocentes del encuadre. Aunque el primero dejó la impresión de un nuevo Skinner, no el de los Simpson sino el sicólogo norteamericano del siglo pasado, o de un Álvaro Uribe del barrio Santa Fe que prefiere las civilizadas bicicletas a los campechanos caballos.
Serpa revivió el discurso de museo y la figura de esos liberales que conocemos hasta el cansancio desde los de Rionegro. Leyva puso de principio a fin la cara del bromista que tiene la llave. El único que consiguió singularizarse fue Carlos Gaviria, a pesar de la brevedad del tiempo y de la vetusta fe mística en la superstición de la democracia. Él mismo dijo, aceptando su extrañeza en el escenario, que se siente un pedagogo más que un político. Dicho más brutalmente: como un recién caído de la filosofía del derecho en la aritmética de la torcida política.
eleonescobar@hotmail.com